Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

23 abr 2020

El análisis genético sugiere que el coronavirus ya circulaba por España a mediados de febrero

Un estudio de los 28 primeros genomas del virus descarta la existencia de un ‘paciente cero’ español.

Unos 2.500 aficionados valencianistas acudieron al partido de fútbol Atalanta-Valencia, el 19 de febrero en Milán.
Unos 2.500 aficionados valencianistas acudieron al partido de fútbol Atalanta-Valencia, el 19 de febrero en Milán.PAOLO SALMOIRAGO / EFE

 Manuel Ansede

 Cuatro páginas de periódico tienen el mismo número de letras que el código genético del nuevo coronavirus: 30.000. 

En ese breve texto hay suficiente información como para poner de rodillas a la humanidad entera y obligar a miles de millones de personas a esconderse en sus casas. 

Una vez que infecta una célula humana, por ejemplo de la garganta, el virus es capaz de hacer hasta 100.000 copias de sí mismo en apenas 24 horas.

 En cada copia pueden surgir pequeños errores —de una letra por otra— que los nuevos virus van heredando igual que los monjes medievales repetían las erratas al copiar un libro manuscrito. 

Y estudiando esas erratas víricas se puede reconstruir la historia de la pandemia.

Un equipo de científicos del Instituto de Salud Carlos III, en Madrid, ha analizado ahora los 28 primeros genomas del virus leídos en España.
 El rastro de las erratas no conduce a un único paciente cero, sino que confirma “multitud de entradas” de personas infectadas desde otros países durante el mes de febrero, según explica el bioinformático Francisco Díez, primer firmante del estudio.
 El 23 de febrero, el coordinador de Emergencias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, afirmó: “En España ni hay virus ni se está transmitiendo la enfermedad ni tenemos ningún caso actualmente”.
 Pero parece que para entonces el virus ya campaba a sus anchas.
El equipo de Díez ha estudiado los casi 1.600 genomas completos del virus leídos por la comunidad científica internacional hasta finales de marzo.
 El análisis muestra que los 28 genomas españoles pertenecen a las tres grandes familias del virus identificadas en el resto de mundo y bautizadas S, G y V, con poca diversidad entre ellas.
 “Todos los virus son muy parecidos, en principio, con pocas mutaciones de diferencia, lo que es una buena noticia, con todas las cautelas”, explica Díez, que ahora trabaja en el Hospital Clínic de Barcelona. 
Las vacunas experimentales que se están investigando hoy están concebidas para la secuencia genética actual del virus.
 Una alta tasa de mutación podría arruinar la eficacia de las primeras vacunas, que llegarán como pronto dentro de un año.
El nuevo análisis, publicado sin revisión externa en un repositorio abierto, sugiere que el ancestro común de los 1.600 virus estudiados se encontraba en la ciudad china de Wuhan alrededor del 24 de noviembre. 
Trece de los genomas españoles pertenecen a la familia S, y 11 de ellos están vinculados a un caso anterior detectado el 1 de febrero en Shanghái. Los tres primeros S identificados en España son de muestras tomadas los días 26 y 27 de febrero en Valencia. 
Una semana antes, 2.500 aficionados valencianistas habían viajado a Milán para ver el partido de fútbol Atalanta-Valencia, calificado como “una bomba biológica” por el alcalde de Bérgamo, Giorgio Gori. 
Sin embargo, el análisis genético sugiere que los coronavirus de la familia S ya circulaban por España incluso antes, alrededor del 14 de febrero.
 Otra agrupación de media docena de casos de Madrid apunta a que la familia G ya circulaba por la capital en torno al 18 de febrero. 

El estudio permite comprobar la diseminación invisible y explosiva del virus. 
El caso de Shanghái del 1 de febrero está aparentemente emparentado con otras dos muestras tomadas en Francia el 25 y 26 de febrero, otra de Madrid del 2 de marzo, otra de Chile del 3 de marzo, otra de EE UU del 4 de marzo, otra de Georgia del 8 de marzo y otra de Brasil del 16 de marzo.
 Las probables rutas de transmisión se van complicando hasta formar una madeja en el mapamundi. Díez cree que esta rama concreta del virus saltó desde España a otros seis países.

