I
Cuando me propusieron que me encontrara aquí con ustedes para hablarles acerca de la narrativa de las islas Canarias en relación con el tema del mar, mi primer pensamiento fue: Pero si de eso no hay nada.
En la poesía sí, todo el tiempo, pero en la narrativa... Sin embargo me dirigí a la balda en la que he dispuesto la narrativa de Canarias y de inmediato salí de mi desconcierto.
La verdad es que nunca me había planteado la narrativa insular desde el punto de vista de la presencia del mar en ella, pero incluso uno de nuestros clásicos recientes lleva el mar, al menos aparentemente[i], por título: "Mararía", de Rafael Arozarena.
Y, bien pensado, la presencia del mar en la narrativa de las islas es algo obligatorio e inevitable, aunque sólo fuera como parte del decorado, de la puesta en escena de las narraciones.
En La Palma, como en el resto de las islas, es raro el lugar desde el que no se atisbe un resquicio de mar; es tan raro que en cuanto nos adentramos en un paisaje que no contiene su presencia en alguna de sus perspectivas, nos extrañamos; miramos alrededor y nos preguntamos la razón de nuestra extrañeza.
Y si no la descubrimos nos sobrecogemos de un modo diríase que existencial.
El único lugar de la isla de La Palma en el que a bien seguro no se atisba el mar es el interior de la Caldera de Taburiente, y es un Parque Nacional, y está deshabitado.
Es como si nunca nadie hubiese estado allí.
Ahí radica gran parte de su poder de seducción, de su fuerza y de su interés para nosotros: nunca nadie estuvo allí y no se atisba el mar.
En cualquier caso -no se nos escape-, diríase que en ambos casos se trata de la presencia o la ausencia de una misma cosa.
No será de extrañar que esta ambivalencia se encuentre también en la narrativa de las islas, y no sólo en fragmentos breves o aislados dentro de las obras.
Por un lado se trata de un elemento presente en la cotidianidad de los personajes, pero, además, su ausencia producirá en ellos (y en el lector) todo tipo de emociones.
Cómo soslayarlo. Sirva esto como la más amplia y generalizadora de las reflexiones. El mar cuando está y cuando no está.
Si hablamos de su presencia, en el inicio, sólo tenemos que seguir paseando la mirada por el lomo de los libros dispuestos en la mencionada balda. Encontraremos títulos explícita o implícitamente marinos: "La lapa", "El mar de la fortuna", "El camarote de la memoria", "Las mareas brujas", "El velero libertad", "La playa del horizonte..." Y estos son obras de autores tan relevantes en nuestra narrativa como Ángel Guerra, León Barreto, Agustín Díaz Pacheco, Víctor Álamo de la Rosa o Juan Cruz Ruiz. La presencia del mar es, pues, manifiesta.
Los autores lo ponen por delante, en la portada de sus libros.
Sin embargo, si atendemos al contenido de estas y otras obras, en un conjunto mayor de los títulos relevantes de nuestra narrativa (estoy pensando ahora en Alfonso García Ramos y su "Guad", en "Nos dejaron el muerto", de Víctor Ramírez, en "Los puercos de Circe", de Luis Alemany, así como en el resto de las obras de los autores antes citados), descubrimos que el mar, normalmente, permanece implícito en el relato, no tanto por ausente -como veíamos antes- sino por presente en el carácter de lo que acaece en la historia, en la personalidad de sus personajes y su peripecia, en el reflejo que el cuento y la novela hace de lo que es un concepto muy específico de nuestra insularidad. Incluso cuando no se habla de él o aparece como parte del mero paisaje, el mar lo condiciona todo en la historia.
Nada podría suceder en el relato, nada se comprende en él, sin esa insularidad que se describe por activa y por pasiva.
Y la insularidad es mar, claro. En este caso hasta los objetos son mar, pertenecen a la isla o han llegado en barco.
Los personajes son de dentro o han venido de fuera; quieren quedarse o marcharse. Ahí queda el hermoso principio de "Guad", de García Ramos, con el personaje arribando a la isla procedente del norte de España, el callejear por la ciudad, la tasca marina en la que come; pero también infinidad de instantes de "Las espiritistas de Telde", de León Barreto.
En otras obras, sin embargo, el mar "forma parte" de la propia peripecia -"Nacaría", de Sabas Martín-, o "es" la peripecia; como en el caso de aquellas novelas que relatan sucesos que acaecen directamente en medio de éste: "El camarote de la memoria", de Díaz Pacheco, o "El velero Libertad", de León Barreto.
