La cuestión no es que Sarkozy deporte a gitanos sin respetar sus derechos legales y humanos, sino que el 82% de los franceses le aplauden. Al igual que los marselleses, en una ciudad con el 25% de musulmanes, apoyando la prohibición de las llamadas de los muecines a la oración, algo así como prohibir repicar las campanas. Los suizos fueron más directos al aprobar en referéndum la prohibición de nuevos minaretes. A alemanes y franceses les hubiera gustado imitarlos. El veto al burka en la calle (Francia, Italia) o en edificios públicos (Catalunya) aprobado por la ciudadanía es expresión de racismo e intolerancia disfrazada de protección de la mujer olvidándose de preguntarles a ellas. Aunque los racistas explícitos son minoría, indicadores de xenofobia (asociada al racismo) muestran su rápido incremento hasta constituir una actitud mayoritaria en toda Europa.
En España, en el 2000, el 36% quería leyes más restrictivas sobre la inmigración; en el 2004, el 56%, y actualmente, el 75%. Estudios muestran que la xenofobia tiene trasfondo racista. Porque la percepción de extranjero está ligada a inmigración y esta a culturas y etnias diferentes. Pero lo que se rechaza son ciertas culturas y ciertas etnias. En España no hay hostilidad, sino respeto, por alemanes, ingleses, franceses y otras gentes de buen vivir, mientras que los gitanos nacionales siguen sufriendo discriminación y hostilidad popular. En Francia, haber nacido en el país y haber sido naturalizado a los 18 años no garantiza seguir siendo ciudadano, según otra ley de Sarkozy (¿qué piensa ahora la humanitaria Carla Bruni?) por la cual pierden la nacionalidad si tienen un incidente violento con la policía, sanción desproporcionada que en ningún caso podrían sufrir franceses de pura cepa. En Italia ser inmigrante ilegal conlleva cárcel, aunque sus empleadores apenas se arriesgan a una multa. En este cóctel de intolerancia el antiislamismo es el principal ingrediente, ahora asociado al estigma de terrorismo potencial. El 55% de los musulmanes europeos se sienten cada vez más discriminados. Con 25 millones de musulmanes en países de la UE, concentrados en las grandes ciudades, el enfrentamiento religioso-cultural prefigura la violencia bajo todas sus formas. Las élites políticas azuzan o toleran la xenofobia por intereses electorales de baja ralea. Unos para ganar votos, otros para no perderlos. Y esto va con casi todos los partidos y en todos los países salvando a unos pocos políticos que no traicionan valores fundamentales aunque les cueste perder apoyos de una ciudadanía exacerbada en sus miedos. Incluso el progre Zapatero apoya públicamente a Sarkozy en contradicción con la posición de los europarlamentarios de su partido. Es así como las deudas con según quiénes le llevan a olvidarse de aquellos a quienes prometió que no les fallaría. Ya se lo recordarán llegado el momento.
Las causas de este subidón de xenofobia son conocidas porque hay abundante investigación sobre el tema. La primera es la crisis económica y el aumento del paro. Muchos creen que los inmigrantes les quitan el empleo y contribuyen a bajar sus salarios.
En otro plano, el deterioro de la escuela pública se atribuye a la multietnicidad de sus alumnos. La delincuencia, pequeña o grande, se asocia con la inmigración. Cada uno de estos motivos no tiene apenas base empírica. Por ejemplo, la inmigración fue un factor muy positivo en el crecimiento español entre 1995 y 2005 porque contribuyó a aumentar la oferta de trabajo, con salarios moderados, y a incrementar la demanda de bienes y servicios para los nuevos residentes. La tasa de delincuencia es más alta entre la población autóctona que en la inmigrante, una vez se controla el efecto de la edad. Pero no insistiré en contraponer datos a emociones pues no se trata de un problema de conocimiento, sino de sentimiento. Y ese sentimiento está dominado por el miedo, miedo a una globalización incontrolada, a una identidad cultural amenazada, a una economía desarticulada, a la inseguridad del empleo y a la desconfianza en los políticos.
Como lo que nos quedaba de moral cristiana de amor al prójimo se lo llevó el viento de la perversión (palabra del Papa) en el seno de la Iglesia y como los principios de derechos humanos quedan para los pudientes que se los pueden permitir, ¿por qué no atrincherarnos en lo nuestro, hacer respetar nuestras leyes y costumbres y reservar para nosotros los puestos de trabajo, la educación pública y la sanidad asistencial? Primero porque no podemos, porque no hay economía europea (salvo las escandinavas) que lo resistiera, tanto por la necesidad cuantitativa de mano de obra como porque los inmigrantes son más baratos y más dispuestos a aceptar cualquier trabajo por su vulnerabilidad. Cuanto más ilegales, más vulnerables y más apetitosos para explotarlos. Segundo, porque ya están aquí y sin mejorar las condiciones en sus países de origen se quedarán si pueden. Por eso deportar gitanos podría prefigurar deportaciones masivas de ilegales que ya practican Italia y Francia. Tercero, porque no se trata sólo de inmigrantes, sino de minorías étnicas y culturales ya enraizadas en Europa. Obligarles a renunciar a su identidad es una provocación que enfrentaría a millones de personas e incitaría reacciones extremas ¿En nombre de qué se declara alienígena la religión islámica? ¿Volvemos a una guerra de religiones?
En fin, el romper con la tolerancia y el respeto del otro que nos enorgullecían como europeos es un viaje sin retorno. En un mundo interdependiente, con una economía de capa caída, cuando buscamos inversores chinos para salvar el automóvil y capitales árabes para reflotar bancos, en un planeta donde Europa es un 15% de la población, lo que nos queda es el respeto a unos valores de tolerancia y paz que nos hagan sentirnos bien en un entorno competitivo y violento. A las malas, perdemos. Nuestra última esperanza está en ganarnos el respeto del nuevo mundo por nuestra altura moral.
Pero ¿por qué usted y yo tendríamos que preocuparnos por la ola de racismo e intolerancia que recorre Europa?
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