Sobre la superficie de los objetos, entre las fisuras de las instalaciones, en las rendijas de las ventanas y puertas, bajo las camas o sobre las cómodas, entre las sábanas o alrededor de los frascos, en las repisas del lavabo o en los lomos de los libros, sobre los cristales y la cubertería, en el teclado del ordenador o en los tejidos de todas las prendas se deposita, tarde o temprano, la suciedad. El polvo, el pringue, la bardoma, la pelusa o la mancha van pegándose a la silueta de los incontables elementos con quienes convivimos, inertes o no, para crear una atmósfera impregnada por la roña en sus diferentes grados de inmundicia.
Aquello que con rotundidad nos aparece como porquería no presenta problema sensual o conceptual alguno. La cochinería posee su propio universo, su flora y su zoología. Constituye, en suma, un sistema concreto cuyos vectores contribuyen a presentarlo sin ninguna confusión y al margen de toda disertación minuciosa. Sin embargo, el ser limpio y su polivalente antagonista, el lucir de la cosa y sus diferentes grados de luz en el mismo emplazamiento, crea un abanico con sus diferentes niveles, intensidades y connotaciones. Connotan, en fin, con las infinitas escalas entre la alegría y la tristeza, la animación y la depresión, el amor y la indiferencia.
La gama que se extiende desde lo limpio a lo que no está limpio absolutamente discurre sobre interpretaciones de muy diferentes géneros y calificaciones polisémicas. Especialmente, la mujer, la mujer limpia, ha venido siendo, incluso biológicamente, la guía fundamental para establecer el estado de la limpieza. Hay, desde luego, mujeres limpias que sin defecto biológico alguno, no alcanzan, sin embargo, a percibir la limpieza plena. Sus hogares relucen ante la mirada profana pero son descalificados cuando comparece el tipo de mujer limpia absoluta (como de oído absoluto) en la que casi se funde su extraordinaria pulcritud con la neurastenia.
Esta mujer, eminentemente limpia, reina de los chorros de oro, aspira a rozar un efecto casi divino puesto que su proyecto no acaba en la máxima limpidez mundana sino que tiende a volar hacia una perfección celeste. De hecho, los espacios que controla llegan a convertirse en ámbitos que complacen no solo al sentido de la vista sino a un oculto sentido sintético que emerge para corroborar la felicidad de los demás.
La descripción de ese ámbito impoluto sería incompleta si se refiriera solamente al bruñido o al perfume cenital, su esencia, a diferencia del vacío, habla con exactitud sin mediar la voz.
Ingratamente, toda limpieza necesita recurrir al lavado, el fregado, el raspado o el barrido, como también al cepillo, al cubo o al sidol pero, al fin, la batería de estos quehaceres desaparece en el aura de la limpieza que comunica, de manera natural, con una ineludible versión de la pureza.
La limpieza difiere de la pureza porque mientras la limpieza es el resultado de una acción, la pureza tiende a ser el efecto de un don. Se es puro como un ser elegido cuya existencia se cumple como un designio.
La limpieza, sin embargo, aún en su mayor grado, no rebasa la mundanidad. La pureza extrema sería, en la ontología, lo que la limpieza radical en la patología. El puente entre una y otra llega solo a ser una floja metáfora y aún con la exacerbación del aseo no se logrará más que un relativo preámbulo hacia lo sagrado.
Más aún: toda confusión, por menuda que sea, entre lo limpio y lo puro cubre de escorias a uno y otro. Lo humanamente limpio se contamina de la fe y lo metafísicamente puro se mancha de humanidad.
He aquí, entre tanta proclama de igualdad, el depósito de vida práctica y peculiar que se instaló, históricamente, en el irrenunciable sentir poético del ama de casa.
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