El 'error Lehman'
El mundo aún sufre las consecuencias de la caída del gigante de Wall Street
CLAUDI PÉREZ 13/09/2009
Mediados de septiembre de 2008. Nueva York está casi otoñal. Es el momento idóneo para darse un garbeo por Central Park, pero en esa ciudad que vendió su alma a los especuladores la acción suele suceder unas calles más abajo: esta vez, en una lujosa oficina del piso 31 de la sede del poderoso banco de inversión Lehman Brothers, en el número 745 de la Séptima Avenida.
Su presidente ejecutivo, Richard Fuld, está pensando lo impensable. Pide a un experto en quiebras que prepare los papeles necesarios por si el banco se hunde. "La Administración no te va a dejar caer", replica el incrédulo abogado. "Sería como si el Gobierno mismo quebrara.
Como si Roma vendiera el Vaticano a los japoneses para convertirlo en un hotel y contratara al Papa como botones", bromea. Apenas unas horas después, sucede lo inimaginable: Lehman cae. Y cientos de empleados del banco empiezan a vaciar el edificio.
Darwin y los samaritanos
No había en el mundo banqueros más arrogantes y despiadados
Apenas se vislumbra el final de la mayor recesión desde la II Guerra Mundial
Las innovaciones financieras acabaron siendo armas de destrucción masiva
El Gobierno Bush decide dar un escarmiento y dejar que Lehman caiga
Las cosas acabaron por irse de las manos de Paulson y Bernanke
Todos los gobiernos acabaron por lanzar un salvavidas al sector financiero
Muchos piensan que dejar caer a Lehman acabó siendo algo positivo
La crisis llegó y se agravó debido a una regulación poco estricta
No había en el mundo banqueros más arrogantes y despiadados que los de Lehman Brothers. Por eso, la potencia visual de esas imágenes, la cola de jóvenes ejecutivos cabizbajos llevándose sus pertenencias en cajas de cartón, puede ser el equivalente en esta crisis a las fotos en blanco y negro de la Gran Depresión del siglo pasado.
Los jugosos diálogos entre Fuld y su abogado despuntan en los primeros planos de Los últimos días de Lehman Brothers, un drama producido por la BBC que se ha emitido esta semana en la cadena pública británica. Pero el auténtico drama empieza el 15 de septiembre de 2008.
La crisis financiera deviene tras ese día en la mayor recesión desde la Segunda Guerra Mundial. Se esfuman los ahorros de los miles de incautos que confiaron en las promesas de un mundo en el que la innovación financiera y la autorregulación de los mercados acabarían con las crisis, que son algo tan viejo como el capitalismo.
A partir de esa sorprendente bancarrota, millones de personas empiezan a perder su empleo por todo el planeta en una película con un metraje interminable: un año después, apenas se vislumbra el final de la historia.
Las crisis no suceden de repente. El Muro de Berlín no cayó de un día para otro. Tampoco Lehman, cuya quiebra es precisamente algo así como la caída del muro para una determinada forma de entender el capitalismo. Todo lo que hay detrás de ese 15 de septiembre es la prehistoria.
Es verdad que apenas tres años antes no sucedía nada fuera de lo común -al menos, en apariencia-, excepto la incapacidad de un grupo de familias norteamericanas para pagar sus créditos inmobiliarios. Sin embargo, a lo largo de 2007, las hipotecas basura, concedidas a gente con un mal historial crediticio que dejó de pagar cuando pinchó la burbuja inmobiliaria en EE UU, empiezan a llevarse por delante al sistema financiero.
El sector lleva años engordando demasiado, con unos niveles de riesgo y de endeudamiento insostenibles. Pese a los intentos de los bancos centrales por actuar como cortafuegos, la globalización extiende el virus con rapidez. "Salió a la superficie un sistema bancario en la sombra, creado por los propios bancos para saltarse las normas, que arrasaba todo lo que tocaba", describe Jordi Galí, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra.
