Un día del verano de 1991, Juan Cruz llegó a Londres con una misión que estuvo a punto de ser imposible: entrevistar al pintor irlandés Francis Bacon, un genio tan seco como fascinante, “una fiera humana” que tenía mucho tiempo sin recibir a un periodista. El artista llegó puntual a la cita, miró de arriba a abajo al reportero, se metió una mano a la bolsa de su chamarra y soltó: “Ahora no quiero dar la entrevista”. Agarró su ventolín de asmático y empezó a inhalar. Juan hizo lo mismo con el suyo. Bacon quedó sorprendido. Y el padecimiento común propició la entrevista.
“No le quedó otra”, cuenta ahora el escritor. “Fue algo importante para mí. Porque entrevistar es buscar un espejo en alguien que no conoces, pero en el que hay algo de ti. El miedo de Bacon era el mismo miedo que yo siento respecto al asma. Entonces, yo veía a Bacon como con dos miradas: una de afecto y otra de susto y ambas se mezclaban. Muchas veces uno va a ver a alguien y no sabe que se a ver a sí mismo”.
Juan Cruz está hecho de anécdotas. Cuenta ésta y luego otra y otra más, hasta que mira el reloj y sale a toda prisa para participar en una mesa redonda sobre Juan Carlos Onetti. Acaba de llegar a Montevideo después de unos días de estar en Buenos Aires donde formó parte del jurado del Premio Clarín de Novela. Pero en medio de todo esto recibió la noticia de que es el ganador del XXII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias por Egos revueltos, un libro que refleja una de las principales características del “mundillo literario”: la autovaloración excesiva de los escritores.
El texto es el resultado de cuatro décadas de interactuar como periodista y editor con la mayoría de los autores iberoamericanos. Por sus páginas desfilan personajes como Camilo José Cela, Jorge Luis Borges, Manuel Vázquez Montalbán, Julio Cortázar, Severo Sarduy, Francisco Umbral, Jorge Semprún…, que en algún momento se han sentido engendrados por los dioses y paridos por las ninfas. El título, cómo no, forma parte de una anécdota. Una vez, en Chile, Juan compartía la mesa de la comida con Marcela Serrano, Arturo Pérez Reverte y Carlos Barral. De repente, a gritos, Marcela se quejó: “¡Carlos, no hay limones para el pescado!” “Me pareció extraordinario que le pudiera echar la culpa al editor de esa carencia. Y fue cuando le dije a Arturo: es que los escritores desayunan egos revueltos”, recuerda.
Juan Cruz es hiperactivo. Inagotable. Compulsivo. Apasionado. Dueño de una vitalidad desmedida. Su vida transcurre entre presentaciones de libros, conversatorios, entregas de premios, conferencias, tertulias de radio o televisión. A bordo de aviones, trenes o taxis. Escribiendo, siempre escribiendo, reportajes, entrevistas, libros.
Dice Mario Vargas Llosa que “Juan aparece donde menos lo esperas y en las circunstancias más extrañas, sin que eso impida que siga apareciendo en otros lados para cumplir con sus múltiples encargos”. Pero Cruz explica: “es que nunca digo que no (si puedo), jamás doy excusas (mentirosas) y siempre que me comprometo lo hago. Pero hay una razón: siempre pienso que me van a echar de mi trabajo si no cumplo. Y eso me ha mantenido siempre en actividad, con las antenas encendidas. O sea que no es una cuestión de energía, sino de supervivencia”.
Juan Cruz nació hace 61 años en Puerto de la Cruz, Tenerife, en el archipiélago de las Islas Canarias. Es periodista desde los 13 años, cuando empezó a trabajar en el semanario Aire Libre. Estudió periodismo e historia en la Universidad de La Laguna. Trabajó para los diarios locales La Tarde y El Día. A principios de 1976, el periodista Ramón Chao, padre del cantante Manu Chao, llegó a Tenerife para hacer un reportaje. Se hospedó en casa de Juan y le contó que en Madrid estaban preparando un nuevo periódico. “Deberías ir”, le sugirió. Fue y se integró al equipo fundador de El País. Juan Luis Cebrián, el director, le dijo: “Vale, serás el corresponsal en Londres”. Juan ya había estado en la capital inglesa con una beca de estudiante, así que volvió y envió sus despachos desde ahí hasta principios de los años 80 cuando regresó a España. Lo nombraron responsable de la sección Opinión y posteriormente de Cultura. Luego, en los 90, fue editor de Alfaguara. Después estuvo al frente de la Oficina del Autor de Grupo Prisa. Y desde el umbral del nuevo siglo es reportero senior y adjunto a la dirección de El País.