El estudio permite comprobar la diseminación invisible y explosiva del virus. El caso de Shanghái del 1 de febrero está aparentemente emparentado con otras dos muestras tomadas en Francia el 25 y 26 de febrero, otra de Madrid del 2 de marzo, otra de Chile del 3 de marzo, otra de EE UU del 4 de marzo, otra de Georgia del 8 de marzo y otra de Brasil del 16 de marzo.

 Las probables rutas de transmisión se van complicando hasta formar una madeja en el mapamundi.

 Díez cree que esta rama concreta del virus saltó desde España a otros seis países. 

“En España no ha habido un paciente cero. No hay un paciente cero cuando una epidemia está ya tan diseminada”, recalca el virólogo José Alcamí, supervisor del trabajo junto a su colega Inmaculada Casas
El equipo del genetista Fernando González Candelas, de la fundación valenciana Fisabio, secuenció los tres primeros genomas españoles del virus el 17 de marzo.
 Su grupo ya ha leído más de un centenar. 
“Por la información que tenemos hoy, creemos que hubo al menos 15 entradas diferentes en España. 
Es algo parecido a lo que ha sucedido en otros países, como EE UU e Islandia, donde también se han identificado múltiples entradas del virus”, señala González. “El paciente cero no existe”, zanja.
González subraya las limitaciones de estos estudios genéticos, basados en los genomas completos del virus publicados por la comunidad científica en el repositorio abierto Gisaid.
 Ya hay unos 11.000 genomas completos de medio mundo, 150 de ellos de España, pero faltan piezas esenciales. “De Italia no hay secuencias relevantes para poder sacar conclusiones”, lamenta González.
 Al faltar estos genomas, quedan invisibilizadas posibles rutas de transmisión desde Italia al resto del mundo. 
Además, la fotografía siempre es incompleta: hay 2,4 millones de casos confirmados en el planeta, según los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud.

22 abr 2020

De la compra de Chanel nº 5 en la II Guerra Mundial al auge de los vaqueros

De la compra de Chanel nº 5 en la II Guerra Mundial al auge de los vaqueros: cómo las grandes crisis moldean los cambios en la moda.

«El que en la moda solo ve moda es un necio», solía decir Balzac. 

No son los creadores, sino los hitos históricos los que transforman nuestra forma de vestir y definen la estética que se apodera de nuestros armarios.

De la compra de Chanel nº 5 en la II Guerra Mundial al auge de los vaqueros: cómo las grandes crisis moldean los cambios en la moda
Un grupo de jóvenes 'hippies' en 1970. Foto: Cordon

Considero que la razón por la que los diseñadores de moda, unos profesionales poco analíticos, consiguen a veces predecir el futuro mejor que los vaticinadores profesionales es una de las cuestiones más incomprensibles de la historia, y para el historiador de la cultura, una de las más importantes».

 La tesis que escribiera el historiador marxista Eric Hobsbawm en su obra Historia del siglo XX (1994) parece mantener su vigencia un cuarto de siglo después.

 Muy poco antes de que más de medio planeta se viera confinado en su casa a causa de una pandemia, en las pasarelas se exhibían mascarillas (Marine Serre), se escenificaba el apocalipsis (Balenciaga) o incluso se diseñaban colecciones en torno al concepto de biopoder (Gucci), que acuñó el filósofo Michel Foucault en el hoy muy pertinente Vigilar y castigar (1975).

moda crisis

Los desfiles nacieron como reclamo popular para preservar la industria. Aquí, una pasarela en una base naval de Liverpool en 1925. Foto: Getty
Pero no hace falta apelar a la hipotética capacidad profética de los diseñadores para afirmar rotundamente que la moda es un fiel reflejo de las dinámicas y los cambios sociales.
 Aunque para muchos intelectuales el asunto de la indumentaria siga siendo una cuestión banal, lo cierto es que esta es una opinión que filósofos, sociólogos y otros estudiosos de la cultura llevan defendiendo desde hace siglos.
 «El que en la moda solo ve moda es un necio», solía decir Balzac. 
 El problema, quizá, es que la indumentaria es un elemento tan inmediato (quien más, quien menos, se viste a diario) que cuesta darle la profundidad histórica y social que merece.

