No sé por qué han llegado por sorpresa a mis ojos
los confusos recuerdos que guardo de cuando perdí la cabeza.
No por una mujer, ni bajo la inclemencia de la guillotina
en pleno fervor revolucionario, con las masas exultantes
entonando canciones y bebiendo junto al fuego en invierno.
No, sino que más bien la perdí literalmente; la dejé olvidada
en un verso de un poema que no sabía resolver
y seguí mi camino, ya descabezado, hacia el olvido.
Mucho después, cuando la pude recobrar,
supe que iba de una lugar a otro y que la gente se asustaba,
y los niños salían despavoridos llamando a sus padres.
Me llevaron primero a un hospital psiquiátrico
donde me sometieron a un duro tratamiento
de retorno por inducción que no dio resultado.
Después, según parece, me mandaron a la cárcel
por indocumentado y provocador pasivo.
Pero tuvieron que ponerme en libertad,
porque parecía que, condenado a muerte,
en el momento de la ejecución
les había salido una chapuza.
Con el tiempo, observando, me dicen,
que en realidad yo era pacífico,
estuvieron a punto de donarme a un laboratorio
de expertos en rehacer cabezas.
Hasta que una mañana, reluciente y risueña,
-según cuenta mi abuela que estaba siempre al loro-
se escuchó a mi cabeza pronunciando con énfasis:
¡De un eterno dormir a silente vigía!
-era el verso causante de todo aquel enredo-
Debajo estaba yo, según dice mi abuela,
completo y sin secuelas aparentes.
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