EN EL CENTENARIO DE EMIL CIORAN (1911-1995)
He tardado 16 años en visitar la tumba de Cioran en el cementerio de Montparnasse. Aunque soy pasablemente fetichista y no me disgustan los cementerios, siempre que sea para estancias breves, las tumbas por las que siento más afición son las de ilustres desconocidos: es decir, autores cuyas creaciones he frecuentado mucho pero a los que no conocí personalmente o apenas traté.
En el camposanto de Montparnasse hay bastantes de ellos: Sartre y Simone de Beauvoir, Julio Cortázar y por encima de todos, Baudelaire.
Pero en el caso de aquellos de quienes me he considerado amigo, soy más esquivo. Quizá por lo de que a los seres queridos uno los lleva enterrados dentro y todas esas cosas.
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La inteligencia y el silencio
La izquierda antifranquista le admiraba; él lo veía como una paradoja
Cioran murió un 21 de junio, día de mi cumpleaños.
Un par de años después desapareció también su maravillosa compañera Simone Boué, ahogada en la playa de Dieppe.
Me es imposible decir a cuál de los dos recuerdo con mayor afecto.
Ambos descansan bajo la lápida gris azulada de Montparnasse, de una sobriedad extrema, realmente minimalista.
Mientras iba en su busca, sorteando mármoles, cruces y ofrendas florales por los vericuetos funerarios, a veces peligrosos para la verticalidad del paseante, recordaba sus consejos: "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas... Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Luego soltaba una de sus breves carcajadas silenciosas y yo, en mi ingenuidad juvenil, me preguntaba si hablaba realmente en serio. He tardado en aprender que hablar sinceramente de ciertos temas demasiado serios implica el tono humorístico como único modo de evitar la solemne ridiculez...
Traté a Cioran durante más de 20 años.
Nos escribíamos con frecuencia y yo le visitaba siempre que iba a París una o dos veces por año. Me dispensaba una enorme amabilidad y paciencia, supongo que incluso con cariñosa resignación.
Se interesaba especialmente por todo lo que yo le contaba de España, tanto durante los últimos años del franquismo como en los primeros avatares de la democracia posterior. Por supuesto no creo ni por un momento que fuesen mis comentarios apasionados y entusiastas sobre nuestras peripecias políticas lo que le fascinaba, sino la referencia al país mismo, esa segunda patria espiritual que se había buscado, la tierra nativa del desengaño. "Uno tras otro, he adorado y execrado a muchos pueblos: nunca se me pasó por la cabeza renegar del español que hubiera querido ser".
Porque aunque se convirtió en gran escritor francés y se mantuvo apátrida, parece cierto que durante un tiempo pensó seriamente en hacerse español.
La buena acogida que tuvieron sus libros traducidos en nuestro país le produjo una sorpresa tan grata como indudable.
Creo que hubo un momento en que fue más popular -por inexacta que sea la palabra- en España que en Francia.
Nunca le vi tan divertido como al contarle que en el concurso de televisión de mayor audiencia en aquella época (Un, dos, tres...) uno de los participantes citó su nombre tras el de Aristóteles cuando le preguntaron por filósofos célebres...
Apreciaba especialmente la paradoja de que tanto yo, su traductor, como la mayoría de los jóvenes españoles que se interesaban por él fuésemos gente de la izquierda antifranquista. Incluso le producía cierto asombro, porque para él la izquierda era un semillero de ilusiones vacuas y de un optimismo infundado -ese pleonasmo- de consecuencias potencialmente peligrosas, que había denunciado en Historia y utopía. Y sin embargo le halagaba tan inesperado reconocimiento.
En realidad el asombro nos aproximaba, porque a mí me dejaba boquiabierto que alguien pudiera vivir y demostrar humor (Cioran y yo nos reíamos mucho cuando estábamos juntos) con tan implacable animadversión a cualquier creencia movilizadora y tan absoluto rechazo a las promesas del futuro.
En cierta ocasión, tras haber demolido minuciosamente mi catálogo de candorosas esperanzas, me permití una tímida protesta: "Pero, Cioran, hay que creer en algo...". Entonces se puso momentáneamente grave: "Si usted hubiera creído en algunas cosas en que yo pude creer no me diría eso".
Y acto seguido volvió a su cordial sonrisa habitual, ante mi desconcierto.