Casi al principio de su carrera hizo suya la definición de Eugenio Scalfari: “El periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente”. Explica ahora: “para hacerlo no nos vendría mal situarnos fuera de la foto. Hubo un célebre pie de foto en la prensa canaria: un fotógrafo desprevenido se olvidó de retratar a un entrenador de futbol, objeto de una entrevista. Así que el periódico situó al equipo, con este pie: “El equipo del Albacete. Y ya fuera de la foto, nuestro entrevistado”. A los periodistas nos debería pasar como al entrenador del Albacete: aparecer fuera de la fotografía”.
Quizá por sus grandes dotes de publirrelacionista y su larga trayectoria, se ha ido especializando en realizar entrevistas a grandes personajes: Umberto Eco, Günter Grass, Doris Lessing, José Saramago, Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat… Con una mezcla de audacia y respeto, extrae la esencia de sus entrevistados. “Lo consigo”, acepta, “poniéndome en silencio, mirando, dejando que las personas cuenten lo que quieren contar; no uso ni estilete ni cortaplumas ni navajas, ni malos modos. Quiero saber, pero no quiero matar sabiendo.
Eso quiero hacer. Trato de que el personaje sepa que yo le quiero y que quiero saber de él. No siempre funciona. Juan Rulfo, por ejemplo, no quería ser entrevistado. Y, como era brujo, rompió la cinta. Con algún poder extraño, no la tocó, pero cuando fui a reconstruir la grabación no estaba. Por fortuna me había acompañado otra periodista y ella había hecho una grabación”.
También escribe una columna en el diario deportivo As y otra sobre asuntos políticos en el suplemento “Domingo” de El País. En la primera suele centrarse en su afición por el Barça y en la segunda elabora sus comentarios a partir de una premisa: “Noticia es algo que alguien, en algún sitio, no quiere que se sepa”.
Reconoce que es un “romántico del periodismo” y por eso elogia al periódico de papel: “conozco pocos placeres equivalentes a la lectura del periódico. Es un placer completo. Es sensual, físico, sentimental. Un placer completo que no sólo te identifica con lo que ocurre sino que, como los libros, te permite concebir otras realidades que quizá el periódico no cuenta pero insinúa.
El periódico no sólo te lleva al aconteci- miento en sí, sino que lo rodea de todo lo que hubo antes o después, te reproduce el contexto como si te estuviera regalando un paisaje. Un periódico es un homenaje que le hace la historia instantánea a la historia grande.
No se puede concebir la vida, el tiempo de vida, sino como una hemeroteca que se ha enriqueciendo hacia atrás, pero sin la cual no puedes seguir hacia adelante. Ah, y el periódico es para que la gente sepa qué pasa, no es para que la gente sepa qué nos pasa a los periodistas, ni a los que, creyendo que son periodistas, utilizan el periódico como si fuera el espacio de una venganza, un ajuste de cuentas, un instrumento de chantaje, etcétera”.
Aunque en los últimos años utiliza y publica en internet prácticamente todos los días, sostiene que “los periódicos son una mano, e internet es un dedo. En internet uno ve las cosas una a una, alrededor no hay nada, pero si uno abre un periódico se encuentra ya con un gran mosaico de cosas puestas unas junto a otras, que se leen en un contexto”. Va más allá: “internet es como un bolígrafo que hay que saber manejar. Y por internet han entrado las descalificaciones, las calumnias, los rumores. Es un espectáculo tremendo al que los periodistas debemos poner en orden. Porque el desorden es bestial.
