26 octubre, 2009 - 01:45
El mar de la tierra
He estado en Iguazú. Un espectáculo natural inconmensurable; fuerte, bello, insólito. Las cataratas caen a una velocidad vertiginosa; el agua adquiere todas las texturas posibles, como si estuviera creciendo en el contacto del agua con la roca una roca más, una roca de agua, o de tierra. En algún momento, si uno fija la vista en esa secuencia endiablada del agua cayendo sobre el lecho del río Iguazú, da la impresión de que lo que cae es una inmensa torrentera de piedras líquidas que se rompen mientras caen. Lo que resulta más insólito, más evocador y más envolvente, es el sonido, ese motor inmenso que parece convertir las cataratas en el mar de la tierra; catedrales inmensas que se van haciendo de agua cada vez más sólida, más densa, más concreta. El agua como si fuera al tiempo un sonido y una alucinación, una pesadilla y una voz, la voz repetida del agua cayendo violentamente sobre el agua turbulenta del lecho del río. He estado en Machu Pichu; aquella es la belleza tranquila, inquieta y ansiosa, que requiere silencio. Aquí el sonido es la belleza misma, y el silencio en el que la contemplas es la única respuesta posible a esa inmensidad en la que el sonido es también un silencio, el silencio atosigante del agua cuando es el mar de la tierra.
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