Pero éstas son las menos, aunque en Canarias se esté dando una suerte de subgénero de narraciones que tratan el tema de nuestra emigración a América, y autores incluso foráneos se han sumado a esta tendencia en alguna de sus obras[del mismo modo que comienza a haber una literatura que recoge la actual emigración desde África a Canarias, una literatura practicada tanto por autores insulares como de otros lugares.
Cuando el mar "es" la peripecia, baña y cerca todo en la narración.
No podría ser de otro modo. Asfixia a sus personajes, los zarandea a su antojo, los obliga a vivir en su vaivén. "El camarote de la memoria" arranca así: "Contaban los viajeros que las naves se detenían en alta mar.
El asombro tensaba cuerpos, acallaba mástiles y velas, y sobrecogidos por el paisaje que se divisaba, escogían la solidez de las regalas de babor o estribor."
Entonces la presencia del mar es marmórea, una realidad contundente. Aunque a menudo produzca visiones en los tripulantes: "Boquiabrían la imaginación y por su cerebro corría una voz espectral", que diría también Díaz Pacheco.
El mar como realidad sólida y amenazante que produce todo tipo de delirios mentales en los personajes.
El mar como fuente de imaginación, aunque involuntaria.
A partir de ese momento, el mar puede erigirse en metáfora, pero hay aún otras narraciones en las que su presencia está dotada de un mayor carácter simbólico, o se erige en anhelo para el personaje y leitmotiv para el lector.
Es el caso de "La lapa", de Ángel Guerra. El texto más antiguo de los que vamos a tratar aquí: 1908. Y que en la edición de Cátedra aparece con el definitorio subtítulo de La novela canaria. Nada menos.
Una lapa es un molusco prácticamente redondo, de unos dos o tres centímetros de diámetro -si mi ojo de mal cubero no me engaña-, y que se encuentra sujeto a las rocas en el fondo marino.
Cuando yo era niño, muchos tenían la afición de ir a cogerlas; gafas, tubo, aletas y una espátula o lapero, con los que se sumergían unos metros y las despegaban de donde se encontrasen.
Luego lo de coger lapas se convirtió en ilegal, había que protegerlas del esquilme.
Pero en "La lapa", de Ángel Guerra, se trata de un apodo (algo muy de nuestra tierra, también, encasquetarle un "nombrete" a la gente, aludiendo muchas veces a algún aspecto de su vida; nombretes que se heredan pasando de padres a hijos).
Es el apodo de un mendigo ciego, Martín, cuya historia se nos narrará desde niño hasta su actual situación.
Si al principio pudiera parecer que el apodo se le ha impuesto por su suciedad y por tenerle miedo al agua ("-Martín: ¿vaya una roña! En la cara una costra de tierra de a palmo y la ropa cayéndose a pedazos del peso de la mugre. ¿Por qué no te bañas? Agua no falta. ¡Hay tanta en el mar!"), es decir, por ser todo lo contrario que una lapa, y sin embargo tener la tierra pegada a la cara como "una costra", en cuanto empieza el relato de su infancia descubrimos que a los siete años ya era un enamorado del mar, y que lo anhelaba desde su cama porque su padre, el molinero, no lo dejaba alejarse del molino, correr hasta la playa allí cercana y zambullirse en él.
Poco después, Martín tiene la desgracia de perder a su padre en un accidente.
Un tío suyo, al que ni siquiera conoce, llega para llevárselo a él y a su hermana al interior de la isla, por caminos polvorientos e incómodos que vapulean sus carnes y los matan de sed. Martín sufre a medida que se aleja del mar.
A cada paso que da regresa la mirada y cuando lo pierde de vista se abate.
Una vez en el interior debe ocuparse de las cabras, en un lugar desde donde el mar no se atisba. No sólo tiene que vivir lejos de él. Ni siquiera puede verlo en la lejanía. En una ocasión lo escucha, allá abajo, y sale corriendo por una ladera con la esperanza de alcanzar un lugar desde el que poder avistarlo, pero no lo consigue.
Todo ello es el inicio de un grave descuido que le cuesta que su tía, que bastante tiene con sacar adelante a sus propios hijos, lo eche de la casa como a un perro. Y a Martín, un niño pequeño, no le queda más remedio que hacerse hombre en el instante de tomar una decisión: regresar por sus propios medios a la costa.
Así que echa a andar, se aleja del mal cobijo de su familia y toma la dirección del lugar donde nació.
El instante en el que, fatigado del camino, vuelve a atisbar el horizonte, es absolutamente glorioso para él.
Luego se convierte en marinero.
Y se casa, y tiene a su mujer embarazada de lo que cree que será un hijo varón (Martín, lo llamará, y le parece un milagro que su nombre contenga la palabra mar, porque espera que su hijo sea un buen marino como él), cuando, en medio de una noche oscura, su embarcación naufraga.
Y sin saber cómo, una ola lo eleva y lo lanza sobre una peña mientras el barco se hunde con el resto de la tripulación.
Es en este momento, el clímax del relato, donde descubrimos el verdadero origen del apodo de Martín, mendigo ciego que le teme al mar y reniega del agua: un hombre naufragado en lo alto de una peña inhóspita.
Cuando clarea Martín reconoce el lugar en el que se encuentra y comprende que difícilmente podrá salir de ahí.
Ninguna embarcación podrá acercarse tanto como para saltar a ella, y tirarse al mar sería un suicidio.
Además, nadie sabe que está en ese lugar, por mucho que grite no lo van a oír, y tampoco pasarán tan cerca del peñasco como para verlo.
Cómo Martín pierde la visión y a pesar de todo consigue salvarse y convertirse en un mendigo ciego apodado "la lapa" es el desenlace de la historia, que lo dejamos a su lectura.
Sirva añadir que La lapa es un melodrama estupendo que les recomiendo vivamente.
Pero en tan sólo ochenta páginas La lapa contiene todos los elementos recurrentes en la narrativa canaria cuando se piensa ésta en relación con el tema del mar. Está el retrato de la insularidad -que alude implícitamente a la existencia de éste cercando la sociedad toda- en la vida de Martín, su padre y su hermana en el molino; en la peripecia de Martín y su hermana viajando al interior de la isla con su tío; en lo que sabemos de la hermana, a quien le gusta callejear por el puerto, entrar en sus tiendas, coquetear con los hombres hasta que necesita un marido y se casa.
Pero está también el mar como anhelo, como vocación y manera de entender la vida, y el extremo contrario: el mar que se convierte en pesadilla de por vida, cuya existencia atenaza al personaje hasta el punto de no querer bañarse.
Y en medio de todo, la peripecia marina, la parte del relato en la que el mar, como una losa, es presencia ineluctable.
Y de remanso de paz se torna en fiero y propina un atroz zarpazo al protagonista. Y a su merced lo hace delirar de sed y desesperación.
Pero hay en la literatura escrita en Canarias un ejemplo aún más sugerente, telúrico y simbólico en la utilización del mar.
Me refiero al propuesto por los fetasianos Isaac de Vega y Rafael Arozarena, el primero en su debut como novelista, "Fetasa" (1955), título que precisamente da nombre a su grupo literario, y el segundo en un cuento que -confieso- es de mi debilidad: "El extraño caso del timonel" (1960)[v].
Aquí el mar es otra cosa, que se aleja de la realidad y penetra el territorio del mito. Pero un mito, además, coincidente: Orfeo.
La hipnótica peripecia de Fetasa nos sitúa, con su protagonista, al borde de un mar que no parece el mar y que, posteriormente, descubrimos que al menos no es el mar que rodea una isla, pues el personaje, de pronto, en medio del relato, emerge y se sorprende al encontrarse aislado, ahora sí, rodeado por el océano.
En otro orden de cosas, los tiempos verbales son vacilantes, como si el personaje no se encontrase ni en el presente ni en el pasado ni en el futuro; sino, acaso, en un lugar indeterminado entre la vida y la muerte.
De hecho, "un anciano venerable, vestido con una especie de túnica, impolutamente blanca" -que le lanza miradas tranquilizadoras mientras escribe en un libro de registro-, le habla en clave acerca de la muerte, le dice que es sólo un cambio de dirección en la vida y le ruega que se sumerja en los restos de un velero, donde a todas luces se ahoga. Si ya estaba muerto, vuelve a morir; esa doble muerte órfica.
Y tras revivir de nuevo se ha de someter a un extraño Caronte, despiadado, único habitante de una isla incierta -trasunto de isla canaria deshabitada- cuyo mar es laguna Estigia que todo lo rodea, y que impide su escapatoria.
El mar como laguna Estigia, ¡tremendo hallazgo! Que además comparte "El extraño caso del timonel", cuento de apenas seis o siete páginas de su compinche Rafael Arozarena, y que cuenta desde una sutilísima socarronería una curiosa historia detectivesca.
Continuamente sabemos de personas que llegan a Canarias y, de pronto, como si hubiesen encontrado su "lugar en el mundo", deciden quedarse para siempre.
En todas las islas Canarias hay residentes de Alemania, la Península Ibérica, Italia, etc., que un día llegaron y se sintieron, dicen "atrapados por la belleza del lugar".
En la isla, el mar lo circunda todo.
El círculo que es la más perfecta de las formas laberínto
No es el mar, ni la isla; es el círculo.
NICOLÁS MELINI
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