El viento de otoño es de un grosor mayor. Viene grandioso y redondo como los cúmulos. Se eleva por las paredes de la claridad y se tiñe con los timbres de todas las tristezas. Luego se hace azul, transparente, levanta las hojas del suelo y se va él solo más allá, por donde nace constante el invierno.
Es el único localismo aplicable a los fenómenos como el viento o la luz, el de las estaciones, marcado por los declives y distancias del sol con la tierra. Estaba yo el otro día tumbado en una tarde en El Pedroso, en las estribaciones de la Sierra Morena sevillana, bebiéndome el intenso azul del cielo, y pensé en lo idiota que uno es cuando pregona la luz de las Islas, o la del Mediterráneo.
Era tan intenso que continué abrigándome con aquel azul, que mis ojos no podían terminar de repasar. En el pueblo, silencioso, limpio y bruñido, no habrá poeta que teorice sobre la luz de las serranías, como nosotros hicimos alguna vez con las insularidades.
Es como el mar. Que es mismo en cualquier parte. En invierno, nítido y denso, mayor de edad.
Viento de otoño, has dejado de jugar con las cañas. Tienes para ti toda la hojarasca.
Publicado por José Carlos Cataño
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