 Muy pocos se preguntan, por ejemplo, por qué la moda masculina cambia tan poco frente a la femenina.

 Al margen de la cultura patriarcal, que refuerza este hecho, la realidad es que los varones dejaron de adornarse después de una gran crisis: la Revolución Francesa y el consecuente auge de la burguesía. 

 «Es indudable que la reducción drástica del elemento decorativo en los trajes masculinos, la mayor uniformidad en el vestido, se ha acompañado por una mayor simpatía entre las clases; no tanto porque el uso del mismo estilo general de ropas produce en sí mismo una sensación de comunidad porque elimina ciertos factores socialmente desintegradores que pueden producirse por la diferencia en la vestimenta», escribía el psicoanalista Carl Flügel en su Psicología del vestido (1935). Esta ‘gran renuncia’ a la moda, como él mismo la llamaba, tiene que ver con el nacimiento de una nueva sociedad, sustentada en los valores del capitalismo: esfuerzo, austeridad e igualdad de oportunidades.

 La ostentación no estaba hecha para aquellos que querían prosperar en este nuevo mundo, aunque sí para sus mujeres, que no pertenecían al flamante mercado laboral. 

Eran ellas las que daban a entender la riqueza de sus maridos a golpe de aparatosos miriñaques y asfixiantes corsés: el ocio, sinónimo de prosperidad, era entonces definido como ausencia de movimiento.

Si ellos siguen llevando un traje de tres piezas, ellas han dejado atrás el corsé gracias, de nuevo, a otra gran crisis: la Primera Guerra Mundial. 

«La necesidad de mano de obra y el racionamiento hicieron que las faldas se acortaran y las prendas fueran mucho más funcionales.

 Las mujeres que trabajaban en minas o en fábricas de armas empezaron incluso a llevar pantalones», cuenta la historiadora Nina Edwards, autora del ensayo Dressed for war (2014). 

Pero, al contrario de lo que puede pensarse, la crisis bélica no es únicamente sinónimo de austeridad. «La depilación empezó a ser una práctica común. 

También la bisutería: los soldados hacían joyas a sus mujeres con munición, piedras y cristales», apunta Edwards. 


moda crisis
La actriz Jane Russell, pionera en llevar tejanos, en una imagen de 1950, y la modelo Suzy Parker con el New Look de Dior en 1952. Foto: Getty
Esta es también la época en la que la cosmética (antes asociada a las mujeres ‘libertinas’, como explicó en 1863 Charles Baudelaire en su Elogio del maquillaje) se estandarizan: emergen los grandes emporios, de Elizabeth Arden a Helena Rubinstein, cuya publicidad agresiva instaba a las mujeres a ocultar el estrés provocado por la catástrofe:
  «Aunque tu vida profesional o social no lo requiera, tu patriotismo sí te pide que tu rostro irradie optimismo», narraba una de las campañas de esta última. 
Ya en los años veinte, el resultado estético de la contienda cristalizó en el hedonismo de las llamadas flappers: mujeres profusamente decoradas que lucían los tres símbolos de la nueva era (pelo corto, vestido a la rodilla y maquillaje ostentoso) y actuaban con una libertad acorde a unos tiempos tan inciertos como revolucionarios. 
Cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, fue una de estas flappers la que supo ver el nuevo futuro que se avecinaba en materia de consumo de moda: Coco Chanel.
 
Mientras la ocupación nazi de París instaba al cierre de comercios y a la paralización de las actividades no esenciales, Coco Chanel peleó por dejar su tienda abierta (no sabemos si legalmente o no). 
Día tras día, las colas de soldados en su puerta crecían. Compraban el perfume nº5 para sus mujeres. 
 Otra vez se repetía la misma lógica: pequeños lujos asequibles para ‘combatir’ el desastre.
 De la fragancia de autor al fomento del pintalabios rojo por parte de Winston Churchill,«para levantar la moral de la población» (sic), esta dinámica de opuestos llegó a su culmen cuando Christian Dior decidió dar carpetazo en 1947 a las penurias de la contienda con el New Look, una estética lujosa y ampulosa que devolvió a las mujeres la silueta de antaño y que fue utilizada como arma política tras el armisticio: si Reino Unido lo prohibió por requerir para su confección metros tela en tiempos de crisis, 
Francia lo apoyó viendo en él una herramienta para recuperar el trono de la moda mundial.
moda crisis
Dos mujeres en bicicleta en 1925. La necesidad de mano de obra femenina en la I Guerra Mundial propició cierta liberación en las mujeres tras la contienda. Foto: Cordon
Sin embargo, la historia nos enseña que los grandes cambios en materia de indumentaria no son fruto de los diseñadores, sino del desencanto colectivo. La tarea de los buenos creativos es saber leer correctamente su presente para anticiparse al futuro. La grandeza de Dior fue la de darle a la sociedad algo opuesto a lo que estaba viviendo, y la de Yves Saint Laurent haber sabido ver y traducir las repercusiones estéticas y sociales de Mayo del 68 (aunque no pisara una manifestación)Asimismo, la fama de la que gozaron Rabanne, Courrèges y Cardin en los sesenta se debe a que «supieron ver que la tecnología, la indumentaria de protección y la incertidumbre frente al futuro estaban en la cabeza de la gente», argumenta Jane Pavitt, autora del ensayo Fear and fahsion in the Cold War (2008).  
Ante la Guerra Fría, su carrera armamentística, su amenaza nuclear y su propaganda espacial, el mundo respondió poniéndose medias de nailon, vestidos de charol y otros ‘artefactos’ sintéticos, atreviéndose con el biquini que llevaban las heroínas de la ciencia ficción y apostando por una estética unisex y uniformada, anteponiéndose a un futuro distópico en el que la comodidad, la homogeneidad y la fusión de géneros nos convertirían en piezas de un mismo puzle.
moda crisis
Modelos con las prendas futuristas de Pierre Cardin en 1968. Foto: Getty
 Debajo de las pasarelas y las revistas latía un cambio aún mayor: el de los cientos de miles de jóvenes desencantados con un mundo en crisis y un sistema de gobierno que prefería molestar al de al lado que preocuparse por ellos.
 Por eso muchos empezaron a llevar vaqueros, instados por la prohibición que impedía llevarlo fuera de las fábricas o las minas.
 Por eso, también, otros decidieron apropiarse de elementos ajenos a la moda, como las parkas o las botas militares, las chupas de los aviadores o los monos de trabajo hasta uniformarse. 
 Literalmente. «La ideología alternativa y el descontento con lo establecido se significan a través de un estricto código de vestimenta, muy jerarquizado, que les permite reconocerse entre ellos y oponerse al resto». 
Así definía el sociólogo Dick Hebdige el auge de las subculturas durante los sesenta y setenta en su mítico ensayo Subcultures. The meaning of style (1983). Mods, punks, teddy bears y más tarde grunges, club kids o raperos que equipararon la ética a la estética, pese a que luego la moda los haya inoculado subiéndolos a la pasarela y colgándolos del perchero de una tienda low cost. 
 Como ya apuntaba Hebdige: «Cuando acaban siendo definidos como una amenaza para los valores y los intereses sociales, los mass media los neutralizan presentándolos en su forma más estereotípica y estilizada».

moda crisis
Una mujer en zapatillas de deporte en 1980, momento en el que este calzado comienza a popularizarse fuera del entorno deportivo. Foto: Getty
Pese a ello, la sociedad sigue su curso.
 Y la moda lo refleja. A veces de forma consciente (ahí está el auge del feísmo, encabezado por Comme des Garcons en los ochenta y Margiela en los noventa, reaccionando contra la banalidad de un época opulenta que no pensaba en el futuro) o inconsciente (popularizando las zapatillas de deporte después de que toda América las llevara para ir al trabajo durante una huelga de transporte en 1980 o liberando a las mujeres de los tacones tras la muy necesaria libertad de movimientos que supuso el 11-S). 
 Hoy, inmersos en otro cambio de paradigma, solo hay un hecho claro: el confinamiento, la distancia social y la crisis económica que se avecina cambiarán nuestro modo de relacionarnos con la ropa.
 Para la investigadora de tendencias Li Edelkoort, «esto es una página en blanco.
 Nos hemos acostumbrado a no consumir y nos hemos dado cuenta de que hay que cambiar el modelo».
 Sin embargo, la lógica de la historia habla de ostentación como respuesta a la catástrofe. 
 Estos días la ropa ha dejado de cumplir su principal función: comunicar mensajes implícitos a un observador externo. Partiendo de ahí, cualquier cosa es posible.

Unas Divagaciones

En los años de Sartre y de Camus yo me quedo con Albert Camus La Peste y el extranjero.
Con Sartre no . lo leí naturalmente porque tocaba hacerlo para conoces mejor el Mayo Franés y debajo de los ladrillos había una playa. No entendí por qué adoraban a Simone de Bouboir ni a Sartre no me gustaron nunca porque mentian. Sartre me parecia terriblemene feo y no podia ccon esa arrogancia con que trataba a hombres y mujeres Los dos crearon una relación confusa con sus amantes.
Vivian en casas separadas como sinónimo del amor libre . Mentira todo mentira Simone le seguia como un perrito fiel que va tras su amo. Y escribia bien pero nos engañaba. Llegó a acostarse con las amantes de Sartre para luego burlarse de ellas con el corazón sangriento y como todos los cuentos no fueron ffelices Sartre se fue con una mujer que Simone describe muy bienen su obra La Invitada y ella tb voló con otro pero cuando Sartre murió ella se acostó en la cama con él hasta que le hicieran el funeral.
Y con esto termino porque los lei a los dos y me mintieron ademas de ser feos fisicamente y arrogantes queriendo dar lecciones de libertad.



 

Sartre y el gran sol fúnebre de la gloria

La posteridad es esquiva con el autor de la 'La náusea' como lo fue con Camus, por ser incapaces de sintonizar con los que ajustician o perdonan.

El escritor Jean-Paul Sartre, en una terraza del barrio parisiense de Montparnasse, en 1966.
El escritor Jean-Paul Sartre, en una terraza del barrio parisiense de Montparnasse, en 1966.

 

No, no ha tenido Jean-Paul Sartre “una posteridad amable”, y no la tendrá porque los clarines que ajustician o perdonan están apagados para él, en las librerías y en los periódicos.
 A Sartre hoy se ha acercado la muy amable, y profunda, pluma de Marc Bassets en EL PAÍS para decir precisamente eso, que a los cuarenta años de su muerte la posteridad sigue siendo esquiva con el autor de La náusea.

Es una injusticia como la que ocurrió con Albert Camus, por cierto. El autor de El extranjero, por razones inversas por las que luego se ha sepultado dos veces a Sartre, estaba silenciado para la historia de la literatura porque, a principios de los noventa, seguía sin sintonizar con los que ajustician o perdonan y permanecía ausente de las estanterías y de la cita intelectual o periodística.
 En 1993, por ejemplo, permanecía sin ser reeditado en España, arrinconado en la zona sin fondo de la época, aún dominada por el lugar común de buenos y malos a los que nos condenó aquella parte del siglo XX.
 En aquel entonces un buen editor generoso y culto, Rafael Martínez Alés (al frente entonces de Alianza), le encargó a otro editor, entonces en proceso de retirada, José María Guelbenzu, que preparara a Camus para salir de nuevo al campo
. No fue tan solo eso, naturalmente, lo que hizo que Camus abandonara la sombra, pero sí contribuyó en gran medida a que ese extranjero en cualquier parte pasara a formar parte de la patria intelectual, literaria e incluso política del futuro.
Mientras tanto, la estrella de Sartre contradecía sus propias ambiciones, pues, como había escrito en un impresionante pasaje de Las palabras, él se figuraba, ya muerto, “bajo el sol fúnebre de la gloria”.
 Esa gloria lo acompañó hasta la hora de su despedida, tan potente en París, recoge Bassets en su crónica de hoy, como la que le dijo adiós a Victor Hugo.
 A lo largo de las décadas fue pregonado (por varias generaciones) como el gurú de los sucesivos tiempos.
 Su enorme erudición enciclopédica le sirvió para desentrañar las sombras del pensamiento pasado, y él se empeñó en crear su propia idea de la vida y de la creación literaria. 
Mezclado con su arrogancia intelectual y personal, asistido de una corte infinita de aduladores fanáticos, entre los que hubiera estado cualquiera de los que nos formamos en sus mejores tiempos, fue luego olvidado, antes incluso de su muerte, como un juguete roto, como una triste sombra de la inteligencia.
Es un libro lleno también de la arrogancia sartriana (la arrogancia y lo contrario, hay una autodestrucción latente, un espejo permanentemente roto o a punto de ser destruido), en la que no falta la autocomplacencia: “A los treinta años logré el estupendo hecho de escribir en La Náusea —se me puede creer que muy sinceramente—la existencia injustificada, salobre, de mis congéneres y de poner a la mía fuera de causa”.
 Ese Sartre que parecía dos a la vez, uno de los cuales renegaba del otro, escribía sobre el pasado anticipando esa posteridad sin lustre que le esperaba: 
“Engañado hasta los huesos y confundido, escribía alegremente sobre nuestra desgraciada condición.
 Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra y tenía a la inquietud por la garantía de mi seguridad: era feliz”.
Fue, en ese momento de su gloria, cuando el espejo le devolvió el momento en que descubrió su fealdad y, a los siete años, se sentía como un muchacho que no tuviera billete para el viaje que le aconsejaban emprender
. Le habían dicho en la casa que sería un escritor. En ese viaje estaba, en 1964, cuando descubrió que volvía a ser aquel niño y que la pared volvía a ser tan alta como su inseguridad. 
Abrumado por los fantasmas que en la niñez lo educaban para ser el dueño del mundo, se mostraba molesto con “mi notoriedad actual”. “No es la gloria”, decía, “ya que vivo, y esto basta sin embargo para desmentir mis viejos sueños, ¿o será que los sigo alimentando secretamente? Del todo, no”.
 La muerte siempre dictándole la solución, la desaparición tras el gran sol fúnebre de la gloria…

Si se lee hoy Las palabras, publicada en 1964, cuando él ya había publicado muchos de sus libros y, sobre todo, La náusea, se podría deducir que el filósofo literato de aquel entonces ya vio lo que se le venía encima cuando la gloria fuera tan solo, como él mismo escribió, un resplandor fúnebre.
 Ese es un libro extraordinario, lleno de humor y de lecturas. 
Ahí se muestra como un deudor de Víctor Hugo, precisamente, y de Flaubert, un hombre que aspira, además, a emularlos y a superarlos, aunque sabe, como escribe, que el futuro que él ya no controlará lo hará, en efecto, “un relámpago borrado por las tinieblas”.
El libro es un placer lleno de placeres.
 Es una descripción de varios amores, al abuelo, a la madre, que lo hicieron escritor, a la amistad y, en definitiva, al amor imposible y a la finitud.
El tormento del presente era la señal del luto del futuro. 
“Ya que he perdido la posibilidad de morir desconocido, me enorgullezco a veces de vivir mal conocido”.
 Estas frases finales de su impresionante autobiografía, cubierto el tránsito de su descubrimiento de las palabras, son el epitafio anticipado de lo que luego la posteridad le daría:
 “Nunca he creído ser el feliz propietario de un talento; [de] lo único que se trataba era de salvarme —nada en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe. (…) Si coloco a la imposible Salvación en el almacén de los accesorios, ¿qué queda? 
Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos”.
En algún momento, en Las palabras, Sartre dice: “A mi no me duran los rencores y confieso todo, complacientemente; estoy muy bien dotado para la autocrítica a condición de que no pretendan imponérmela.
 Han molestado mucho, en 1936 y en 1945, al personaje que tenía mi nombre; ¿qué tengo yo que ver con eso? Las afrentas recibidas las cargo en su débito: ese imbécil ni siquiera sabía hacerse respetar”. 
La posteridad es esquiva desde que amanece en la tumba oscura. Si este libro se releyera habría, al lado del “sol fúnebre de la gloria”, el sonido de aquellos pájaros junto a los que, en la niñez, le empezaron a decir que los libros iban a ser su felicidad y su destino.
 Luego sólo tuvo destino, y de momento este, como sugiere Marc Bassets en EL PAÍS, cuarenta años después de la muerte de Sartre, le ha deparado al filósofo inseguro y feo una implacable posteridad.