8 sept 2010
De premios
Cada treinta segundos se concede un premio en España. Lo que suena, a priori, a país generoso, puede resultar una infección de proporciones bíblicas.
El Príncipe de Asturias es uno de los premios más eminentes y habría que distinguirlo de, por ejemplo, el Zurriagazo de Oro del Casino Agropecuario de Somormujos.
Además, el Premio Príncipe de Asturias ha servido y sirve para que nuestro príncipe Felipe conozca a gente, que no está fácil la cosa, y además gente valiosa e irrepetible y no descerebrados de cualquier aristocracia de por ahí.
Ayer La Roja salió ganadora en la categoría de mejor deportista.
El jurado lo conformaban, en su mayoría, una serie de destacados periodistas deportivos, los mismos que si La Roja no hubiera ganado el Mundial habrían acometido la ardua tarea de ponerlos a parir uno a uno, desde el entrenador al tercer portero, y además pedir cabezas hasta del eterno presidente federativo. El triunfo nos da a todos una oportunidad para ser mejores personas. Y hay que aprovecharla.
Hace poco, en este mismo periódico, el escritor Juan Goytisolo argumentaba en un artículo las razones que le llevaron a rechazar una distinción.
No es la primera vez que analiza en profundidad la grandeza de su desprecio a un galardón y aunque presumir de rechazar un premio es bastante peor que recogerlo con discreción, puede que pronto, dado el volumen de premios, lo exquisito sea rechazarlos como quien rechaza un canapé rancio.
La selección de fútbol nos hizo felices cuando más lo necesitábamos, ése es el enorme premio que nosotros les reservamos adentro.
El vértigo está en abusar de la comparación de los triunfos deportivos, forzar al fútbol a ser metáfora del existir. Una mediocre vida bien llevada siempre arrastra más méritos que cualquier triunfo deportivo restallante.
Será bueno ahorrar mitificaciones, no sea que pase como en la caravana de recibimiento a los ganadores del Mundial por las calles de Madrid, donde los locutores no paraban de repetir que aquellos futbolistas eran un ejemplo para la juventud, mientras desbarraban borrachos en la azotea de un autobús. O que nos pase como con el profesor Neira, de héroe a villano y tiro porque me toca, en el desenfrenado parchís de la histeria colectiva mediática.
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