Las innovaciones financieras que la banca vendía como la panacea han resultado ser armas de destrucción masiva. "Los ejecutivos hicieron apuestas enormemente arriesgadas, operaron en el límite y más allá del límite de las reglas, e incluso ahora siguen poco dispuestos a reconocerlo, pero consiguieron lo nunca visto: que ni los propios banqueros confiaran en la banca", asegura Charles Wyplosz, catedrático de Economía Internacional del Graduate Institute de Ginebra. En efecto, ya antes de caer Lehman nadie se fía de nadie: ni siquiera los bancos de sí mismos. La confianza empieza a esfumarse y en la primavera de 2008 se hunde Bear Stearns. En verano, las gigantescas hipotecarias Freddie Mac y Fannie Mae.
Pero en el último momento siempre sale al rescate el Estado: la Administración de George W. Bush encuentra un comprador para Bear Stearns a cambio de cubrir las pérdidas. Y el presidente, apóstol del mercado libre, se ve obligado a nacionalizar Freddie y Fannie.
Tras un fusible, siempre salta otro, y en septiembre del año pasado Lehman tiene todos los números para ser la próxima víctima. Es el siguiente de la lista. Y basta con que los mercados crean que algo va a suceder para que suceda: los economistas llaman a eso la paradoja de la profecía autocumplida.
Un ex alto ejecutivo de Lehman que prefiere guardar el anonimato relata esos momentos de incertidumbre: "La operativa de banca de inversión pura y dura era impecable: Lehman era la crème de la crème. Pero a finales de 2007 Fuld comete un error de bulto: piensa que la crisis no va a ir a más y empieza a endeudarse con ayuda de los productos estructurados en el maltrecho sector inmobiliario americano, cuya burbuja no ha hecho más que empezar a deshincharse. Ése será el principio del fin". Aun así, ni Fuld ni nadie en Wall Street piensa que Washington vaya a permitir una quiebra de ese calibre. Segundo y definitivo error: el guión dará entonces un giro inesperado.
Durante el fin de semana del viernes 12 al domingo 14 de septiembre, cuenta el economista francés Jacques Attali en su último libro, los grandes banqueros de Wall Street discuten con el secretario del Tesoro, Hank Paulson, y el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, un plan para confinar los activos tóxicos de Lehman creando un banco malo, para ubicar el resto en un buen banco que comprarán Barclays y
Bank of America. Todos están convencidos de que Paulson y Bernanke se harán cargo de las pérdidas, como han hecho en casos parecidos hasta ese momento. Pero eso no ocurre y la Administración de Bush rechaza cualquier tipo de intervención. Decide dar una lección, castigar a los malos y lanzar un aviso: el Estado no va a salir siempre al rescate.
Para muchos expertos se trata del mayor error de política económica en más de medio siglo. Para algunos -cada vez más-, quizá no es para tanto.
Durante la presente crisis hay una constante, y es que aun cuando las autoridades creen estar preparándose para el peor escenario, la realidad lo supera. Eso es exactamente lo que acaba sucediendo con Lehman: la quiebra desata el pánico en los mercados de financiación a corto plazo. Los bancos, que no sabían exactamente lo que Lehman les debía y no les devolvería, dejan de prestar (y de prestarse) dinero. Dejan de aceptar incluso papel comercial de las empresas y el huracán financiero se convierte en una fenomenal recesión, con los empresarios ahogados por la falta de liquidez. Las cosas se les van de las manos y Paulson y Bernanke se ven obligados a salir al rescate de la gigantesca aseguradora AIG sólo unas horas después de permitir la quiebra de Lehman. La tormenta no cesa y el sistema entero se sitúa a un paso del abismo.
Pero entonces Paulson y Bernanke consiguen meter el suficiente miedo en el cuerpo a los políticos como para que el Congreso apruebe contrarreloj un plan de medio billón de euros que permite salvar a Goldman Sachs y Morgan Stanley, la aristocracia de la banca de inversión. "Es el final de EE UU como superpotencia", afirma el ministro de Finanzas alemán, Peer Steinbrück. Sólo unas horas después tiene que tragarse esas palabras: también Alemania, Reino Unido y el resto de gobiernos se ven obligados a lanzar salvavidas a un sector financiero en ruinas, y poco más tarde empiezan los multimillonarios planes de estímulo que evitan una segunda Gran Depresión.
