La casualidad es azar, no hay nada detrás, pero a veces, en su capricho, semeja una revelación, una señal de lo alto. Toda la semana se han pasado las secciones vecinas intentando definir a las clases media y alta –por barruntar dónde se va a fijar la frontera del órdago fiscal– en esta sociedad difusa en que la conciencia de clase ha pasado a mejor vida, y en las carteleras, dos tratados sobre la burguesía europea para despejar dudas.
La primera –por riguroso orden de proximidad a la excelencia– ya se ha convertido en un fenómeno boca a boca en medio continente y ha recaudado, dice ufano su director, "un millón de libras en el Reino Unido".
Io sono l"amore (Yo soy el amor) –el paréntesis también es título– es el segundo largo de un director, Luca Guadagnino, cuya filmografía previa no permitía prever la altura y riesgo de esta obra, ni la sofisticación alambicada de su discurso.
La adinerada familia Recchi, fundadora de una próspera industria textil, asiste a los últimos días del patriarca en su lujoso palacete del centro de Milán.
Su heredero, Tancredi Recchi (Pippo Delbono), habrá de compartir el imperio familiar con su propio hijo, Edoardo (Flavio Parenti), nieto del padrone y la más firme promesa de primogenitura digna para estos Agnelli de ficción.
El relato se centra, sin embargo, en la esposa de Tancredi, Emma (Tilda Swinton, también productora), cuyo nombre es una cita obvia a Flaubert y una invención de su esposo, que la rebautizó tras traerla de Rusia para desposarla, y en la irrupción de la pasión, vehículo de la destrucción del sólido universo de lo decente: antes de que su madre se abandone a ella, la pequeña Elisabetta (Alba Rohrwacher) confiesa su amor por otra joven y huye a Londres para poner tierra de por medio con la respetabilidad milanesa.
Es todo más viejo (decimonónico, para más señas) que jugar a las tabas, efectivamente. Y la sombra de Visconti –al que cita de continuo Guadagnino– está tenazmente presente. Pero a la vez, el realizador se propone una renovación del lenguaje del melodrama con apuestas arriesgadísimas –lo freudiano y lo onírico se convierten en excursos visuales, y la antítesis entre la soleada boscosidad de San Remo y la grisura de la bauhausiana vivienda milanesa (donde una polilla turba el descanso marital) se vuelve una elegía de la sensualidad– que tienen detrás un trabado discurso.
"Tancredi fue a Rusia a comprar arte y compró a Emma; Edoardo, incapaz de asumir que ama a su amigo Antonio, lo compra, invirtiendo en su restaurante", subraya Guadagnino, encorajinado y vehemente (un ímpetu verbal simpático, salpicado por su patente ceceo). Desbocado, remata: "La burguesía milanesa comprando lo que ama no es una casualidad: Italia es el laboratorio y el futuro de Europa, un país controlado por hombres que compran los placeres sexuales negando al otro, al que debería ser amado, su subjetividad; hombres incapaces de enfrentarse a la alteridad, que eligen pagar para convertirla en el agujero de su deseo". En esos funestos términos, Io sono l"amore es, además de un bello drama, un airado manifiesto.
A su lado, Pastel de boda, de Denys Granier-Deferre, es una casi inocente sátira sobre la burguesía francesa de provincias –en este caso bordelesa– centrada en los esponsales entre una hija de viejos ricos y un hijo de nuevos ricos.
La cinta, no exenta de condescendencia parisienne –en París nació, en 1949, el director y allí ejerce como profesora la autora de la novela, Blandine Le Callet–, es una pieza pura de comedia de costumbres, con viejos ricos desnortados y nuevos ricos ridículos, metidos en un castillo-hotel de fingida fisonomía aristocrática.
"Es el tipo de gente de provincias que se pone participios en los apellidos para aparentar nobleza", dice este director, que luce –se habrán fijado– un distinguido guión en mitad del apellido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario