El hambre ni siquiera es lo peor.
La rutina de la desolación termina por anular el apetito, y las encías desdentadas, entumecidas por la falta de uso, no echan de menos el alimento.
Más duro es el frío, la sensación de intemperie, el desahucio que desemboca en un túnel en perpetua construcción, una oscuridad húmeda, polvorienta, que ha perdido la memoria de la luz.
Pero lo que más duele es la resignación, la conformidad que medra entre los cascotes para invadir el espacio de la acción, de la imaginación, de la audacia, como una planta raquítica de hojas carnívoras y tenaces, sus dientecitos grisáceos, minúsculos, devorándolo todo a su paso.
En la resignación que impone la pobreza, la ambición es una broma, la esperanza, una ingenuidad, y la voluntad, un estorbo.
Por eso, todo sucede al revés, siguiendo una lógica perversa que culmina la proeza de empeorar lo peor.
Los que no tienen nada se comportan como si no mereciera la pena cansarse para conseguir un poco.
Los que tienen ese poco, están cansados ya de defenderlo, de invertir todos sus esfuerzos en fortificar la miserable parcelita que no están dispuestos a compartir con nadie.
La suma de muchos pequeños instintos individuales de supervivencia, destruye cualquier perspectiva de éxito colectivo antes de que llegue a formularse siquiera.
Esta actitud no solo favorece a los ricos, cada día más gordos, más orondos mientras contemplan el pequeño circo donde se despedazan entre sí los harapientos gladiadores.
También, y en la misma proporción, incrementa el desamparo, la tristeza, el frío de los pobres.
Un refrán dice que no hay mal que cien años dure, pero no se sabe nada de los que duran 80, o 90 años.
Un año de estos, ante unas elecciones municipales y autonómicas como las que se avecinan, los madrileños de izquierdas estaremos en condiciones de inventarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario