La salud es, para bien o para mal, una referencia central en la cultura. Y al revés: la atención o desatención a la salud produce un estilo u otro de creación, de creatividad, de ingenio y de ganas o desganas de vivir, a uno u otro precio.
Durante mucho tiempo, tiempo romántico y de plagas, de sífilis y tuberculosis, grandes jaquecas y desmayos, los sujetos cultos no podían mostrarse sanos ante los demás sin afrontar el riesgo de parecer superficiales.
Como decían los jóvenes universitarios españoles para descalificar a ciertas mujeres de antes: "Será guapa, pero es superficial".
La superficialidad indicaba, aun inconscientemente, una oposición entre apariencia y esencia que, naturalmente, fue cayendo en ridículo a medida en que la mujer guapa y lista fue yendo a más.
Desde entonces, aunque con ciertos vaivenes, se podía nadar como Kafka y sumergirse también en las profundidades del alma sin contradicción alguna.
Hoy mismo se puede ser un Nobel, como Vargas Llosa, y correr varios kilómetros diarios (hasta hace poco).
Acicalarse, muscularse, embellecerse no perjudica la inspiración al escribir o al pintar. Más bien al contrario, los autores que transpiran, los más astrosos y malolientes favorecen un concepto negativo de su funcionamiento neuronal y de su consecuente lucidez para examinar el mundo.
Hay, sin embargo, una importante pega en este desarrollo saludable y es el desaforado énfasis que la nueva cultura ha puesto en estar sanos. No solo las recomendaciones contra la obesidad repercuten en una mala conciencia del obeso, sino que desarrollan una autoconciencia negativa como efecto de un entorno que le juzga con la mayor severidad. De este modo, estar gordo representa no solo soportar el peso de los kilos de más sino el pesar de ser estimado negativamente, física y moralmente.
Y lo mismo puede ya pensarse del fumador que si en las películas aparece representando al malvado, en la vida común se le estima como el ser incapaz de vencer el vicio y declararse tristemente impotente ante la dificultad.
Los escritores o los pintores de antes no padecían estos hipertrofiados problemas respecto al tabaco, la bebida, la droga o cualesquiera estupefacientes que se propusieran consumir.
El paso crítico en que nos encontramos viene a ser, paradójicamente, el superprestigio de la medicina y el descrédito del enfermo. ¿Enfermos? ¿Desgraciados?
Un grupo de médicos norteamericanos, comandados por el psiquiatra Jonathan Metzl ha redactado un libro (Against health. How health became the new morality Contra la salud. Cómo la salud ha llegado a convertirse en la nueva moralidad) o manifiesto contra la psicosis de comer, dormir, amar o celebrar juergas por las noches.
Frente a la idea de que se está mejor delgado que gordo, abstemio que bebiendo un trago o disciplinado que desordenado, esta patrulla de médicos de la Universidad de Nueva York pretende romper la actual y férrea ecuación que asocia estas prevenciones con el logro de la felicidad.
Los gordos, los fumadores empedernidos y aun los bebedores pueden ser, y a menudo lo son, más dichosos que los bruñidos modelos de la enigmática prescripción sanitaria.
Y enigmática porque de nuevo, los laboratorios y sus cómplices comerciales se hallan detrás, enmascarados en la invención de enfermedades, en la divulgación del miedo a enfermar o en la exaltación de la salud como fuente de todas las dichas.
Ni una cosa ni otra, pero puesto que estamos en esta cosa "del no y el no", la reacción saludable, mira por donde, viene ahora probablemente "del sí y el sí".
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