Uno de los lugares comunes del pensamiento huevón era ese de que los jóvenes, en su mayoría, estaban cada vez peor preparados, que no daban un palo al agua, que se deslizaban hacia el grado cero de cultura, que llegaban a la universidad sin saber hacer la o con un canuto, que solo eran capaces de movilizarse para el botellón, que la educación se había degradado hasta límites bochornosos por culpa de estupefacientes políticas progresistas, que en las aulas campaba la insolencia, la banalidad y la apatía, con los chavales ocupados en hacer monadas. Etcétera.
El sector educativo, y más el público, ha sido vilipendiado, escarnecido, machacado. El payaso de las bofetadas.
Lo han estigmatizado como una lacra que no estaba a la altura del gran despegue protagonizado por emprendedores que habían volado por su cuenta, con excelencia al parecer innata, por encima de la tropa de patizambos que sesteaba en el zoológico nacional. Todo esto para consumo de una sociedad envanecida, concentrada en el ombligo monetario.
La autosatisfacción de un pensamiento cascarrabias, que se regodeaba en el menosprecio al trabajo docente y en la caricatura de una juventud pánfila, y que tendría por único resplandor utópico la pantalla de la PlayStation. Esa construcción óptica no solo era falsa sino interesada.
El paisaje de cartón piedra de la España juvenil abotargada se desmorona cuando informes reveladores, como la serie (Pre)parados, que está publicando este diario, nos muestran a una juventud que se rompe la cabeza contra el muro de una sociedad cerrada, hostil, mezquina, clasista, que usa con cinismo el volumen del paro para explotar a la gente joven y de paso corroer lo que queda de bien común.
Si alguien quiere la metáfora, ahí la tiene en esos jóvenes con una o dos carreras universitarias y expediente brillante que deben ocultar su historial para poder aspirar a un contrato precario en cualquier intemperie donde se desuella la esperanza.
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