Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

12 ene 2011

Salgo a la Calle....

Salgo a la calle. Qué extraños son los rostros que veo al pasar. Una hoja caída, la medialuna en lo alto de los cirros, el aire cálido..., no puede decirse que me provoquen desagrado en lo que dura el trayecto; todo lo contrario. Pero la gente. La gente.


Esta mañana había como un hervor de primavera y esa sensación ha durado hasta ahora, que ya es de noche. En una librería en la que he entrado, a pesar de mi propósito de seguir por la acera, hay alguien que le vende a la dependienta no sé qué performance lírica en un museo de historia. "Esta vez no tendrás excusas para no acudir" -oigo que le dice en catalán-. Durará hasta las diez de la noche..." Le suelta una ristra de nombres. Escucho el de un antiguo conocido.
La dependienta se limita a contestar que sí, que irá; además, le queda cerca de casa. Ya estoy a punto de comprar El arte de envejecer. Suelto el librito de Schopenhauer. A Schopenhauer lo lee uno a veces para alimentarse de argumentos, cuando basta con apartarse de los rostros y sentirse.

Otra vez en la calle. Los bares vacíos; en las terrazas, mujeres que fuman. No he visto tanto fumador con el rostro bronceado como en los días últimos. En cuanto voy reparando en la gente -la gente, la gente, me repica la conciencia-, mis pies ya no saben por dónde transitan, si por el pretil, la loseta o el asfalto.

Finalmente voy a sentirme más en casa en tránsito que en esta ciudad, tan amable y bella, tan de punta en blanco con sus trasfondos de agua inerte, podrida. Finalmente voy a sentir más como lo mío una calleja de Estocolmo o de Liubliana. Aunque el tema no sea sentir nada como de uno, sino cómo encauzar el vértigo mientras me alejo.

Con la cantidad de cosas que uno de pequeño quiso ser, con todas las que mantuvo en sus ensoñaciones de pubertad, y nunca se le pasó por la cabeza ser un ajeno. A lo mejor estaba, el sentirse ajeno -ese sufrimiento ante el Otro-, disfrazado con las selvas de Nueva Guinea, con los hidroaviones que pilotaba por el Pacífico, con aquellos reductos en lo alto del monte, el pensamiento lleno de océano encandilado.

Publicado por José Carlos Cataño

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