El tiempo dinosaurio
Escrito por: Ángeles Mastretta el 30 Jul 2009
Pienso que envejecer con serenidad debe ir siendo el resultado de una buena argamasa hecha con lo que se recuerda y lo que se olvida.
Yo en eso creo que voy bien. Guardo el recuerdo de muchas emociones y mientras las necesito, para sobrevivir cuando empiece a pasar el tiempo sin trajín, vivo en el presente con una pasión que no les da mucho tiempo. Quizás por eso, ahora que me han pedido un texto para conmemorar el no sé qué número de aniversario de la vida del Museo Universitario del Chopo, me he tardado tanto en ponerme a hacerlo. Yo dirigí el museo hace casi treinta años.
Y recuerdo que me gustó mucho hacerlo, que fue cansado y que ahí me gané la vida unos tres años. Por ahí anduve paseando todo mi primer embarazo, inventé no sé cuántas barbaridades y decidí dejarlo para dedicarme a escribir una novela.
He tratado de recuperar la memoria de algunos de mis quehaceres en el museo y no he conseguido ni remotamente un recuerdo preciso y ordenado.
Hermoso y raro, el edificio convertido en Museo Universitario del Chopo me provoca emoción y nostalgia. Al evocar los sueños y promesas que puse en él siento alegría. Era tan joven.
Entonces no lo sabía yo como lo sé ahora. Tenía veintiocho años, una curiosidad sin límites, un deseo de hacer mil cosas por minuto. Ahora hablo de esa mujer con ternura y condescendencia porque ha pasado el tiempo por las torres y los ventanales del Museo, como ha pasado entre mis ojos y mis recuerdos.
Cuando el entonces director de Difusión Cultural en la Universidad Autónoma de México, me preguntó si aceptaría la dirección del museo, yo no sabía a cabalidad que el sitio al que con tanto bombo se llamaba Museo del Chopo, era un edificio vacío de pared a pared, bajo cuyo techo habitaban cientos de palomas y en el que la gente seguía buscando a un dinosaurio.
Durante años el lugar albergó el Museo Nacional de Historia Natural y entonces miles de niños lo habían visitado para ver la osamenta de un célebre dinosaurio, el espanto disecado de un búfalo con dos cabezas y las vitrinas apolilladas en que se guardaban no sé qué imaginerías, porque no alcancé a verlas, pero seguramente nimiedades que hubieran matado de la risa ya no se diga a Darwin sino a cualquier biólogo que se respetara.
Por eso lo habían quitado de ahí y se habían llevado al dinosaurio a un nuevo hábitat cuyo aspecto parecía más cercano a la ciencia. Todos los fines de semana algunos padres de familia con hijos entusiastas se presentaban a preguntar por el dinosaurio.
Nada más penoso que el gesto de sus caras decepcionándose. Mi galerón, ya les dije, estaba inmensamente vacío y a mí se me pidió, con toda la frescura inocente de años en los que nada y todo se podía, que hiciera algo con el lugar para convertirlo en un sitio útil a la difusión de la cultura.
Algo que dimos en llamar un “museo vivo”. ¿Los recursos para tal cosa? Un grupo de trabajadores de la UNAM, sindicalizados para ayudarse a no dar mayor golpe, una mujer joven que se resistía a mi presencia y un hombre al que yo veía viejo. Con ellos, primero desconfiados y luego amigos, emprendimos la fantasía. No puedo recordar todo lo qué hacíamos.
El escenógrafo Luna, un hombre guapo que caminaba como si al hacerlo fuera soltando al aire pedazos de su mundo, me ayudó a imaginar un foro en el que hacer obras de teatro. Pusimos una estructura hecha de fierro y tablas, parecida a las que ponen junto a los políticos en los desfiles.
Frente a esas gradas acomodamos una tarima de madera y a los lados unas tiras de tela por las que entrar y salir a las que él con toda elegancia llamaba “piernas”. “Alguien dijo dragón” fue la primera obra de teatro para niños que se montó en el Chopo.
Luna el escenógrafo debió tener por esos años un hijo que se llama Diego. Yo mandé hacer unos volantes que anunciaban la obra y otras actividades menores, avisando: “El dinosaurio ya no está en el Chopo” ahora tenemos teatro, talleres de pintura para niños, exposiciones”. No me acuerdo qué otras ofertas hice.
La mezcla de esos días se me pierde como tantas cosas. Sin embargo el tiempo ha sido amable con el Museo del Chopo. Es ahora lo que somos hace tiempo: un lugar abierto al arte y la imaginación de mucha gente. Yo nada más lo acompañé al principio.
Música para hoy: “Había una vez un barco chiquito” (música y letra para mí de autores desconocidos y de tonada inacabable, como pueden ser las canciones de cuna).
Pájaros de hoy: nacieron unos que han piado el día sin parar. Deben tener hambre. Su padre puede ser un colibrí que ha pasado el día chupando flores. No sé si podrá guardar alguna miel para ellos o si sólo es un irresponsable.
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