Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

29 oct 2017

El niño casi blanco...................................... Elvira Lindo.

Son tiempos para leer a Trevor Noah. Ayuda a distinguir la desgracia real de la fantasía del dolor.

Trevor Noah, en su programa de televisión 'The Daily Show'.
Trevor Noah, en su programa de televisión 'The Daily Show'. Getty Images

El sufrimiento se ha abaratado. 
Puede que algún día, cuando esta época convulsa se convierta en pretérita en los libros de historia, alguien caiga en la cuenta de que en el devenir de los tiempos influyó y no poco el que la gente hubiera perdido el sentido de la medida y reivindicara, como si se tratara de un derecho, que su dolor debía ser tomado en cuenta como el de las personas que de verdad sufren. 
Pero, ¿qué es la verdad y qué el falseamiento de la misma en el presente? 
 Los sentimientos son subjetivos, podemos estar de acuerdo, aunque en esta época de sacralización de la subjetividad hemos perdido por el camino algo tan eficaz para observar la realidad como es el sentido de la proporción.
 Echar un vistazo al mundo y compararse con el que nada tiene y nada puede esperar se ha quedado caduco, es más, apelar a la discreción o a la contención se considera un espantajo, como sacar del baúl de los recuerdos virtudes cursis que no conviene desempolvar. 
Algo de eso sabe Trevor Noah, el cómico sudafricano que desde The Daily Show sacude cada noche sin piedad a Donald Trump. En realidad, no solo dispara con sus chistes al presidente, Noah es un especialista desde niño en meterse en líos y se ríe hasta de su sombra y de la sombra de los suyos.
 Este mulato de 33 años nació en Johannesburgo.
 La edad y el lugar de nacimiento ya nos indican que la temeridad de su humor no fue espontánea: creció bajo el apartheid y su color le convirtió en clandestino desde la cuna, ya que estando prohibidas las relaciones sexuales mixtas, también se estigmatizaba a los descendientes de esas parejas que subvertían las normas raciales. Trevor, hijo de suizo y sudafricana, era un niño casi blanco de pelo afro.
 Su aspecto le impedía sentirse integrado y protegido en grupo alguno, salvo al calor de su madre, una mujer valiente y singular que no conformándose con la miserable educación con la que el gobierno racista de Pretoria condenaba a los niños negros o mulatos, se las ingenió para darle al niño idiomas, los propiamente locales y el inglés, para abrirle las puertas de un futuro distinto.
Las madres de nuestro país han aspirado a lo mismo, el inglés, el inglés, pero en el caso de una madre negra del apartheid dar a su hijo idiomas, libros y empujarle a tener sueños que fueran más allá de construir una pared de ladrillo para su chabola era un anhelo insensato.
Todo esto está contado en Prohibido nacer. Memorias de racismo, rabia y risa, las memorias de un gran pícaro que ahora se publican en España y que el año pasado sedujeron a la crítica estadounidense. 
El periodismo nos puede abrir los ojos a la realidad pero la primera persona de un relato nos sitúa en el puro centro de la acción: en Soweto, por ejemplo, en el camino que un chaval hacía todos los días al colegio; en la manera en que su madre se distanciaba de él en la calle para que la policía no dedujera que era hijo de una relación ilícita, o para que los suyos no la llamaran puta por haberse acostado con un blanco. 
Pero esa madre digna y valerosa, que educó a su hijo en el humor y la resiliencia, dos cualidades que comparten terreno porque nos salvan de la desgracia, solía decirle al pequeño Trevor: 
“Aprende de tu pasado y haz que ese pasado te ayude a ser mejor persona.
 La vida está llena de dolor. Haz que ese dolor te mantenga despierto, pero no te aferres a él. No te amargues”. 
Vacunó, en suma, a su hijo contra la amargura y el resentimiento, le ayudó a convertirse en una persona flexible y audaz. 
Esa manera de narrar la fatalidad con humor está emparentada con las memorias de Harpo Marx (Harpo Speaks), que destilan una ironía no exenta de inocencia a pesar de ser los recuerdos de un niño judío y pobre en el Nueva York de finales del XIX, o a las de nuestro Gila (Y entonces nací yo) en el Madrid previo a la guerra o en medio mismo de la contienda, cuando fue malamente fusilado, pasando luego hambre, frío y penurias en la cárcel. 
Todos huyen del dramatismo y a través de una mirada humorística, a veces cruda, a veces compasiva, siempre sincera y limpia aún a costa de confesar las mezquindades a las que cualquier ser humano se rinde forzado por la necesidad, nos cuentan historias llenas de verdad. 
Entendemos cuáles fueron las enormes carencias que padecieron en la infancia, el hambre, el frío, el miedo, la falta de libertad, la exclusión por motivos de religión, raza o clase, pero a un tiempo nos contagian unas ganas enormes de vivir, una bonhomía y una alegría que para nosotros querríamos.
 Son tiempos para leer a Trevor Noah. 
Ayuda a distinguir la desgracia real de la fantasía del dolor.
 Es una lección que no todo el mundo hoy está dispuesto a recibir.
 