Los periodistas deberíamos analizar todo lo que se publica como si se hablara de nuestra familia. Pensamos poco en el daño que hacemos. Internet lleva dentro una bomba de tiempo.
Un día nos despertaremos y veremos que aquel periodismo que verificaba la información con tres fuentes ya no existe más y lo rompió internet. Aún no han encontrado el modo de verificar las noticias que se transmiten por internet. Y cada vez se reportea menos. A los periodistas que están sentados en las redacciones habría que ponerles pimienta en el culo para que salgan a la calle ávidos y curiosos”.
Juan Cruz tiene, además del periodismo, otra pasión: la literatura. En 1972 publicó su primera novela: Crónica de la nada hecha pedazos. “Fue cuando descubrí que el amor dolía mucho.
Pero también descubrí la literatura. Y la literatura atenúa el dolor, lo pone en su sitio”, dice. Según él, de ese libro y de su título parten todos los libros que ha publicado, pues ahí intentó servirse de la realidad para contar sus obsesiones, sus sueños y cómo se rompen éstos. “Para mí la literatura es un misterio sin el cual no se podría vivir; es algo que convierte los sueños en posibilidades. Leer es, quizá, el momento más excitante de la vida de cualquiera porque es lo que le convierte en otro, y en muchos distintos, y siempre”.
Si tomamos en cuenta Egos revueltos, ha escrito 21 libros. “En todos hay, al principio, una especie de vacilación.
Me da miedo. Siempre me da miedo lo que voy a escribir. Sé que lo tengo que escribir, que saldrá. Pero me da miedo por mí. Porque soy el primer testigo. No soy el que escribe, sino el que lee mientras escribe. Yo siempre tengo una melancolía en el estómago, algo que me dice que algo está por salir. Se trata de ponerse a escribir. Escribiendo se quita el miedo a escribir”.
Se le pregunta por los escritores que más lo han marcado y responde: “Me marcaron muchos. Guillermo Cabrera Infante, sin duda, su humor atravesado por la melancolía del destierro, su difícil convivencia de amor y desengaño con la Cuba que amó siempre; Borges, su alergia rara, exuberante, su simpatía más allá de cualquier desdén que se hubiera percibido en su obra, su ingenuidad; Onetti, su corrosivo sentido del humor, su sentido de la solidaridad, su personalidad metida en el frasco que más quiso, el del silencio”.
El estilo de Juan es ágil, presuroso, como él mismo. Lleno de ritmo, frases cortas, juegos de tiempos verbales. Dinamismo imparable. Todo un terremoto de palabras. Todo influenciado por la poesía. “La escritura es sonido”, sostiene.
Pero entre toda su obra, Ojalá octubre ocupa un lugar especial. “Ese libro sobre mi padre me parece el más hondo y el más sencillo. Me parece. Este libro nació de una mirada, la de mi padre.
Vi en ella desolación, el final de la esperanza, la cancelación definitiva de la felicidad. Jamás he podido olvidar esa mirada. Para entenderla he escrito. Como si fuera una búsqueda del reencuentro con la ansiedad de vivir y de ser feliz. Un día, en medio de un camino, vi en un espejo oscuro la figura de mi padre.
Alcé la mano para saludarlo en medio de la fascinación de lo imposible, y observé que esa mano me saludaba a mí mismo. Un día encuentras, siempre, la mirada que perdiste… No lo he vuelto a leer, pero tengo esa sensación. No he vuelto a leer ningún libro mío, eso es cierto. Pero tengo una percepción de que ése, Crónica de la nada hecha pedazos, El territorio de la memoria y La foto de los suecos son los que se acercan más a lo que me dejaría mínimamente satisfecho”.
Mario Vargas Llosa coincide. Pare él, el libro es “una memoria literaria, no histórica, lo que significa que hay en ella no sólo recuerdos, también seguramente fantasía y algunas libertades con lo vivido, pero sobre un sustrato emotivo y sentimental que se adivina muy auténtico y que está expuesto en esas páginas con tanta discreción como elegancia. Al igual que algunos de los últimos libros de Juan Cruz, Ojalá octubre es una alianza de géneros, en la que el lirismo, el relato, la evocación, la introspección, la nostalgia y la viñeta se confunden en un texto hermafrodita, a caballo entre la poesía y la prosa, la autobiografía y la ficción”.
