Yo no me entiendo con los sueños. Suben y bajan por mi vida cuando ésta parece que se ha detenido, que se ha quedado a la expectativa, como si todavía estuviese por recibir otras órdenes, otros cambios, otros rumbos.
Anoche, sin ir más lejos, me mostraron a X. Aunque se encontraba en mi casa, pasó de largo con los suyos, sin saludarme. Fue clara su expresión de desprecio, en el solo instante en que me miró.
Por accidentes como éste, digo que no me entiendo con los sueños. Digo que prefiero que continúen pasando con la cinta velada, como lo han estado haciendo los últimos meses.
Los sueños me muestran paisajes que ya no existen, casas perdidas, emociones y rostros de los que me he desprendido. A veces viene con ellos un gran dolor, inconsolable, duro como un granizo. Me levanto lastimado, aunque el sol esté germinando y derramándose entre las primeras nubes.
Los sueños son lo único que pueden ir lo más lejos que se anhele, cuando uno ya no quiere sino mirar hacia adelante, mirar desde el instante a lo que tiene alrededor, que eso es todo el adelante.
¿Qué hacer con esos rostros que uno no ha pedido? ¿Para que volver al dolor del amanecer en que uno era el trozo de granizo, indeshielable en medio del frío despejado de la intemperie?
Tanto atrezzo... Tanto papel y secundarios que se amontonan en el olvido... Tanta vida extraña no porque lo digan los sueños, sino porque así lo vive la vigilia. Se ha desprendido, sí, esa vida que pareciera propia y de antes, pero no por la acción de un coraje particular, sino porque ha cedido al peso de tanta irrelevancia y nieve sobre sus ramas.
Publicado por José Carlos Cataño
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