 

 

Somos el centro del mundo........................... Rubén Amón

La crisis catalana nos coloca en el mapa por razones tan desgraciadas como el nacionalismo y el cainismo.

Manifestación independentista durante la concentración ante el Parlament en Barcelona.
Manifestación independentista durante la concentración ante el Parlament en Barcelona. GETTY
No recuerdo un piquete de bienvenida tan numeroso y fervoroso como el que mis amistades me concedieron en el aeropuerto de París, aunque pronto me percaté de que no les movía ni conmovía el entusiasmo, sino la sensación de encontrarse con un pasajero que venía de España, de un marciano.
 Y que podría haber concedido una rueda de prensa en la terminal de llegadas de tantas preguntas que le —me— hacían a propósito del "Procés". 
Desde las más ingenuas —"¿Por qué no dejan votar a los catalanes?"— a las más dramáticas ("¿Habrá otra guerra civil?").
Pude percatarme entonces de la visión o versión superficial que adquiere la crisis catalana fuera de su líquido amniótico.
 Y del contraste que existe entre el aislamiento institucional del soberanismo —la UE, en cabeza y la casi unanimidad de la prensa—frente a la simpatía popular que ha logrado engendrar en "ultramar" esta picaresca aventura del pueblo oprimido.
Es difícil invertir el argumento, precisamente por la simplificación de una trama tan compleja; por el impacto de las imágenes represoras; y porque la eficacia del aparato indepe en sus terminales locales e internacionales se ha añadido a la inoperancia comunicativa del Gobierno español, de forma que mis amistades parisinas recelaban de mi juicio cuando trataba de explicar las atrocidades contra la democracia que perpetraba el bando soberanista: la abolición del parlamento, el pucherazo electoral, la discriminación cultural y lingüística, la propaganda de los medios públicos, las movilizaciones, la ruptura de la sociedad, el oscurantismo nacionalista y hasta la iniciativa de votar la indepenencia embozados en el anonimato.

Creo incluso que llegaron a decepcionarles mis explicaciones. Y que no hubieran ido a buscarme al aeropuerto de haber sabido que mi narración pedagógica excluía la epopeya libertaria del pueblo catalán, expuesto de nuevo a la ferocidad de Madrid y a los resabios del franquismo.
Un pueblo proclama su independencia. 
Y un Estado opresor la neutraliza "okupando" las instituciones. 
No cabe lectura más artera y siniestra del delirio soberanista, pero semejante tergiversación tanto se ha arraigado en la ortodoxia de Cataluña como ha prosperado en la abstracción y el diletantismo de la opinión pública internacional menos informada.
Pónganse en mi lugar.
 Expliquen a un extranjero que esta revolución de las libertades se ha organizado desde el sistema, la burocracia la burguesía y el esnobismo trotskista. 
Y disuádanle de su percepción "primitiva" o elemental que confronta al gran depredador hispano con la resistencia libertaria. Incapaz de hacerlo puede entenderse que mi regreso al aeropuerto se produjera en soledad. 
Se había descompuesto el piquete, aunque el mayor estremecimiento sobrevino delante del quiosco de prensa del aeropuerto Charles de Gaulle. España era portada de todos los periódicos.
 Lograba convertirse en el centro del universo, pero lo hacía a expensas de su cainismo, su temeridad, su frivolidad y su endogamia. 
La mayor crisis de nuestro tiempo ha sido en propia meta y ha consistido en una pulsión autodestructiva.
La ha infligido el antiguo veneno nacionalista y nos ha desfigurado en el mundo entero como una nación arcaica. 
Hispania caput mundi. Lo hemos conseguido.
 Y daban ganas de pedir asilo en París.

 

Día Mundial del Ictus

¿Qué sientes cuando sufres un ictus?

