28 jul 2010
Ava Gardner en España, sola en los toros
Juan Antonio González Fuentes
Quizá no mucha gente sepa que Ava Gardner se estableció en Madrid en 1954 y permaneció viviendo en España hasta casi el final de los años sesenta. Ava llegó a España huyendo de la artificiosa vida en Hollywood y de los celos enfermizos, aunque en ocasiones justificados, de Frank Sinatra, el bueno de "Ojos azules".
También influyó lo suyo el hecho de que las autoridades norteamericanas hubieran promulgado una ley por la que los actores que permaneciesen fuera del país durante al menos un año, quedaban exentos del pago de varios impuestos.
Ava Gardner podría muy bien haber escogido los destinos más habituales de sus compatriotas y compañeros de profesión, Francia o Italia, pero eligió España, entre otras razones, por los hermosos recuerdos que del país atesoraba desde el rodaje de Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1950), por lo barato de la vida en un país en pleno proceso de desarrollo económico, y por la cantidad importante de conocidos y amigos que aquí tenía.
La belleza de la actriz era apabullante. Cuando llegó a la meca del cine americano en agosto de 1941, en su ficha alguien anotó 1,70 de altura, 48 kilos de peso y unas medidas casi perfectas.
Al poco de conocerla, el magnate de la Metro, Louis B. Mayer, dijo de ella: “no sabe actuar, no sabe hablar, pero es deslumbrante”. Ya durante el rodaje en España de Pandora, con veintiocho años de edad, las crónicas de la época recogen que allá por donde iba, Ava producía verdaderos terremotos al atraer todos las miradas como si de un poderosísimo e hipnótico imán se tratase.
En nuestro país, Ava frecuentó todo tipo de ambientes y a todo tipo de personajes, con algunos de los cuales mantuvo relaciones llamémoslas especiales. Entre estos figuran al menos dos toreros: Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín.
Todo indica que Mario Cabré no pasó de ser un pequeño entretenimiento sin más trascendencia para la actriz, una exageración periodística que en busca de algún sensacionalismo con ribetes románticos, logró, eso sí, echar leña al fuego de los celos de Sinatra, quien al poco se presentó en Barcelona para cantarle a Ava las cuarenta y alguna que otra insinuante balada.
Dominguín, sin embargo, fue tras el genial “Ojos azules” el otro gran amor de la actriz. Al parecer, la sintonía entre ellos fue casi perfecta, y el torero Dominguín fue lo más parecido a un amante-compañero que La condesa descalza conoció a lo largo de toda su vida.
Ava Gardner frecuentaba en Madrid la Plaza de las Ventas. El director de cine y escritor Jaime Chavarri, al recordarla en los palcos de la plaza, asegura que “Ava le daba categoría sexual a Madrid”. Y es que Ava, princesa como no ha habido muchas de la paradoja, representaba a la vez el glamour brillante, artificioso y conseguido del Hollywood más fantaseado por el común de los mortales, y a la vez era su completa negación, el reverso triste, lúgubre incluso, pero auténtico e intenso de la moneda.
¡Qué guapa es!, exclamaba la gente al verla llegar a los toros. Y con todo, su belleza, según nos la describen, no era, insisto, la que fabricaba entonces con singular perfección la industria cinematográfica norteamericana para uso, consumo y disfrute del imaginario colectivo occidental.
No, su belleza radicaba en lo negro espesísimo de su cabello, que prometía al que en él desembarcase con los dedos, la boca y la nariz, un paraíso inolvidable de aromas escogidos; estaba también en la forma simpáticamente altiva y desdeñosa de una boca pensada, sin ningún término medio, o bien para el procaz insulto o bien para el beso anestesiante; y por encima de otras consideraciones, la belleza de Ava Gardner radicaba en que envuelta en el escándalo de sí misma, en su presencia física de erotismo esculpido en los mármoles que auguran la dicha, Ava, la Gardner, iba sola a los toros.
Todo esto, y mucho más, lo cuenta con singular amenidad el escritor catalán Marcos Ordóñez en un libro que se me antoja ideal para leer en estos primeros días de un verano que se dibuja recalcitrante en su condición calurosa: Beberse la vida.
Ava Gardner en España, un libro que editó Aguilar en el otoño de 2004 y que creo ya ha salido en edición de bolsillo, al alcance por tanto de todas las economías y de todas las paciencias lectoras, desde las más ingenuas y endebles, hasta las muy rocosas y exigentes.
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