Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

15 ago 2009

Manchas y arabescos


Manchas y arabescos


Decía Henri Matisse que no había otra cosa en su obra que manchas y arabescos. En su monumental biografía del artista, Matisse (Edhasa; traducción de Isabel Butler de Foley), Hilary Spurling cuenta que en la academia a la que acudió para formarse, en Saint-Quentin en 1891, era uno de los alumnos más expansivos y que, entre sesión y sesión de pintura, se dedicaba a hacer imitaciones o a cantar con su característico acento regional. "Nunca iba al estudio sin su violín", añade.
Tampoco lo olvidó, años después, cuando llegó por primera vez a Niza el día de Navidad de 1917. Pensaba estar sólo unos días y tomó una habitación en un modesto hotel situado en el paseo frente al mar.
Al poco tiempo, ya practicaba una rutina invariable: "Se levantaba temprano, trabajaba toda la mañana y emprendía una segunda sesión de trabajo después de comer, después tocaba el violín, tomaba una cena sencilla (sopa de verdura, dos huevos duros, ensalada y un vaso de vino) y se acostaba temprano".
Ahora, en el Museo Thyssen, en Madrid, se exhibe Matisse 1917-1941 (el comisario es Tomás Llorens) y en la exposición hay varios cuadros en los que aparece el estuche de violín del artista.

Había guerra en Europa cuando Matisse llegó a Niza. La región del Aisne, donde había nacido, había sido devastada y Saint-Quentin, donde canturreaba y tocaba el violín, era ya una ciudad fantasmagórica. "Pinto para olvidar todo lo demás", confesaba por entonces (en la imagen, Interior con violín). Viendo la exposición, y todas las figuras de los cuadros con todo ese aire de sosiego y calma y descanso que transmiten, es difícil imaginar que algunos de ellos se pintaran con el horror de la guerra como ruido de fondo.

Sea como sea, y de su larga etapa vinculada a Niza, que es el periodo que abarca la muestra del Thyssen, Robert Hughes escribió a propósito de una exposición de 1986, que reunió en la National Gallery de Washington 171 obras de ese periodo, que fue un tiempo de lucha y tensión por consolidar su madurez como artista: "Observar las habitaciones de Matisse es como leer una autobiografía reticente, escrita antes de los tiempos en que se esperaba que los autores lo contaran todo.
La calma que irradian no es una expresión de complacencia, sino una táctica contra la ansiedad. Niza permitió a Matisse el equilibrio, mantener de forma continuada el mismo estado mental. 'Después de medio siglo de trabajo duro y reflexión, la pared todavía está allí', le escribió a un amigo".

Eso era lo que contaba del Matisse de Niza el prestigioso crítico de la revista Time.
Y añadía que el instrumento que le había servido para ganar esa batalla contra la ansiedad "fue el color, la revelación de la luz". Justo lo que hay en la exposición de Madrid: ¡olé, olé y olé el color!
Una explosión de color que enloquece. Si su obra entera, como decía el mismo, no son más que manchas y arabescos, podrían tomarse esas manchas y arabescos como los sonidos de su violín transportados a sus telas.
Porque a lo que invitan, todos ellos, es justamente a dejarse llevar: como en una lánguida y melancólica y embriagadora danza infinita.

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