No hay día en que Juan Cruz abandone la voluntad de contar. “Hay una anécdota”, nos dice, “que José Emilio Pacheco odia que yo cuente tanto. Estaba él en el Hotel Suecia de Madrid, observó algunos desperfectos en su cuarto de baño y llamó a recepción: ‘Que suba, por favor, el plomero, que se dañó la tina y no me funciona la regadera’. No le entendieron. Esto revela las diferencias entre el lenguaje español y el lenguaje mexicano. Él quiso decir: ‘Que suba el fontanero, porque está dañada la bañera y no funciona la ducha’”.
¿Una más? Aquí va: “Augusto Monterroso, a quien todos llamaban Tito, llegó a una cena sin Bárbara Jacobs, su mujer. Llegó inseguro, como si se le estuviera echando el mundo encima, y todos nos conjuramos para que él disfrutara del momento como si Bárbara Jacobs estuviera también allí.
Le recordamos a Tito muchos de sus hallazgos, el del dinosaurio, el de la oveja, ese que le define tan bien (“Los bajitos tenemos un sexto sentido para identificarnos entre nosotros”), y anécdotas que ahora ya son crónica de su manera de reírse, de sí mismo y de la vida.
Una de ellas ocurrió a mediados de los noventa en un restaurante que estaba a dos pasos de su casa, en la Ciudad de México.
Mustio ese día, oscurecido como ese restaurante casi manchego que se llamaba Sancho, Tito tenía el humor de los días aciagos, y los que estábamos con él le recordamos chascarrillos para que él riera, en ese momento él necesitaba sonreír otra vez. Y entonces uno de nosotros le contó unos versos chuscos, lo que dijo un hombre que, al caerse de la tronja en plena erección y en pleno acto del amor, fue a dar ante el herrero que interrumpió su labor, asombrado ante la fragua y ante el tamaño del miembro. El hombre que irrumpió así sólo pudo decir: “Vengo del Cielo celeste/ que Dios del Cielo me envía/ a ver si en esta herrería/ hay un clavo como éste”.
Levantó el dedo de señalar Monterroso y gritó: “¡Yo sé cómo sigue!” Y siguió el recitado con los versos del herrero asombrado: “Desde que tengo herrería y fábrica de cerveza/ nunca un clavo visto había/ con semejante cabeza”.
Para Juan, recordar “es lo más importante de la vida, porque sería banal y prescindible si uno eliminara de ella el componente de memoria. La memoria tiene tanto valor como el amor. Perder la memoria, o la relación con la memoria, ha de ser una puerta del suicidio”. Por eso ha hecho de la anécdota un género literario.
El premiado Egos revueltos, que pronto publicará Tusquets, fue calificado por el jurado como “un insobornable amor a la letra impresa que se transparenta constantemente en esta memoria: una memoria que se quiere personal pero no arbitraria, intimista a veces, pero jamás indiscreta”.
“Hace años que decidí escribir sin que los velos del pudor me nublaran demasiado. Y eso se trasluce en el libro, espero. El libro lo he escrito desde el amor y la emoción, y a veces del descaro, pero nunca desde el resentimiento, el rencor o el desdén. Esas maneras de ser no van conmigo”, dice el autor.
Usted también es escritor, ¿de qué tamaño es su ego?, le digo:
“Es que yo sé lo que pesa el alma, pero no sé lo que pesa el ego —responde—. A veces tengo la sensación de no tener ninguno y a veces me da rabia sentir que lo tengo muy grande. Tengo el ego equivalente al de cualquier persona normal que hace cosas cara al público: si yo escribiera y nadie me dijera algo me sentiría fatal. Como el payaso, como el futbolista..., cualquiera que hace algo cara al público es porque quiere que lo miren. ¿Y el peso del ego? Escribí una vez un libro que se titulaba El peso de la fama, y tampoco se me ocurrió pesarla. Pero sin el ego es imposible la obra literaria”.
Víctor Núñez Jaime
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