Hace unos años tuve la oportunidad de visitar los campos de refugiados saharauis en Tinduf. Acompañaba a una ONG asturiana formada por profesores para escribir un reportaje sobre las actividades que estaban llevando a cabo en varias escuelas de los campamentos. Era una de esas mini-ONG, con más voluntad que medios, cuya totalidad de afiliados cabía en un taxi. Habían conseguido que un ayuntamiento de una de las principales ciudades asturianas les donara un autobús urbano, viejo y descatalogado, y con él, viajando por carretera, pretendíamos llegar hasta Tinduf para entregarlo a las autoridades saharauis.
Pero el autobús era tan, tan viejo, que gastaba más aceite que gasoil y se rompía cada 100 kilómetros (me pregunté muchas veces por la hipocresía de las administraciones públicas que donan chatarra o humo, inservible luego para el fin buscado, pero que contribuye a engordar listados de ayuda solidaria en los informes anuales y a lavar así sus conciencias; pero esa es otra historia).
El caso el que el vehículo murió definitivamente en un punto intermedio del desierto argelino y nosotros tuvimos que refugiarnos dos días con una guarnición del ejército de ese país hasta que un par de Land-Rover del Polisario vinieron a buscarnos y con ellos, pero sin la ayuda solidaria, llegamos a Tinduf, donde los miembros de la ONG iban a desarrollar un programa de cooperación en escuelas durante un mes.
El primer sentimiento que te asalta al llegar a los campamentos es el horror. El horror de pensar que hay seres humanos obligados a vivir desde hace 35 años en un pedregal calcinado y desértico. La hamada, la zona más dura, inhóspita y estéril del desierto del Sahara. Un infierno donde nadie querría pasar más de 24 horas.
Luego otra palabra te sustituye a la anterior: dignidad. La dignidad de un pueblo para organizarse en semejantes circunstancias.
Aunque no es una Arcadia feliz y existen desigualdades sociales y problemas internos, los saharauis han logrado instalar granjas de pollos, servicios médicos, un sistema de distribución de los alimentos de la ayuda internacional, hospitales, escuelas, oftalmólogos, pequeños negocios de comestibles y tabaco y transporte público en un paisaje lunar donde nada levanta más de un palmo de la calcinada tierra. Un ejemplo de supervivencia en la nada más absoluta.
Marruecos es un gran país. Pero lamentablemente está en manos de una monarquía absolutista y medieval. Ya se que por desgracia la realpolitik juega a su favor. Pero ¿qué cantidad de veneno estamos obligados a tragar con tal de no irritar a una dictadura, por muy vecina y estratégica para nuestros intereses que sea?
Estas fotos pertenecen a aquel reportaje.
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