No sé si ustedes empiezan a estar tan hartos del asunto Wikileaks como yo lo estoy. Y no tanto de las revelaciones en sí, que son un bombazo informativo -bien por EL PAÍS- pese a tener tan poca chicha (ya se sabe que la mayoría de las informaciones son meros cotilleos a nivel mundial, lo que piensa Menganito de Zutanito o la cutre mentira que contó Fulanito), sino por esa especie de comedura de coco en la que hemos entrado todos, de manera que, desde hace una semana, no hay articulista que no intente añadir su pildorilla ingeniosa al asunto, y véase el ejemplo, mismamente.
Es como si de repente el planeta entero se hubiera convertido en una versión monumental de Sálvame, en un morboso mercadeo de indiscreciones mediocres. Por no hablar de Assange, que comienza a dar un poquito de miedo. Porque es imposible manejar ese súbito poder casi absoluto, ese tsunami de celebridad mundial, sin que te afecte malamente la cabeza (ya está dando síntomas de ello). Aun así, el saldo sigue siendo positivo. Por los dos o tres datos interesantes que han salido a la luz. Por evidenciar la caspa general de los políticos. Y porque, como decía Gramsci, la verdad siempre es revolucionaria, y aunque yo ya no creo en revoluciones (en esas revoluciones, por lo menos), sí sigo creyendo en que la verdad nos hace más libres.
Pero lo mejor de Wikileaks no tiene que ver con las minucias que revela, sino con el modelo de sociedad que evidencia.
Desde que comenzó la era electrónica se está hablando del oscuro y aplastante poder de la tecnología para controlar al ciudadano. Películas y novelas han dibujado aterradoras antiutopías de individuos manejados como peleles por los mega-Gobiernos.
Pero Wikileaks demuestra que esta tecnología es mucho más abierta, más democrática; que está llena de agujeros y alejada de la perfección, como todo lo humano.
O sea: los ciudadanos también podemos vigilar al Gran Hermano.
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