6 sept 2010
Varios
Y entre tanta música, otros libros por el medio: Los Soprano forever, un libro de la editorial Errata Naturae que no aporta nada, ni al entendimiento de esta serie (si es que hubiera algo que entender, o algo que explicar) ni al entendimiento del fin del mundo, del complejo de Edipo, o la desgana que nos entra después de comer, por citar algunos temas relevantes del pensamiento occidental.
Es una recopilación de ensayos que pretende discurrir sobre algo, y lo consigue, aunque no tenga que ver con la serie Los Soprano y aunque no sepamos que es ese algo. ¿Era Tony Soprano un nihilista? Es muy posible, además de un tipo bruto.
Hay más conclusiones, pero ya no me acuerdo, pues ninguno de estos autores tiene la amabilidad de marcarnos en negrita lo más destacado, la frase que resuma su palabreo, y así no tenemos más remedio que buscar en las páginas los sustantivos clave que nos lleven a saltos por las zonas más inhóspitas del texto.
Alguno de estos ensayos ni siquiera parecen tomar como excusa esta serie para soltar su rollo, y lo mismo hubiesen escrito parece, si la escusa hubiese sido La casa de la pradera o Betty la Fea.
Incluso al final, uno, nos confiesa que Los Soprano no le interesa. Resumiendo: académica, la cosa, exceptuando el fragmento escrito por Rodrigo Fresan, que es el único escritor, el único que no se ve en la necesidad de citar a Baudrillard. Todo un alarde de originalidad. La portada está muy bien; es lo mejor.
Historia del llanto, de Alan Pauls, va de un niño que se cree Superman y vestido como su superhéroe favorito se pega un leñazo contra una cristalera. La hace añicos y después se convierte en Proust, un Proust argentino de padres separados que va y viene por su mundo de batallitas y odios y un padre al que etcétera, pero quiere, o no, o da igual. Odia mucho a un cantautor y en esas va la novelita y se me cae por un barranco.
Revisionismo proustiano. Espero encontrarme con este autor en algún otro libro; por ejemplo, El pasado, del que dicen las malas lenguas que está bien. Su prosa, al menos en este libro, tiene algo de enredadera poética. En ello está su riqueza y su perdición, pero en vista de lo poco que hay que contar del libro diría que casi es su única riqueza.
Y hablando de argentinos tengo que decir que leí hace una semana Bullet Park, de Cheever. Nunca en mi vida leí nada con más argentinismos por párrafo, y eso que no he leído a pocos argentinos en mi vida. La edición es de la editorial Emecé, 2006. El traductor se llama Juan Forn (tío, es que te sales).
La verdad es que no se le ve por la labor de evitar localismos. Uno quiere, al leer una traducción, que el traductor sea cuanto mas invisible mejor; creo que esto no admite discusión. En una obra de creación cada cual que escribe si quiere su Finnegans Wake.
En cambio, en este libro, el traductor parece querer ser lo más argentino posible. Uno no puede olvidarse del traductor, que aparece cada poco chupando un mate, como un vecino coñazo de los protagonistas que nunca quiere marcharse. La novela llega, de todas formas. Y tanto que llega.
Qué zorro el señor autor, qué grande. A todos esos desconocidos que nos asaltan por la calle para abrazarnos (un abrazo, una sonrisa), como cursis con piojos, yo les daría este libro de Cheever, por ejemplo; puede que no les hiciera ningún efecto, pero al menos dejarían de abrazar mientras leen.
La prueba de fuego de un autor ya no es que resista una traducción a otro idioma, sino que resista una mala traducción. Dostoievski y Tolstoi, por ejemplo, siempre fueron los que son, a pesar de las pésimas traducciones.
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