Hay puestas de sol que se comportan como incitación al viaje. También hay nubes al mediodía que relumbran con destellos de puertos lejanos, pero en este caso la estampa contiene un frenesí comercial, un amontonamiento de vasijas, fardos y huacales, un gentío de estibadores.
Sin embargo, cuando el sol se va por las grandes avenidas hacia poniente, la luz en las paredes te envuelve de un dulce destino de oleajes lentos en la orilla, de palmerales adormecidos, de un olor a hierba que crece hasta la noche violeta, y es como si esa luz imitara el canto de las sirenas.
Y sin embargo, conocemos las islas detenidas, la luz intacta sobre el colibrí en su trabajo. Conocemos también el tráfago de las ciudades portuarias. Conocemos el callado desierto. Conocemos el anonadado espejo de las constelaciones que de tanto parpadeo parecen impertérritas. La vigilia y el tránsito, pero también el día después y el siguiente día.
Vivimos, tal vez, para reconocernos entre esos vaivenes. Entre el primero, que nos arrojó con tal violencia al mundo que no lo recordamos, y el final, que nos arrojará también ciegos y sin memoria a lo inrecordable.
Publicado por José Carlos Cataño
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