"Es increíble que sólo seis meses después de la quiebra de Bear Stearns la Administración no tuviera un plan de contingencia y no alcanzara a ver que dejar caer Lehman Brothers provocaría una debacle que dejó una factura multimillonaria y todo el sistema al borde del colapso", critica Luigi Zingales, de la Universidad de Chicago. "Esa falta de previsión es un desastre. Peor aún fueron los bandazos posteriores: con la nacionalización de AIG nadie entendía nada, a quién se salvaba y a quién no. Eso creó una incertidumbre fenomenal: lo peor que puede pasar en tiempos de zozobra es que las autoridades pierdan credibilidad", añade.
Pero Zingales cree que el error Lehman tiene otras aristas. El pánico que provocó permitió aprobar ambiciosos planes anticrisis en todo el mundo sin que los defensores del libre mercado apenas chistaran: la patronal española llegó a pedir un paréntesis en la economía de mercado. Y ayudó a poner en marcha notables cambios regulatorios con una idea fuerza: "El mercado no puede funcionar correctamente sin la mano visible del Estado, sin unas reglas del juego claras. De otra manera, los capitalistas serían capaces de cargarse el capitalismo", afirma Zingales, miembro del comité que examina los cambios normativos en EE UU.
"Si no hubiera caído Lehman, hubiera sido cualquier otra entidad", defiende Zingales. "La lección que debemos aprender de esta crisis es que el Estado no puede garantizar todas las instituciones. No hay razones para defender a ultranza la política del demasiado grande para caer si a cambio no hay una regulación férrea para ese tipo de entidades que pueden borrar el sistema de la faz de la tierra".
Varias fuentes consultadas comparten esa visión: dejar caer Lehman fue un error tremendo, nadie calculó las consecuencias de la espiral que desató. Pero a la vez fue el catalizador que hizo sonar todas las alarmas, que aceleró la aprobación de los paquetes de estímulo. Que evitó una debacle aún peor, en definitiva. Y que ha abierto debates que se disparan en todas las direcciones: el sector financiero no volverá a ser el mismo; el capitalismo y la correlación de ideologías que lo conforman, tampoco.
La crisis llegó y se agravó debido a una regulación poco estricta que permitió que algunas firmas llegaran a ser tan grandes o tan interconectadas que el sistema no era capaz de permitir su caída. Y eso daba manos libres a sus gestores para tomar todo tipo de riesgos a sabiendas de que el Estado difícilmente permitiría una quiebra. Sólo EE UU atravesó esa línea roja con Lehman, con consecuencias devastadoras, y eso pone todas las miradas en el peligro que supone ese gigantismo bancario. "Esas instituciones no sólo son demasiado grandes para fracasar, sino demasiado grandes para ser administradas", ha sentenciado el Nobel Joseph Stiglitz.
Desde Bruselas, Daniel Gros, director del Centro de Estudios de Política Europea, comparte a grandes rasgos ese punto de vista. "Primera lección de la caída de Lehman: claramente, nunca más. ¿Pero nunca más qué? Me temo que supervisores y bancos centrales ahora piensan 'nunca más una bancarrota de un gran banco'. Y eso es lo contrario de lo que necesitamos si no se acompaña de un empujón en la regulación".
Lejos de ser un error, el consenso empieza a virar entre los economistas hacia el hecho de que dejar caer a Lehman acabó siendo, inesperadamente, algo positivo. Es evidente que Bernanke y Paulson -el primero lo ha reconocido abiertamente- no planearon esa vía, cuyos costes han sido colosales. Pero las consecuencias de ese nefasto fin de semana no sólo aceleraron una crisis financiera que de todas formas era inevitable, sino que también permitieron una rápida respuesta global coordinada que evitó la Gran Depresión, un agujero negro en las finanzas y quién sabe si una crisis social de enorme calado.
