Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

17 oct 2010

Destellos del Broadway barcelonés

CRÓNICA: EL PARALELO RENACE
MARCOS ORDÓÑEZ



Soy paralelebípedo: a los cuatro años ya recorría el Paralelo. De la mano de mi abuela, peinadora y amiga de Raquel Meller, íbamos a llevarle la tartera a mi abuelo, que tocaba el violín (y el piano, y el trombón de varas) en el Español de Los Vieneses, en el Cómico de Joaquín Gasa, en el Apolo de Colsada.
Siempre sabíamos dónde encontrarle: o en el foso de la orquesta o en el cine Hora, para echar una cabezadita entre función y función. Compartíamos la tartera bajo el cartel eterno de Espérame en la luna y luego volvía al tajo, hasta las mil.
 Conocí aquel fulgor de lentejuelas y piernas (a mis ojos) descomunales, y las risas, y la música, y los bares que no cerraban nunca, pero también los fosos infernales donde los músicos se asfixiaban, y los camerinos apestando a sudor, y las jornadas esclavistas: durante años, lustros, siglos, mi abuelo y sus cuates se cascaron dos funciones diarias. Solo libraban un día al año, el Viernes Santo, cuando ni siquiera se podía silbar en la calle so pena de multa.






El Paralelo, como toda gran empresa, era una máquina de picar carne humana, y Los Vieneses añadían al picaje la precisión austrohúngara. Dirigidos por el triunvirato Arthur Kaps-Franz Joham-Herta Frankel, Los Vieneses fueron los incontestables monarcas del Paralelo y las primeras figuras legendarias de mi infancia.
 Ocupaban, contaba mi abuelo, una planta completa del Hotel Oriente, en las Ramblas. Hacían espectáculos suntuosísimos, lubitschianos, siempre con la palabra "Viena" en el título, a guisa de talismán: hileras de fracs relucientes, rubias con cabello de huevo hilado y muslos de mantequilla fresca (eran años de racionamiento) y niños acordeonistas, coros de marionetas, pistas giratorias, escenografías diseñadas por el gran Erté. Se afincaron en el Español y llegaron a comprarlo.
 En el Cómico mandaba Joaquín Gasa, con el viejo Alady, rey de la pasarela, como director escénico: era un productor "a la americana", aunque sus espectáculos intentaban seguir el patrón de las variedades francesas del Olympia o Bataclan.



El Apolo era feudo de Colsada, que más que empresario parecía un apoderado taurino, y el tándem Luis Cuenca-Pedro Peña lideraba un estilo amamantado (nunca mejor dicho) en el Martín y La Latina. Al fondo, el Molino de Johnson y Escamillo y Olga Vidalia, con sus procacidades ingenuas, con la humildad del varietà italiano, y naranjadas en platea y vino espumoso (disfrazado de champán) en los palcos.



¿Cuándo comenzó el declive? Buena pregunta. En los sesenta, los viejos del lugar (mi abuelo, por ejemplo) hablaban con nostalgia de los treinta y del gran Manolo Sugranyes y sus extraordinarias revistas, todas con títulos dobles: Yes-Yes, Kiss-Kiss, Oui-Oui. Luego te enterabas de que el imperio de Sungranyes duró cinco años, y los todavía-más-viejos te decían que la verdadera edad de oro había sido la de Ferrán Bayés, el mentor de Sugranyes, y los bisabuelos decían, a su vez... Cortemos la espiral. El Paralelo, que había sido la gran avenida insomne de los veinte y los treinta, reemergió en los cincuenta porque la gente seguía empeñada en ser un poco feliz a un precio tolerable y se fue a pique en los primeros sesenta. Mi abuelo señalaba dos culpables: la televisión y el seiscientos. Y tenía razón.
El publicista Víctor Sagi convenció a Los Vieneses de que la televisión les permitiría ampliar el mercado con muchos menos costes, y así nacieron las variedades de Amigos del Lunes en los estudios de Miramar, con Johan y Re como maestros de ceremonias, a las órdenes de Kaps, y con estrellas invitadas del calibre de Marlene Dietrich, Ludmilla Tcherina o Josephine Baker. Fue su cima y su sentencia: ¿para qué ir al teatro, si podías verles gratis por la tele? Poco más tarde llegó el "coche utilitario" y los barceloneses comenzaron a salir a escape los fines de semana. Cambió el ocio, cambiaron los gustos. En 1962 cayó el Cómico. Poco más tarde, el Nuevo se convirtió en el primer Cinerama de Barcelona. Y al Molino solo iban los muy viejos. O los muy progres: o sea, nosotros.
 Durante los setenta y los ochenta, los mozos y mozas de mi generación todavía hacíamos la ruta que enlazaba la Bodega Bohemia con la Bodega Apolo, aunque a veces la nostalgia de las viejas glorias se hacía irrespirable, pero era barato, estaba vivo y cerraba tarde. Luego, como casi todo el mundo, cambiamos de calle.
Se deja de ir a una zona como se deja de ir a un bar, como la gente dejó de ir de juerga a Atlantic City o los Catskills.



Hoy el Paralelo recuerda a una calle de las afueras de una ciudad de provincias, y tres teatros (Apolo, Victoria, Condal) suscitan poca mítica. Empresarios y gestores culturales dejaron que se hundieran El Molino y el Arnau. Tenían razón: no eran rentables. O sostenibles. El Ayuntamiento vendió (o cedió, no sé) el Español a la SGAE. Arteria Paral·lel, el nuevo local, es un espacio estupendo, todavía nebuloso, pero de algún modo (como Nit de Sant Joan, su espectáculo de apertura) es el anti-Paralelo, el Paralelo liofilizado.
En cuanto al nuevo Molino, habrá que ver si de su capullo saldrán mariposas o polillas de diseño. A fin de cuentas, lo que importa es lo que se inventa, no lo que se recalienta.

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