Moscas de arena, para nada extrañas, golpeaban con furia su cuerpo completamente desnudo. Un sol circunstancial se mostraba agresivo hasta herirle los ojos. Resultaban grotescas aquellas repentinas lágrimas de sangre que caían con descaro hasta la calle sin asfaltar.
No conseguía entender cómo era posible que no sintiera vergüenza al observar sus pechos agitándose libremente a un ritmo acompasado con su apresurado andar anárquico y circunspecto. En realidad no conseguía entender nada. Tampoco el sentido de aquellas carreras alocadas de niños sin escuela. Tampoco el pasar descompuesto en dirección contraria de otros hombres y mujeres desnudos.
Una mariposa enorme se posó sin permiso en su boca y no le resultó posible despegarla, quitársela de encima. “¡Corra! ¡Corra!”, oyó gritar a su espalda.
El estruendo que procedió a la bomba le hizo recobrar el sentido de la realidad: no tenía brazos con que quitarse la mariposa que, cada vez con más fuerza, succionaba sus labios.
LA MARIPOSA, de J. M. Junco
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