-MANUEL GARCÍA RAMOS Dicen que los celos no son un problema de amor, sino de amor propio. Es decir, el celoso no desata su ira por haber perdido a un ser amado, o por creer que lo ha perdido, sino por haberse sentido despreciado. Las torpezas del lenguaje llaman a todo eso "violencia de género" y se quedan tan satisfechas.
Yo no sé si el superávit de información es el responsable de que ahora sepamos más casos de hombres desquiciados por abandonos amorosos o traiciones posibles de sus parejas, pero el asunto se ha vuelto una pandemia pasional de la que yo nunca tuve noticia tan desmesurada.
La conformación de las personalidades es la causante de esos arrebatos de violencia contra el otro o, mejor, la falta de conformación de un carácter, la cultura machista y posesiva que niega la libertad de elección de su amada en el momento que lo crea conveniente.
Bien es verdad que esos desajustes amorosos también proceden de otro tipo de desajustes, entre ellos los económicos; la falta de perspectiva laboral, la exclusión social? Desde ese punto de vista, está vigente el viejo principio marxista de que la economía termina por influir en la ideología. Los machos enfurecidos de nuestros días casi siempre tienen detrás una incompetencia profesional o complejos no superados en su juventud.
Digo los machos porque son los más pillados in fraganti en ese tipo de agresiones, aunque también conozco casos de violencia femenina, sobre todo en edades avanzadas del matrimonio.
Me acuerdo ahora de visitar a una pareja de viejitos, familiares de un casero mío, que cada vez que me recibían entablaban discusiones medio absurdas que por regla general concluían con un revés de mano de la señora a su esposo y militar retirado. Era rara la visita que no contara con el guantazo correspondiente, aunque luego la gresca se olvidaba con unas copitas de ginebra para todos que la agresora sacaba de unas mesillas de noche que parecían cantinas de cuatreros.
Siempre me asombraron esas mesillas de noche por la originalidad de sus enseres. Cuando todas las personas mayores guardan en esos muebles somníferos y algún que otro detalle íntimo, la señora del cuento, menuda, autoritaria, con su pelo alzado y muy cuidado, tenía en su habitación alcohol para pegarle fuego a una manzana de viviendas. Ella y su coronel desguarnecido disfrutaban durante la noche de las copas que cuadraran, que, por lo abultado del botellerío, eran unas cuantas y algunas otras más.
En ese escenario, que a nadie se le ocurriría llamar de "violencia de género", sino, más bien, de "violencia de gaznate", el pobre coronel recibía sus sopapos con una paciencia beatífica; tal vez se tratara de la devolución recíproca de los sopapos que él, en su día, había propinado a su señora esposa, ahora convertida en barman y verdugo.
La vida da muchas vueltas y cada una de esas experiencias acumuladas por cualquiera de nosotros nos ilustra de modo definitivo. Nacemos, nos desarrollamos y terminamos quedándonos como esos dos viejitos de mi historia personal. A esa edad ya las pasiones amorosas han desaparecido y emergen los puros rencores de una convivencia que es imperfecta por ley natural.
Desde que Adán y Eva abandonaron el paraíso, el paraíso de la pareja no existe. El matrimonio es una ficción que exige un derroche incesante de fantasía. Dicen que el amor, ese amor intenso que vuelve a dos personas una sola, dura una media de tres años. Un problema de química. Luego queda la convivencia, y ahí está el quid de todo el asunto. Ahí empieza la aventura que los viejitos de mi cuento terminaron rociando de ginebra a todas horas.
Por otro lado, los seres humanos matrimoniados no acaban nunca de aprender a separarse civilizadamente. Siempre hay abogados de por medio, amenazas, cuernos de verdad o de mentira, tiras y aflojas de tutela de hijos, remuneraciones pendientes?
El haber vivido juntos durante mucho tiempo agrava la posvecindad. Alguien ha hablado de lo mal que sabemos vivir con aquellos a quienes conocemos demasiado. Entre dos personas de larga convivencia aumentan estrepitosamente las quejas y las contrariedades recíprocas; no se perdonan una. La mínima discrepancia dispara los enfrentamientos.
Todo eso se intensifica en una separación traumática. Ya no es un problema de desamor, es la tercera guerra mundial particular.
Y ahí nos vemos los amigos aguantando la narración de lo acaecido por uno y otro lado, sin saber a quién darle la razón cuando la razón ha desaparecido del mapa ex matrimonial.
Todos los veranos debemos enamorarnos para saber que estamos vivos. Por lo menos eso es lo que dijo un sabio de la Isla Mauricio en el siglo I de nuestra era: "Sólo el cuerpo animado por el amor contiene el alma viva: el desprovisto de amor no es sino un esqueleto recubierto de carne".
Enamorarnos en el buen sentido de la palabra. Y para ponerles sentido a las palabras no hay como recurrir a los poetas, a los poetas que han tenido algo que decirnos, no a los tratantes de versos académicos. El enamoradizo Rainer Maria Rilke sentenció en su día que el amor acaba en el momento de la confesión mutua; todo lo contrario de lo que cabía esperar.
El amor es un cortejo sin palabras, el amor es una mirada infinita, una interrogación sin respuestas, un sentir que nada somos si esa persona no nos tiene en cuenta. El amor es una inminencia: algo que se presagia y no se comprueba.
No me voy a poner lírico ahora, pero estoy de acuerdo con Rilke, básicamente porque nos ahorra ciertos disgustos y nos excita mucho más. Desde que le damos al amor formato administrativo y eclesial, todo empieza a desmoronarse poco a poco. Es ley de vida, no hay que darle más vueltas. Al final del itinerario nos encontramos con los dos viejos parientes de mi antiguo casero tirándose los trastos a la cabeza y mandándose las copas del insomnio.
Si seguimos la fórmula de Rilke conseguimos enamorarnos muchas más veces y hacemos menos daño. ¿En cuántas ocasiones no hemos cruzado una mirada con otro ser humano que nos deslumbró y todo quedó en eso?
En esas ráfagas de sentimientos intensos nos hemos fijado en alguien que en algo se nos parece. Un gesto, un rictus, una manera de hablar, una manera de callar, el brillo de unos ojos, una sonrisa que no se ultima. Por regla general, nos enamoramos de algo familiar, de algo que nos recuerda a nosotros mismos o de algo que ha formado parte de nuestra experiencia íntima.
Por eso viene a colación lo de los celos como un problema de amor propio; al enamorarnos descubrimos que nos queremos un poco más a nosotros mismos y nos aturde que se termine ese sortilegio porque alguien, distinto a nosotros, lo decida.
El otro día me ocurrió con una joven algo de lo que cuento y pensé en Rilke de inmediato: no sigas más allá, deja que la confesión no se perpetre. Que prevalezca el enigma mutuo. Ella también lo saboreará y ambos nos libraremos de la escena de los guantazos y las copas mal llevadas.
Gracía Ramos siempre con su pedantería a cuestas (yo)
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