 

Una redactora relata lo que vivió el día de su accidente cerebrovascular en el Día del ictus.

Muy pronto, el próximo día 2, se cumplirán cinco años desde que sufrí un ictus con final feliz.
 Tenía 35 años y no adolecía de ningún problema de salud que lo presagiara.
 Fue un ictus moderado, pues se fue gestando poco a poco (no sufrí un derrame) y fui tratada muy pronto gracias a que mi pareja me llevó enseguida al hospital.
 Uno de cada ocho pacientes que sufren un ictus tienen entre 35 y 55 años. Hoy es el Día Mundial del Ictus y aquí voy a contar lo que sentí en las horas inmediatas a mi accidente cerebrovascular.
 

Un médico estudia el daño cerebral en un paciente.
Un médico estudia el daño cerebral en un paciente.

 

Como una resaca
La mañana del 2 de noviembre me duché y cuando estaba secándome mi chico entró en el cuarto de baño. 
Me habló, le contesté y me miró con los ojos muy abiertos.

Me llevó a nuestra habitación. Me tumbé en la cama y recuerdo pensar ‘Estoy mareada, como si tuviera un resacón’. 
La noche anterior vimos Ratatouille, una película infantil sobre un ratón que sueña con ser ‘chef’, y no probamos ni gota de alcohol.

Negando la evidencia
Mi pareja me trasladó al hospital sin decirme a dónde me estaba llevando para evitar rebeldías por mi parte. 
Así que subimos a un taxi y le mostró al conductor un papel en el que había garabateado: “Al Clínico”.
Ya en urgencias nos sentamos ante un médico y le contó lo que me estaba pasando y ahí llegó mi sublevación:
 “¿Pero qué dices? ¡Si me encuentro bien!”. No sé cómo lo dije pero sí recuerdo la cara de pánico con la que me miró el médico. Cuando quise darme cuenta, estaba ya sobre una camilla y una enfermera me estaba retirando las gafas.
 Mi mente seguía aferrada a la negación de lo evidente. “En cuanto se despisten, me cojo un taxi y me voy al periódico a escribir”, pensaba
. Me habían encargado una serie de reportajes sobre los desahucios y el día anterior había estado entrevistando a dos menores cuyas familias estaban a punto de perder sus casas. 
Desde la camilla, fijando la vista en el techo mientras recorríamos a toda velocidad el hospital, la idea se repetía en bucle en mi mente. “¡Por favor, que yo tengo que escribir!”. 

Una breve mejora con su vacío en la memoria
Ingresé en la sexta planta del hospital, en la UCI, donde estaba al cuidado de una auxiliar de enfermería a la que bauticé mentalmente como la pantera.
 Qué fuerza de mujer. Ella me contó que me acababan de poner un trombolítico que me iba a curar.
 Lo que pasó después no lo recuerdo pero durante un par de horas mejoré. Hablé con mis padres que iban en el AVE camino a Madrid, angustiados tras haber sido informados por mi hermano de lo que me estaba pasando. 
“Me encuentro muy bien”, les dije.
 Es curioso que sea justo del pasaje de mi mejora del que no recuerde nada.
Un dolor desintegrador
La memoria regresa de la mano del dolor. Sigo tumbada en la cama de cuidados intensivos y sé que en cualquier momento van a regresar los médicos que me han estado haciendo preguntas. Cómo me llamo.
 Cuántos años tengo. En qué año nací. Y lo más difícil: “Repite esta frase: 'El espantapájaros intentó cruzar la carretera con el semáforo en rojo”. El dolor es cada vez más fuerte y me pongo en posición fetal para intentar atajarlo.
 Alguien me preguntó después que qué sentía en aquel momento. Y la descripción que le di fue “como si se me estuviera desintegrando el núcleo corporal”. Así de sencilla fue mi explicación.

Una operación con conciencia
Me metieron en una sala. Supe que me iban a operar y respiré aliviada. 
No me durmieron aunque me hubiera gustado que lo hicieran. Me inyectaron algo que tomé por un anestésico, pero pasaban los minutos y seguía bien despierta.
 Si hubiese podido hablar lo habría mencionado, pero en aquel momento no podía articular palabra (aunque no sentí frustración ninguna). Entonces yo no tenía ni idea de qué era lo que me estaba pasando.
 Estando en aquella sala se me ocurrió que podía ser algo cerebral pues vi que había una pantalla frente a mí y recordé las operaciones a cráneo abierto que salen a veces en las películas. Me toqué instintivamente la cabeza. “Uf, está cerrada”, pensé, aunque descubrí que la tenía fija a la camilla con una especie de tiara metálica.
La intervención fue larga y yo no acababa de entender qué demonios me estaban haciendo. Nadie me lo detalló, aunque mis familiares sí estaban al tanto de todo
. No tenía las gafas puestas y mi miopía no me permitía aclarar mucho las cosas. De pronto me volvió el dolor desintegrador. Empecé a quejarme y a intentar de nuevo coger la postura fetal. Una enfermera me riñó: "¡No te muevas!". 
El médico, por su parte, me animaba. “Muy bien, lo estás haciendo muy bien”. ¿Pero qué es lo que estoy haciendo bien?
Tardé varios días en entender todo el pasaje. Quien me operaba era un radiólogo que me estaba haciendo un cateterismo.
 Había entrado por la ingle y había subido con un artilugio médico digno del futuro hasta mi carótida izquierda, donde había puestos tres stents (o muelles) que permitieron que mi flujo sanguíneo recuperara la normalidad. 
Mi arteria estaba ahora “recauchutada”, así que podía estar tranquila, me dijo un médico del equipo del Doctor Egido, responsable del área.
Al salir de la operación, el dolor fue amainando. El radiólogo y dos jóvenes médicos me rodearon. Intenté mirarlos pero descubrí que no eran humanos sino seres de otro planeta.
 Durante el ictus perdí campimetría visual y sus caras estaban deformes, como si alguien se hubiera merendado el espacio entre sus cejas. ¿Qué tal te encuentras?, me preguntó el radiólogo. Estaba ocupada intentando entender de qué planeta serían.
 ¿Quizás de Urano? Volvió a preguntarme y obtuvo de nuevo el silencio por respuesta.
 Uno de los jóvenes médicos soltó entonces una frase que me llegó directa al orgullo: “Déjala. No se entera de nada”.
Una ligera jaqueca
Me llevaron de nuevo a la UCI. Aquella noche apenas dormí , pero fui una atenta observadora de todo lo que sucedía en aquella sala, que era mucho, pues hubo otros dos ingresos, uno de ellos con complicaciones. 
Sobre las cuatro de la mañana me quedé finalmente dormida. Al despertar de mi dolor solo quedaba una ligera jaqueca que se fue esfumando a lo largo de ese día.
Estuve en total siete días en la sexta planta del Clínico. Tardé semanas en atar todos los hilos.
 No querían asustarme y fueron dándome la información con cuenta gotas.
 Cuando me anunciaron que iba a estar un tiempo de baja, pensé que se referían a dos semanas, pero cuando mi madre me dijo que sería de un mínimo de tres meses protesté muchísimo. Para los familiares lo más duro es no saber el grado de daño del afectado hasta pasados unos días.
 Durante mi ictus, que sufrí a causa de una disección de la arteria carótida, perdí el habla y tardé en recuperarla. El segundo día mi comunicación se reducía a “OK” y “vale”. 
 A los dos días pude decirle a mi pareja: “No te preocupes”.
Las recuperaciones en algunos casos son milagrosas.
 El cerebro aprende a hacer lo que antes hacía la parte dañada y eso lleva su tiempo.
 En el primer año tiene lugar la mayor mejora, pero después se sigue evolucionando (aunque menos). 
Tengo la suerte de estar completamente recuperada. La rapidez de reacción de mi pareja fue esencial. 
Para él y para mi familia es muy duro rememorar esos días. Para mí, que lo viví todo con poca conciencia del riesgo al que me enfrentaba, es un pasaje positivo de mi vida, sobre todo la etapa de la rehabilitación. 
Estoy infinitamente agradecida al doctor José Egido, a la doctora Ana García, al neuropsicólogo Álvaro Bilbao, del CEADAC, a la logopeda Elena Panizo y a la terapeuta ocupacional Cristina Flórez. 
Todos ellos tienen un lugar muy especial en mi corazón... Y en mi cerebro.


Vanesa Martín: “Odio a los guardianes de la moral”

  • La cantautora del eterno flequillo, que ha vendido 40.000 ejemplares de su libro de poemas, se confiesa como una rebelde y revela que tiene un pronto del demonio.

