"Me llamaron blasfema porque protesté"
Confinada en una celda aislada pasa los días Asia Bibi, la mujer cristiana condenada a la horca por blasfemia en Pakistán.
Esa habitación de tres por tres metros es el destino de los condenados a muerte desde que se dicta sentencia hasta que se consuma.
Bibi ha estado allí los últimos tres meses de los 20 que lleva recluida. El edificio, ahora pintado de rosa, es herencia de la colonia británica y está en la ciudad de Sheikhupura, a unos 50 kilómetros de Lahore, al noroeste de Pakistán. Bibi sale en muy pocas ocasiones de su celda.
Cada vez menos. Las amenazas de muerte de los extremistas o de atacar la prisión son cada vez más reales. Sobre todo desde que en enero pasado mataran al gobernador del Estado, Salman Taseer, justo por defenderla.
La cabeza de Bibi tiene precio: 4.400 euros ha ofrecido un clérigo radical. Pero la mujer parece optimista y fuerte: "Confío en que Dios escuchará mis plegarias, me ayudará a salir de aquí y volveré con mi familia a mi casa", dice nada más dar un fuerte apretón con su mano helada a la periodista.
Bibi recibe a El PAÍS en exclusiva.
Tras el asesinato del gobernador no se ha concedido ningún permiso para hablar con ella. Aunque el superintendente de la prisión no la deja sola y presiona constantemente con el tiempo.
"Confío en que Dios me ayudará a salir de aquí y volveré con mi familia"
Su marido e hijos están amenazados: "Me preocupan más ellos que yo"
Bibi se quita el pañuelo que le cubría la cara y esboza una sonrisa a modo de saludo.
Su cara redonda y morena aparenta menos edad de los 45 años que tiene.
Explica que las horas le parecen eternas: "No hay mucho que hacer en la prisión".
Sus únicas ocupaciones son leer la Biblia y otros textos religiosos y cocinarse sus tres comidas diarias, asegura.
"Por la mañana me hago un té y para el mediodía algo de verduras, pollo y pan.
Me han improvisado en la celda una pequeña cocina", cuenta.
Lo hace para ayudar a pasar el tiempo y se apresura a decir que las autoridades de la prisión la tratan bien. ¿Y si no estuviera aquí elrintendente? "Lo diría también", asegura con la ayuda de un traductor del urdu al inglés.
Bibi atribuye su castigo a la "mala suerte".
Niega en redondo las acusaciones. "Yo no cometí blasfemia. Nunca hablaría en contra del Profeta. Y creo que Dios ha visto todo y al final las cosas volverán a su lugar", señala con voz suave, pero firme.
Dice que fue acusada de blasfema por tener problemas con algunas personas de su aldea, que la discriminaban a ella y a su familia por ser los únicos cristianos del pueblo.
"Un día protesté ante el recolector de impuestos porque dejaba a sus animales libres y hacían destrozos en mi casa.
Él me insultó y desde ahí comenzó una campaña contra mi", recuerda.
Bibi trabajaba como jornalera en el campo y un día, recogiendo frutas en una plantación, ofreció agua a las otras mujeres.
Dos de ellas se negaron. "Me dijeron que no podían tomar del mismo cubo que una cristiana y comenzó una discusión entre nosotras, pero nunca blasfemé".
Cinco días después, el imán local la acusó en la comisaría y comenzó el calvario que la ha dejado en esta prisión donde es la única condenada a muerte entre 2.400 presos, el 95% hombres.
Bibi, como sus defensores, asegura que el proceso judicial se ha visto afectado por la presión islamista.
A Bibi solo se le humedecen sus ojos negros cuando piensa en su familia. "Estoy más preocupada por ellos que por mí.
He oído los rumores de que también están amenazados de muerte", explica.
Su esposo no falta cada semana a visitarla y siempre lleva consigo a alguno de sus hijos. A pesar de que esas visitas le dan mucha alegría, Bibi le pide que venga menos, cada dos semanas.
Sabe que cada visita es un riesgo. Su familia no le informa completamente de todo lo que pasa por no preocuparla y le insisten en que todo va bien.
A quien más echa de menos es a su hija menor, Isham, de 12 años. "Es mi alegría, una niña muy buena, muy sonriente, y me duele mucho no verla crecer", dice mirándose las manos, que aprieta fuertemente.
La vida de toda la familia ha cambiado.
El padre y los hijos están huyendo. No pueden trabajar ni ir a la escuela. Antes del asesinato del gobernador era difícil, pero posible, entrevistarlos. Ahora no.
Se han vuelto uno de los objetivos principales de los radicales.
Están protegidos y reciben alimentos del Ministerio de Minorías y de algunos grupos cristianos.
Bibi quiere seguir hablando, pero tras 20 minutos de entrevista el superintendente dice basta.
Le ordena a la carcelera, cuyos ojos asoman tras un pañuelo marrón, que se la lleve. Bibi se vuelve a tapar la cara y se levanta de la silla.
Lo tiene asumido: "Tengo que afrontar esta prueba con paciencia y con coraje", comenta.
El proceso judicial puede durar años. Su defensa apeló la pena capital, pero nadie sabe cuándo será la próxima audiencia.
Muchos piensan que lo mejor es esperar algún tiempo a que se calmen los ánimos. Por ahora, Bibi vuelve a su fría celda.
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