23 sept 2010
Auguste Rodin
Eran dos amantes que como todos los amores prohibidos andaban jugando a las escondidas y al amor entre las luces y las sombras.
Ninguno de los dos se disponía a dar el paso para transformar lo oscuro en permitido.
Era tan excitante vivir al filo de la navaja que eso agregaba un condimento más a su idilio.
Y con alma de aventureros se arriesgaron así por la vida.
Elegían las playas mas desiertas, los cabañas más alejadas, los lugares desconocidos.
Acudían a los llamados a veces jugando a ser otros y el fuego se renovaba.
Las máscaras y los disfraces eran sus cómplices.
Todo marchaba bien...
Un día ella lo espero con una especie de desasosiego y enfado desconocido.
Al llegar a su casa se tiró en su cama y descargó todo lo incontenible en un solo llanto
amargo, largo, ensordecido.
Luego lavo su cara, se arregló para la cena como siempre y recibió a su marido.
Al otro día al leer el diario en la sección de obituarios leyó el nombre de él.
Un grito la ahogaba y pugnaba por salir, su respiración se aceleró y entonces tomó conciencia que su propio nombre nunca saldría en ese diario, tampoco su dolor sería consolado.
Y se maldijo por el enfado del día anterior y porque en la última cita no repitió mil veces: Adiós Amor.
Livloazul
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