Crónica entre bastidores de una velada en la que el cine sustituyó al 'bel canto' .
Plácido Domingo no inauguró el Teatro Real, lo desmentían anoche en los corrillos de la 25ª gala de los Premios Goya.
No fue la voz del tenor madrileño interpretando Divinas palabras la que primero sonó en la reapertura en 1997 del coliseo madrileño sino que fue un coro de cineastas que, de la mano de la entonces ministra de Cultura, Carmen Alborch, se marcaron a capela el repertorio de Miguel de Molina e Imperio Argentina en un escenario aún en obras y frente a un patio de butacas sin butacas.
Allí estaban Fernando Trueba, Ana Álvarez, Ariadna Gil, Penélope Cruz o José Luis García Sánchez y la voz cantante sobre el escenario la llevó Luis Alegre (escritor, cinéfilo insobornable y conciliador de tantas esquinas del cine español). Carmen Alborch se reía anoche confirmando la leyenda urbana: "Sí, fue el cine español el que inauguró este teatro.
Entonces ya nos temíamos que íbamos a perder las elecciones y se me ocurrió hacer aquí aquella reunión pensando que un elenco de gente del cine tenía que venir a ver el Real, fue una curiosa manera de crear complicidades con el mundo de la ópera".
La consagración de Agustí Villaronga
Aquel aquelarre bajo los imponentes techos de este edificio neoclásico selló ayer su pacto definitivo invocando esos eternos fantasmas (cuyas correrías incluyeron un misterioso apagón en el momento cumbre de la noche que dejó completamente a oscuras y sin comunicación la sala de prensa blindada en el sexto piso) que guarda todo teatro de ópera que se precie.
El patio de butacas del Real, más iluminado que de costumbre quizá para que nadie perdiera detalle, nunca albergó tantas historias por metro cuadrado, nunca vio tanto famoso en sus balcones y nunca sufrió tanta tensión por una gala festiva.
La seguridad se duplicó en las horas previas a la ceremonia, el temor a que los manifestantes convocados por Anonymous pudieran entrar en el teatro convirtió el acceso en una olla a presión.
Huevos e insultos, era una entrada inevitablemente tensa y desangelada porque el dispositivo policial se sumó a la lluvia y al frío.
Pocos salían a fumar, mejor hacerse una foto con el perro Pancho (mascota del patrocinador principal, Loterías del Estado), que, sentado en una butaca del vestíbulo principal, aguantó pacientemente los pellizcos y los achuchones nerviosos de buena parte de los invitados.
Hubo un control minucioso de documentos de identidad y de invitados, uno por uno, y quizá por eso muchos pensaron que la interrupción de Jaume Marquet Cuna, conocido como Jimmy Jump por su manera de burlar la seguridad de partidos de fútbol y de grandes acontecimientos, era un desafortunado gag y no un aún más desafortunado fallo en el control de seguridad.
Al final no fue un internauta el que rompió la noche sino un triste payaso.
Tenía que ser una gala diferente, quizá demasiado diferente.
Y por eso todo parecía poco, había rumores de invitados estrella que nunca llegaron (Salma Hayek y ¿Robert de Niro?) y ni las más impactantes invitadas (Ana Belén de un rojo intenso "a tono", explicó ella, con la noche; o Najwa Nimri, envuelta en un vestido de encaje de Dolce&Gabbana) parecían suficiente.
Eso que llaman el marco incomparable a veces es un arma de doble filo.
Quizá también por ello la jerarquía de la noche resultó algo confusa.
De todas las entradas, impactó la de Norman Foster y Elena Ochoa.
Él con una chaqueta de terciopelo berenjena y un jersey negro de cuello alto perfecto y ella con un collar-escultura de oro.
La estampa resultaba tan regia que inevitablemente contrastaba con demasiados brillantes alquilados y demasiadas galas tan reconocibles como impersonales.
Los candidatos al mejor documental (lo ganó la película de Pasqual Maragall sobre el alzhéimer) tenían un sitio de honor en el patio.
Las 600 butacas de la platea reunieron a todos los candidatos de la noche y en los palcos (muchos inutilizados por las cámaras) nunca se había visto tanto ídolo de la televisión. En el paraíso, como se llama al gallinero del Real, Luis Miñarro (un radical del cine de autor) buscaba su asiento.
Alex de la Iglesia (entre la ministra Ángeles González-Sinde y la vicepresidenta Elena Salgado) entró tarde y además tardó en sentarse.
Saludó a unos y a otros, subió y bajó por el pasillo mientras González-Sinde permanecía quieta en su asiento.
El nervio del cineasta contrastaba con la aparente tranquilidad de la ministra, que se entretenía ensimismada en la pantalla de su teléfono móvil.
Solo la interrumpió de su juego de pulgares el abrazo de Javier Bardem, que alargó la mano a Elena Salgado y charló con González-Sinde antes de sentarse con su madre en la primera fila.
El actor pasó fugaz por la carpa, por la alfombra roja y por el vestíbulo, y quizá le hubiera gustado también pasar fugazmente por una gala que se hizo tediosa y larga.
Una fiesta de la que se esperaban demasiadas emociones, demasiados gestos y acaso demasiadas ilusiones.
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