.En su autobiografía no siempre fidedigna -al fin y al cabo, no era perfecto- el edulcorado cantante y pésimo actor Eddie Fisher, su marido previo a Richard Burton, cuenta una anécdota preciosa.
Es una anécdota de despedida que define muy bien a la encantadora de serpientes y mujer de rompe y rasga que fue Elizabeth Taylor. "La vi por última vez a finales de los setenta. En el restaurante Sardi's.
Miré más allá de mi mesa y allí estaba ella, sentada cerca.
Nos sonreímos mutuamente, cálidamente, creo, y ciertamente sin rencor.
Por entonces ambos habíamos pasado por mucho.
Envié una botella de Dom Pérignon a su mesa.
Levantó su copa y formuló las palabras 'Mazel tov'. Aquello éramos nosotros, dos viejos judíos que se reunían".
El único viejo judío era Fisher: Taylor se había convertido años antes, cuando se casó con Mike Todd, que la dejó viudita.
Del tejado de zinc al panteón de oro
Maggie, la eterna
Belleza y estrellato: Ella
Liz Taylor
Los mejores ojos de Hollywood han sido británicos: Vivien Leigh, Jean Simmons y Elizabeth. Siempre lo he pensado, y si tuviera que elegir no sé, Vivien Leigh los tenía preciosos y expresivos Liz Taylor los tiene azul Violeta pero misteriosos, Jean Simmons, muy dulces, y una mirada muy particular.
En 1994, durante la ceremonia de los Oscar, tuve a Elizabeth Taylor a dos metros.
Ella, colosal en su pequeña estatura.
Acababa de recibir el premio humanitario Jean Hersholt por su trabajo contra el sida -su amistad con Rock Hudson la inició en ello- y, en el pequeño escenario, lo aferraba como quien empuña un lanzallamas.
Lo primero que te noqueaba era su mirada violeta -los mejores ojos del cine de Hollywood han sido británicos: Vivien Leigh, Jean Simmons, Elizabeth- y, lo segundo, su férreo carácter.
Un periodista se atrevió a preguntarle por un marido o así y ella le fulminó con su silencio. Era alguien.
Para empezar, fue buena actriz desde sus interpretaciones juveniles, lo continuó siendo a pesar de que no siempre tuvo a su alcance buenas películas que colmaran tanto su sed de Four Roses como de diamantes.
Pero Un lugar en el sol, El árbol de la vida, Gigante y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, cuatro grandes melodramas, siguen ahí.
Con ella y su energía.
Por no hablar de aquella hembra enfurecida -tenía en la cama a Paul Newman y este pensaba en su compañero de universidad, hay que entenderla- de La gata sobre el tejado de zinc.
Fue buena actriz, digo, pero era tan guapa que no podíamos verlo.
También fue buena madre, pero tuvo tantos maridos que no supimos ni nos dejó verlo. Maridos: el actor británico Michael Wilding (dos hijos); Nick Hilton (hijo de Conrad, fundador del imperio hotelero, tío abuelo de Paris: un memo; ningún hijo); Mike Todd, que la dejó viuda al estrellarse su avión mientras promocionaba su producción La vuelta al mundo en 80 días, en accidente de avión privado, que son más fardones pero más peligrosos que las líneas regulares (una hija, preciosa, Liza); Eddie Fisher (dos adulterios: uno porque él estaba casado con la arpía deliciosa Debbie Reynolds cuando se liaron; dos, porque le puso los cuernos con Richard Burton; ningún hijo); Richard Burton (dos matrimonios y una hija adoptiva, enferma de polio, Maria); y un político y un albañil, el primero un chorizo y el segundo una víctima de los excesos, como ella, a quien conoció fregando suelos en la clínica de rehabilitación Betty Ford.
Sobrevivió a todo: a la fama, a la belleza, al alcohol, a las pastillas, a los buenos enemigos y a los malos amigos, a las pasiones, y a sí misma.
Four Roses ahora mismo, jabata Elizabeth.
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