    Vanesa Martín, durante la entrevista.
    Esta chica de melena Bardot, ojos glotones y flequillo hoy no me peino llena auditorios con canciones que hablan de lo de siempre sin aspavientos. 
    El amor, el deseo, la gloria, la pena, la vida. 
    Una voz, y una pluma, que ha vendido, además, 40.000 ejemplares de su poemario Mujer océano(Planeta), un retrato cabal —a veces, cardiograma, a veces colonoscopia— del corazón y las tripas de una mujer de 36 años de aquí y ahora. Llega con semblante entre serio y disuasorio, y se va relajando a base de respeto, cero protocolo y miradas a los ojos.
     Al final, se suelta el pelo y hace momos para el vídeo. Igual solo es cuestión de tacto.
     Me juego la diestra a que adivino por qué se llama Vanesa.
    En efecto, por la hija de Manolo Escobar, como tantas.. Pero era peor la alternativa: Loli, con todos mis respetos para las Lolis.
    ¿Qué hay debajo de ese eterno flequillo de niña buena?
    Pensamientos, inquietudes y ansias de vivir.
     También cierta impaciencia, bastante timidez, algo de prudencia y un pronto terrible que me tengo que hacer mirar.
    ¿Sí? ¿Y qué activa a la hidra?
    La hipocresía, la mala educación, la gente impertinente.
     Los jueces de la moral, los que juzgan sin conocer ni saber de lo que están hablando y sin meterse en la piel del otro. 
    Eso me rebela.
    ¿Los ha sufrido de cerca?
    Como todos.
     Es tan difícil a veces vivir, y tomar ciertas decisiones dolorosas, que el que venga alguien a juzgarte es para mandarlo adonde yo te diga.
    ¿Tan difícil es vivir, a su aún tierna edad y con la vida de cara?
    Fácil no es, ni a mi edad ni a ninguna.
     Hay que soltar lastres para seguir avanzando, hay que trabajar el apego con la gente, con la casa, con tu ciudad, con tu familia, con tu pareja. 
    Romper el cordón me cuesta y lo llevo mal.
    ¿Duele más dejar o ser dejado?
    Dejar. Cuando has querido mucho y se acaba, tomar la decisión. cargar con ese peso, te devasta..
    ¿Se compone mejor desde el dolor o desde la felicidad?
    Desde la tierra removida, para bien o para mal.
     Me inspira la inquietud, la incertidumbre, los temores. Puedes estar feliz y cagada de miedo.
     O mal y con esperanzas. Cuando estás feliz sin más no te da por componer, y cuando estás devastada, casi mejor no sacarlo a la luz, aunque a mí alguna vez se me ha ido la mano.
    En sus canciones, pero sobre todo en sus poemas, se abre en canal. Y ahí no hay flequillo.
    No conozco el pudor. 
    Nunca lo he tenido, ni de más joven. 
    Ahora tengo más herramientas, más palabras, más vivencias, más experiencia. 
    La madurez te estiliza, pero sigo siendo la misma niñata. Por dentro tengo 23 años.
    ¿Era así de intensita de niña?
    Pues mira, yo creía que era normal, pero mi padre dice que ya era rarita. 
    Lo que sí recuerdo es ser muy observadora, y muy responsable y muy contestona y muy rebelde contra lo preestablecido que yo consideraba injusto.

    Se declara libérrima, pero ¿cree que aún quedan armarios?

    Los armarios son muy antiguos y hay gente muy cateta.
     Que cada uno ame a quien quiera. Cuando se meten en mi vida y me reprochan que no hable, no me siento aludida. 
    No voy a contar nada y no es por pudor, ni porque tenga nada que ocultar ni que negar, sino porque no te conozco.
    Se declara feminista. ¿Le molesta que la piropeen por la calle?
    A mí no, si lo dicen con respeto, aunque entiendo que a otras, sí.
     Lo que tengo claro es que entre nosotras no debe haber grietas. Queremos lo mismo y vamos hacia el mismo lado: la igualdad.
    ¿Para qué o quién compone?
    Porque necesito contar historias. 
    No podría escribirle a un cuadro o a un coche. Cuando me siento al piano o la guitarra, inicio la búsqueda del verbo que encarne esa historia que me bulle dentro.
    Pero acepta encargos. ¿Qué tomó para componerle a Raphael?.
    Pues sí, fue uno de los subidones de mi vida. Le hice la canción en 15 minutos. 
    Me imaginé a ese hombre que llega a una ciudad con un amor no resuelto y se encuentra con ella y... Yo es que soy muy peliculera, pero, en vez de películas, me hago canciones.