Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

27 oct 2019

¡Muy orgullosa de ti! ........................................... Paula Arcila

¡Muy orgullosa de ti!

Cazadores ...........................................Rosa Montero.

Cazadores

Por desgracia, y aunque estamos inmersos en la sexta extinción masiva de especies animales, las cacerías de seres en peligro no hacen sino aumentar.

HAY CAZADORES que dicen amar a los animales. A mí se me hace muy difícil comprenderlo, pero estoy segura de que es verdad, porque mi padre era torero y, aunque a muchos les resulte alucinante, lo cierto es que adoraba a todos los bichos.
 Él me enseñó a quererlos: si hoy soy animalista es gracias a él. 
Así de contradictorios y de paradójicos somos los humanos.
De manera que sí, vale, de acuerdo, hay cazadores decentes.
 Pero también estoy segura de que muchos de ellos, muchísimos, son unos monstruos y unos energúmenos.
 Son todos esos malnacidos que maltratan a sus perros, que los sacrifican cruelmente cuando ya no les sirven, que los mantienen encerrados y muertos de hambre en galpones, que los transportan metidos en pequeños cajones metálicos en donde se achicharran bajo el sol y apenas pueden moverse. 
Por no hablar del placer, para mí incomprensible, de descerrajarle un tiro a un bello corzo, por ejemplo.
Y a menudo un mal tiro, en la tripa, en una pata, que hace que el animal quede malherido y sufra una larga, cruel agonía. Por todos los santos, es un asco.

Y aún hay cazadores peores. A uno de los peores, Marcial Gómez Sequeira, franquista, defraudador convicto de Hacienda y antiguo capitoste de Sanitas, lo hemos sacado en EL PAÍS a todo trapo en un reportaje del que, como dijo Carlos Yárnoz, defensor del lector, en un magnífico artículo, muchos podrían pensar que no estaba lo suficientemente contextualizado. 
Vamos, que casi parecía una loa del tipo.
 El sujeto se vanagloriaba de haber abatido piezas de 420 especies (entre ellas varias protegidas, como un rinoceronte blanco o un oso polar) y soltaba perlas de este tenor: 
“Intenté calcular el tiempo que llevo cazando. Me salía que he estado pegando tiros, las 24 horas del día, durante 11 años y 3 meses de mi vida. Sin parar pegando tiros”. 
Angelito.
Como es sabido, el matarife en cuestión quería crear un museo de caza en Extremadura con los miles de cadáveres de animales que ha ido atesorando, pero, por fortuna, el escándalo tras conocerse la noticia ha impedido que siguiera adelante este disparate. 
Sin embargo, se trata de una victoria pírrica y local, porque, por desgracia, y aunque estamos inmersos en la sexta extinción masiva de especies de animales (la única originada por el ser humano), este tipo de cacerías crueles de seres en peligro no hacen sino aumentar. O eso he leído en un espeluznante reportaje en La Vanguardia. Según Eduardo Gonçalves, fundador de la campaña Ban Trophy Hunting (Prohibir la Caza de Trofeos), se trata de un negocio en auge: 
“Antes sólo eran nobles terratenientes y coroneles del Ejército quienes iban a cazar safaris”, explicó al diario Mirror:
 “Hoy en día son ingenieros, gerentes de empresas de servicios y pensionistas quienes matan animales por diversión”.
 Esto es: hay cierta clase media a la que el modelo ricachón-sádico-arrodillado-sonriente-junto-a-oso-muerto le parece de perlas y aspiracional. 
Y las empresas se han puesto las pilas para vender ese falso lujo sanguinario con rebajas, descuentos de última hora por cancelación y otras gangas atroces, como la de los sudafricanos 
Mkulu African Hunting Safaris, que, además de ofrecer leones machos por un precio de risa, regalan también la muerte de una leona. 
Un dos por uno, como los yogures.
Este exhibicionismo de trofeos tiene que ver con el poder, o sea, con el abuso de poder y la carencia de escrúpulos. 
Hace años visité en Bad Ischl, Austria, el pabellón de verano del emperador Francisco José, el de Sissi. 
Era un palacete tapizado de cuernos de animales: varios miles de cabezas de corzos y ciervos que el emperador aniquiló a lo largo de medio siglo.
 Era una celebración obscena de la muerte, una brutal exhibición de prepotencia.
 Francisco José, que tenía veleidades absolutistas (disolvió el Parlamento y gobernó durante nueve años como un tirano), debía de sentirse muy orgulloso de su capacidad de masacrar. 
Era un lugar, en fin, que te ponía enferma y que evidenciaba una escala de valores contraria a todo en lo que yo creo.
 Pues bien, experimento un horror semejante ante esos carniceros de safaris.
 Quiero creer, apostando por la esperanza, que los cazadores buenos opinan lo mismo.