Como yo era tan ingenuo entonces que no quería por nada del mundo parecerlo, me empeñaba en tratar de convencerle de que mi pesimismo no era menor que el suyo. Cioran me refutaba con amable paciencia, insistiendo en demostrarme que yo era incapaz visceralmente de aceptar las consecuencias pesimistas de las premisas que asumía para ponerme a su altura, seducido por el vigor irresistible de sus fórmulas desencantadas. Confusamente, trataba de explicarle que mi pesimismo era activo: cuando no se espera la salvación de ninguna necesidad histórica ni de ninguna utopía consoladora terrenal o sobrenatural, solo queda la vocación activa y desconsolada de la propia voluntad que no se doblega.
No siempre nos movemos atraídos por la luz: a veces es la sombra la que nos empuja...
Más o menos disfrazadas, le repetía opiniones tomadas de Nietzsche, a quien también leía devotamente en aquella época.
Solíamos dejar al fin nuestras discusiones en un amistoso empate. Pero es obvio que nunca logré convencerle... ni engañarle.
Su último libro, Aveux et anathémes, me lo dedicó con estas palabras: "A F. S., agradeciéndole sus esfuerzos por ser pesimista".
Con los años, ambos fuimos poco a poco sosegando la vivacidad de nuestros debates en una especie de familiaridad cómplice.
Tras el asentamiento de la democracia en España, mis fervores fueron progresivamente renunciando a la truculencia y aceptaron cauces pragmáticos: se trataba de vivir mejor, no de alcanzar el paraíso.
Los excesos pesimistas, lo mismo que las demasías del conformismo ilusionado, me parecieron -y me parecen- manifestaciones culpables de pereza que ceden el timón de la vida a rutinas fatales.
Pero también Cioran en sus últimos años de lucidez, tras la caída de Ceaucescu, me daba la impresión de inclinarse por una especie de pragmatismo escéptico aunque sin embargo positivo.
Por primera vez le vi celebrar acontecimientos históricos, desde luego sin arrebatos triunfales.
A veces hasta me daba la impresión de estar parcialmente desengañado del desengaño mismo, la suprema prueba de su honradez intelectual...
Guardo especial recuerdo de una visita que le hice en el año 90 o 91, en su apartamento del 21 de la rue de l'Odeon.
Fui acompañado de mi mujer y por primera vez en tantos años me encontré a Cioran solo en casa, porque Simone había salido con unas amigas.
Para nuestra cena habitual había dejado unos filetes de carne convenientemente dispuestos en la cocina, listos para freír en la sartén.
Queriendo evitarle tareas culinarias, le propuse que fuésemos los tres a cenar a cualquier restaurante próximo del barrio pero no consintió en ello: yo siempre había cenado en su casa y esa noche no podía ser una excepción.
Su exigente y generosa norma de hospitalidad no lo permitía.
De modo que todos nos desplazamos a la minúscula cocina y allí se hizo evidente que el manejo de los fogones desbordaba ampliamente las capacidades de Cioran.
Entonces mi mujer tomó el control de las operaciones, nos hizo abandonar el estrecho recinto para evitar interferencias y guisó sin muchas dificultades la sobria cena que debíamos compartir.
Desde el exterior, Cioran la veía operar con rendida admiración, mientras me daba una breve charla sobre las admirables disposiciones naturales de las mujeres vascas para el arte culinario...
Es una de las imágenes más conmovedoramente tiernas que guardo de él, tan incurablemente escéptico en la teoría pero capaz a veces de un asombro casi infantil ante los misteriosos mecanismos eficaces del mundo y los milagros de la amistad.
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual.
A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse.
En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles.
Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales.
Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso.
Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach.
Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad.
Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
Cuando encontré su tumba en el cementerio de Montparnasse, al leer su nombre en la lápida junto al de Simone, me puse a llorar.
No de pena, desde luego, aunque tanto echo de menos a ambos cada vez que vuelvo a París y recuerdo nuestras cenas en la calle del Odeon, las charlas interminables y las risas.
¿Cómo podría lamentarme por ellos, cuando tanto les admiré y tanto enriquecieron generosamente mi juventud?
No, supongo que lloré de gratitud y sobre todo de asombro. El asombro porque los que aún estamos ya no estamos del todo y de que aún siguen estando los que ya no están.
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