16 ago 2010
A lo mejor fue un miraje.
Hoy ya había un revuelo de melenas rubias quemadas y voces roncas. En la Plaza. O voces rubias y melenas roncas, en desorden. Un revuelo rubio y atezado, con ganas de hincarle el diente al último níspero.
A lo mejor fue un miraje. Porque al volver sobre mis pasos el cielo se cerró de gris, tiznado de melancolía. Ya no había rastro de esas mujeronas de cuerpo ciertísimo, que repelen la duda, la irresolución, la pesadumbre. Con esas voces graves, proclives al susurro soez, que hubieran causado más de un deleite, de un tormento, a un Pavese aún por descubrir.
Con qué las alimentarán, que salen al mundo con esas miradas despeinadas, con esas melenas hambrientas, el rojo huérfano de la pintura en las uñas de los pies, al final de tanto moreno y salitre.
El cielo se frotó los ojos, después de verlas. O de haber creído verlas con esas prisas de cajero automático por la Plaza. Como cuando caen como estorninos sobre los escaparates de moda, en las inmediaciones, antes del comienzo de una nueva temporada.
Cuesta creer que hayan tenido quince días de vacaciones, como las peluqueras. Habrán pasado quince días por el norte de Italia, y enseguida volverán al veraneo en sus torres costeñas, a varios kilómetros al norte de aquí.
Yo creo que por no ser, ni son insaciables. Que detrás de tanta fiereza envuelta en régimen e hinduismo hay una niña que clava todavía las uñas en el sobre del pupitre, y mira desconsolada a través de los ventanales de clase.
Llegaron todos los príncipes azules y blancos, y siguieron con hambre. Pero, claro, esto no se lo vas a decir cuando se cruzan contigo en el cajero automático y arrojan ese mirar al último níspero de verano.
Qué van a escuchar las que han desconocido el deseo, por mucho que les mortificaran la infancia.
Por eso han desaparecido. Son mujeres intermitentes. A medias carne, a medias media costura, con ese toque huraño en la ropa que ellas toman por sofisticación y desafío y nosotros por otro abalorio más.
El cielo se repone, yo mismo me recompongo, y nos decimos que sigamos en lo nuestro. En las nubes que se acumulan en cofres imposibles, en las lontananzas, que no hay nada más inútil que tratar de conservarlas. De usar las nubes para ornato o doctrina.
Que nada hay más estéril que llegar a este diario con las frases aprendidas, con las hipótesis estudiadas. Que todo tiene que ser a lo que surja. Como esas burguesas, morenas y teñidas, que parecen que han aparecido en medio de agosto por equivocación.
Publicado por JOSÉ CARLOS CATAÑO
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