Día de fronteras. Podíamos haber acabado dando un paseo en avioneta, o en Ljubljana. Pero nos llegamos hasta Rovigno, a unos cien kilómetros de Trieste. Así que pasamos por la raya italiana y eslovena, que no tienen ya ningún sentido, y tuvimos que identificarnos en la garita croata. Al fin y al cabo, no hicimos más que introducirnos unos milímetros en Istria.
En el conglomerado de la zona, tomando como referencia Trieste, qué poca importancia tienen, en realidad, que aquello sea Eslovenia o aquello otro Croacia. Forma parte de la particularidad del territorio, no sólo unos idiomas compartidos -triestino, esloveno, serbocroata-, sino un pasado por el que navegaba mientras el coche ponía rumbo al este y viraba, después, hacia el sur. Dominios vénetos, como las torres de las iglesias. Dominios austríacos, y austrohúngaros, con todas las subdivisiones habidas y por haber un poco antes del bonapartismo y, en sucesivas decadencias, hasta la década de los 50 del siglo pasado, y hasta el momento de la Europa comunitaria.
Qué alivio, por cierto, en Croacia, poder fumar en los bares hasta sentir náusea y remordimiento. Qué alegría, la ausencia de diseño. Encontrarse con personas y no con tribus.
Dieciséis de diciembre finalmente en tierra de nadie. Con un frío despiadado que hacía caso omiso del abrigo y me hería. Grajos y gaviotas sobre los cipreses y los mástiles de los navíos, y toda la tierra para mí por delante.
Publicado por José Carlos Cataño
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