Soñé que Mario Vargas Llosa soñaba que al recoger el Premio Nobel de Literatura descubría que el ganador era Alberto Fujimori. Vargas Llosa ya perdió las elecciones de Perú frente a Fujimori.
Una vez más la inteligencia y el prestigio fueron factores sospechosos, virtudes que descuentan.
La experiencia traumática, que llevó a Vargas Llosa desde los mítines masivos a la soledad de la mesa de escritura, fue contada por él en un libro amargo y clarividente. Y pasado el exorcismo, pudimos recuperar al escritor, en lo que ha resultado ser para la historia de la literatura en castellano una dulcísima derrota.
Hace poco comentábamos la sencilla manera que tiene la derrota de transformarse en victoria, y viceversa. La Academia Sueca proporcionó un ejemplo delicioso. Los esfuerzos de estos días por tirar del premiado hacia una orilla o la otra eran divertidos. Para los medios conservadores era casi la consagración del thatcherismo y la guerra preventiva.
Para el progresismo era la demostración de que aún hay vida inteligente al margen del sectarismo ideológico, donde todo es de derechas o de izquierdas antes de ser cualquier otra cosa.
Hay que celebrar que el mundo creativo e intelectual escapa al delirio de la democratización de todos los aspectos humanos.
La literatura y el pensamiento no se juzgan en referéndum. Como creer en Dios no se decide por mayoría o el nombre de tus hijos no se escoge en votación de la escalera de vecinos. Necesitábamos una urgente reivindicación de la independencia. Que el criterio, la exigencia, el riesgo puedan enfrentarse a los designios mayoritarios sin rubor. Deben hacerlo. Que la mejor manera que hemos inventado para elegir un Gobierno sea la votación popular no significa que las ventas o la audiencia o la unanimidad prescriban lo fundamental.
Vargas Llosa representa la discordia con talento, el criterio individual bien escrito. Me temo que su premio es suyo, y lo sano es que la alegría colectiva celebre el mérito personal.
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