Viento intenso, a rachas, continuo. La aurora ha tenido dificultades para posarse y amanecer, y el ocaso ha pasado desapercibido.
Viento desesperado, de idas y venidas, de golpes y calmas, salvo en el momento en que una gaviota, atravesando la plaza en una columna de luz bermeja, se ha posado lenta sobre el techo de la iglesia redonda que allí hay. Llevaba una presa en el pico y la ha tirado sobre el cemento. Se creció la penumbra, el desorden de las nubes, que permitían un repentino trazo de azul, muy descolorido, muy abandonado, sin consistencia, para a continuación borrarlo.
El pobre pájaro, largo, identificable. La gaviota lo arrastraba hasta el borde del techado y después miraba hacia otro lado. Luego llegaron tres, cuatro gaviotas también blancas, de gran envergadura, y empezaron a pelear entre ellas por la presa, sin gritos, sin mucho convencimiento.
Unos veinte minutos duró el tira y afloja. El pájaro, ya oscuro, con aspecto de trapo, conservaba íntegro el cuerpo, o eso parecía. Los nubarrones avanzaban desde el este, renegridos y multitudinarios. Una reverberación pálida, sin embargo, se mantenía por el nornoreste.
Levantaron el vuelo las gaviotas sobre la cubierta de la iglesia. El pájaro se quedó donde recibió el último picotazo. Se diría que las gaviotas no tenían hambre, o que el viento las sacaba de quicio, les restaba ganas de consumir su apetito.
Poco antes de la noche, una gaviota blanquísima, menuda, se posó sobre él y empezó a tironearlo, apenas socavando sus entrañas.
Se ha hecho oscuro y las rachas de viento golpean mi cristalera. Mañana, quizá, no quedará rastro; quizá sí. La reverberación por el nornoreste se mantiene, azulmarina ahora, azul ferruginoso, azul de hielo, inexpresivo, boquiabierto. Como el día que ha pasado a la boca del viento.
Publicado por José Carlos Cataño
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