"La crisis de Lehman tiene algo de darwinismo -la destrucción creativa necesaria para que el sistema mejore, o al menos no muera- y de metáfora de los graves abusos de la última década. Es un símbolo de la temeridad de los banqueros. Y también un gran caso de castigo de los culpables: la gente que ha conducido a ciegas un autobús escolar y ha tenido un accidente nunca debería volver a ponerse delante de un autobús, y es posible que eso suceda con muchos de los involucrados en este caso", asegura el economista belga Paul De Grauwe.
De Grauwe reparte también estopa entre las autoridades económicas estadounidenses: "No tenían que haber dejado que eso sucediera, porque los costes han sido brutales. Si querían un castigo ejemplar, deberían saber que es perfectamente posible rescatar un banco y asegurarse de que esa actuación no genera riesgo moral [un efecto perverso sobre otros bancos, que empiezan a creer que pueden arriesgarse y cometer excesos porque en última instancia el Estado los salvará]. Basta con enviar a los ejecutivos a la cárcel, o con imponer sanciones muy duras, o con enviar a los accionistas a casa con las manos vacías por haber permitido eso para que el riesgo moral desaparezca".
No sólo la BBC ha intentado indagar en los días previos a la bancarrota de Lehman. Michael Moore acaba de estrenar en Venecia el documental Capitalismo: una historia de amor. En EE UU se han editado ya varios libros y entrevistas con los protagonistas de la trama. Hay un poco de todo: justificaciones, teorías conspirativas -Lehman es uno de los grandes bancos de inversión judíos; Paulson procedía de Goldman Sachs, un banco rival que sí recibió ayuda- e incluso algún que otro mea culpa con la boca pequeña. Paulson y Bernanke siguen negando la mayor: aseguran que dejar caer Lehman no fue un error y que las reglas del juego les ataban de pies y manos en la búsqueda de soluciones.
Pero los hechos desacreditan esa tesis. Seis meses antes del caso Lehman, las autoridades económicas estadounidenses cubrieron las posibles pérdidas de Bear Stearns para que JP Morgan tragara con ese sapo, y unos días después nacionalizaron AIG con un crédito extraordinario que se aprobó en un abrir y cerrar de ojos.
Charles Morris, autor de El gran crac del crédito -y uno de los que defienden que fue un acierto que Lehman quebrara-, asegura desde Nueva York que esa crisis deja grandes lecturas: "Lo más importante es que los banqueros no pueden seguir insistiendo en que ellos realmente sabían lo que estaban haciendo. Todo lo demás es consecuencia de eso: hay que limitar el poder de los bancos aunque los banqueros insistan en que no se puede poner coto a la innovación. Porque se ha llamado innovación a prácticas que eran verdaderas salvajadas, o auténticas idioteces".
Ahora que la situación se va normalizando, a Wall Street le entra de repente cierta amnesia respecto a lo ocurrido. "En los casos de Lehman y AIG se demuestra que la acción de las autoridades está limitada por nubes de incertidumbre en la regulación. Los bancos quieren impedir que el nuevo Ejecutivo imponga claridad en la nueva normativa, quieren aguar la reforma y dejar las cosas como están. Pero hay que limitar los movimientos de esas instituciones demasiado grandes para caer, y hay que dar poderes a la Administración para meter mano en cuanto empiecen a ver cosas raras", apunta Morris.
Wyplosz dispara en la misma diana: "Estados Unidos, Suiza y el Reino Unido han planteado propuestas interesantes para la nueva regulación bancaria. Pero esos proyectos deben pasar por los parlamentos respectivos: mi apuesta es que al final se verán claramente aguadas. Si estoy en lo cierto, el mundo pos-Lehman será muy peligroso".
La intrahistoria de la caída de Lehman es también una feroz lucha de egos, un tratado de bajas pasiones; un folletín peliculero, en suma. En las infinitas entrevistas, en los reportajes y en los libros que describen los últimos días del banco, su presidente, Richard Fuld, aparece retratado como un tipo arrogante, estúpido, codicioso, temerario y con algunas lindezas más. "El carácter es el destino", escribió John Cheever hace casi 30 años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario