Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

7 jul 2011

Claude Lanzmann.

Jan Karski fue testigo del exterminio judío en Polonia. Se desesperó denunciando durante meses los crímenes nazis ante Roosevelt y el Gobierno inglés. Nadie le escuchó.




Yo informé de lo que vi". Lo decía, con rostro grave, el hombre que intentó detener el Holocausto, el polaco Jan Karski, en una de las escenas de la devastadora películaShoah, de Claude Lanzmann. "Dios me ha permitido ver y decir lo que he visto, me ha permitido dar testimonio", decía. Él fue testigo del horror, de la caza al judío, pero no fue escuchado.



Jan Karski, el hombre que se deshizo en lágrimas ante Lanzmann, vivió unos años frenéticos como emisario del horror durante la Segunda Guerra Mundial. Jan Kozielevski, su nombre real (Lodz, Polonia, 1914-Washington, 2000), procedía de una familia católica de clase media. En 1931, su país y su juventud fueron arrasados por Hitler, aunque sus excepcionales cualidades para el análisis y la memorización lo convirtieron en un mirlo blanco para el Gobierno polaco -en la clandestinidad tras ser invadidos por Hitler-, que no dudó en reclutarlo para la Resistencia. "Soy un disco de gramófono que se graba, se transmite, se escucha", decía de sí mismo un lúcido Karski.



Tenaz y tozudo, Karski se empeñó en revelar al mundo la verdad sobre el exterminio nazi. En 1944 escribió un libro, Historia de un Estado clandestino (ahora se edita por primera vez en España por la editorial Acantilado), donde contaba su lucha por la libertad de Polonia y el estremecedor testimonio de los judíos del gueto de Varsovia y los campos de exterminio. Fue un éxito. Vendió más de medio millón de ejemplares en pocos meses en Estados Unidos. Cuando se convirtió en un personaje incómodo para Stalin y los aliados, enmudeció. En 1981, Jan Karski rompió su silencio de cuarenta años dando público testimonio de lo que había visto: "Al terminar la guerra supe que ni los Gobiernos ni los líderes, ni los eruditos, ni los escritores declaraban haber estado al corriente de lo acaecido a los judíos. Se mostraban sorprendidos. La muerte de seis millones de seres inocentes era un aterrador secreto. Aquel día me convertí en judío. Soy polaco, norteamericano, judío cristiano, católico practicante. Y aunque no soy un hereje, declaro que la humanidad ha cometido un segundo pecado original: por obediencia o por negligencia, por ignorancia autoimpuesta o por insensibilidad, por egoísmo o por hiprocresía, o incluso por frío cálculo. Ese pecado atormentará a la humanidad hasta el fin del mundo".



Movilizado en 1939, escapó de los alemanes sin siquiera combatir y se enroló en la Resistencia. "No sentía más que odio por los alemanes, odio por los bolcheviques... Por aquel entonces, yo era una conciencia enferma". Witold Kuckarski, el teniente Witold, su primer nombre de guerra, fue destinado en 1940 al servicio de enlaces con otros países. Los nazis lo apresaron en Eslovaquia, lo entregaron a la Gestapo y lo torturaron salvajemente. Intentó quitarse la vida cortándose las venas y consiguió escapar. En el verano de 1942, el delegado del Gobierno de Varsovia decidió enviarlo a Londres en calidad de "emisario político de la resistencia civil". Había nacido Jan Karski. Antes de partir, el Gobierno le pidió que se reuniera con otros ciudadanos polacos, los judíos. Fue testigo de la "gran acción" contra el gueto de Varsovia y la verdad inconfesable sobre los campos de exterminio.



Siempre recordó cómo, vestido con un traje andrajoso, se adentró un día en la ciudad de la muerte, el gueto de Varsovia, donde los nazis habían confinado a miles de judíos. "No era un cementerio porque los cuerpos se movían, aunque aparte de la piel, los ojos, la voz, no existía nada de humano en esas palpitantes figuras. Por todas partes había hambre, miseria, la atroz pestilencia de cuerpos en descomposición, los lastimeros gemidos de los niños agonizantes, los gritos desesperados de un pueblo que mantenía una espantosa y desigual lucha por la vida". Un infierno creado por el hombre. Los líderes judíos lo dejaron claro: "Los alemanes no intentan esclavizarnos como hacen con otros pueblos, estamos sistemáticamente exterminados. Esa es la diferencia... Creen que exageramos, que somos unos histéricos, pero millones de judíos están condenados al exterminio. Toda la responsabilidad gravita sobre las potencias aliadas". Aquel era el mensaje que debía transmitir al mundo: "La victoria de los aliados en un año, en dos, en tres, no nos servirá de nada porque ya no existiremos". Un grito desesperado.



No lo había visto todo. Días después, Karski viajó hasta Izbica, una pequeña ciudad cercana a Varsovia. Vestido con el uniforme de los guardias ucranios que custodiaban el campo de exterminio de Belzec, recorrió los barracones y presenció la llegada de cientos de deportados. Olió la carne quemada y vio cómo hombres uniformados metían a presión a los judíos en coches abarrotados que descargaban su carga humana en cámaras de gas. "Recuerde esto, recuérdelo siempre", musitaba a su oído el guía.

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