Sincronía diabólica ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,, Juan José Millás,,,,

Sincronía diabólica 

Juan José Millás

Sincronía diabólica
(Reuters)

 

HE AQUÍ UNA estación de tren o de metro, da lo mismo; de París o Madrid, no nos importa ahora.
 Soy uno de esos cuerpos indiferenciados que esperan a Godot para matar el tiempo. 
Cuando observo a los viajeros del andén de enfrente, me descubro también allí, pues voy y vengo al mismo tiempo, igual que quienes me rodean.
 No hay otro andén, en fin, hay un espejo que nos reproduce milimétricamente. 
Y cuando el tren se retrasa, reconozco además a mi padre muerto acompañado de mi madre muerta, y he visto también a mis hermanos. 
Me hacen gestos como invitándome a atravesar las vías, para que cambie el sentido de la marcha, pero yo les digo telepáticamente que, si lo hiciera, acabaría tropezando con el espejo que las autoridades han colocado en medio para generar la ilusión de que hay dos direcciones. 
Y que, si me empeñara en seguir adelante, no haría otra cosa que penetrar en mi reflejo, como Alicia, para extraviarme en ese otro lado del mundo donde la izquierda cae a la derecha y al revés.
A veces, me ensimismo y pienso en el ministro o la ministra de Transportes, pero también en los Reyes de España y en sus hijas, dónde estarán ahora, me pregunto, y qué harán, mientras el metro se demora y los usuarios empezamos a mirar con impaciencia hacia la profundidad del agujero de gusano.
 Y entonces llegan los dos trenes a la vez, y cargan la mercancía de forma simultánea y abandonan la estación con una sincronía diabólica, y decimos adiós mentalmente a papá y a mamá y a los hermanos, que salen del espejo por el lado derecho mientras que nosotros nos perdemos por el izquierdo. 

Con ojos futuros........................................ Javier Marías

Con ojos futuros 

 

 No está de más imaginar qué se dirá de nuestra época “extraordinaria” dentro de veinte o treinta años, cuando le toque ser pasado.

 Da un poco de miedo.

ESTA IDEA se la debo a Bill Maher, que la esbozó en uno de sus programas. 

Si hay algo antipático del presente —de cualquier presente—, es que mira el pasado cercano con desdén y con aires de superioridad. 

Desde que tengo memoria, el actual se lleva la palma. 

La revolución tecnológica de las últimas décadas ha imbuido a la mayoría de los individuos de una soberbia injustificada, como si hubieran sido ellos, los usuarios, quienes inventaron Internet, Twitter, Instagram, los smartphones, Netflix y YouTube.

 En el mejor de los casos, se compadecen de sus padres y abuelos; en el peor (y más frecuente), se burlan de ellos despiadadamente: pobres sujetos ignorantes y atrasados.

 Los llamados millennials se consideran cuasi perfectos y dignos de admiración, y, como corresponde, se tronchan al ver imágenes de los años setenta y ochenta del siglo XX.

 Los pantalones acampanados, los cardados, los pelos fritos, las chaquetas de pana, las hombreras, los pijamas tipo ABBA, todo es objeto de justa mofa, que compartimos con buen humor quienes en su día sucumbimos a las modas de turno. 

(Durante un periodo de mi juventud llevé una larga melena estilo apache, y lo peor es que existe una fotografía en la edición original de mi segunda novela, de 1973.) 

Pero no está de más imaginar qué se dirá de nuestra época “extraordinaria” dentro de veinte o treinta años, cuando le toque ser pasado.

 Me temo que la hilaridad de nuestros hijos y nietos será inmisericorde. Cuando vean vídeos de ahora se troncharán y exclamarán: Fíjate, la gente andaba aferrada al móvil y no cesaba de mirarlo o teclearlo compulsivamente, sin atender a lo que sucedía a su alrededor.

 Se tropezaba, algunos eran atropellados por coches que no veían ni oían venir, y otros sufrieron accidentes mortales por hacerse un selfie idiota.

 Con el aparato lo fotografiaban todo, aunque no fuera bonito ni tuviera el menor interés. Martirizaban a sus conocidos enviándoles la incomprensible foto (platos de comida, baldosas, un mimo callejero), que jamás volvían a mirar.

 Muchos hombres se colocaban en la coronilla unos moñitos a lo samurái, o peinaban complicadas rastas difíciles de lavar. Había futbolistas que se ponían una mopa en la cabeza y así salían ufanos al campo.

 No escaseaban las mujeres que se pelaban al uno como hospicianas de Dickens o represaliadas tras las guerras. 

  Tanto ellas como los varones lucían tatuajes con ahínco, hasta el punto de ir en camiseta por la calle para exhibirlos. Abundaban los gordos fenomenales, que decidieron estar orgullosos de serlo, pese a que los médicos recomendaban eliminar grasas para mejorar la salud.

 Se generalizó el uso de pantalones justo por debajo de la rodilla, lo cual “cortaba” las piernas en dos. Se vestían horrorosas camisetas flojas y holgadas (y con lemas) que acentuaban las barrigas, al fin y al cabo eran motivo de inexplicable orgullo.

 Las deportivas eran ubicuas, y se conjuntaban estrafalariamente con smokings y fracs en las galas, o las mujeres con vestidos largos de fiesta. 

Había un gusto pésimo, en suma, pero las gentes creían ir de maravilla.


Se sometían gustosamente a las sevicias y humillaciones de las compañías aéreas y de los aeropuertos, se pasaban allí horas y horas, con el inútil propósito no de viajar, sino de desplazarse como locos de un sitio a otro. 
En realidad, a la mayoría, no les interesaba ningún lugar.
 Los recorrían rutinariamente según las instrucciones de alguna guía o web y se hacían retratos allí donde se les indicaba que había algo “importante”. 
Ni siquiera lo miraban, ese algo, o sólo con la cámara del móvil.
 Se agolpaban en rebaño delante del feo retrato de La Gioconda, dándose codazos para lograr tenerlo de fondo y taparlo luego con sus caras.
 Andaban por las calles en destructivos grupos de ochenta o más personas, comportándose como ganado al mando de un vaquero o pastor que los guiaban con una sombrilla de colores o una banderita.
 Se desplazaban por las aceras en patinetes que solían dejar tirados tras usarlos, para que alguien se desnucase luego. 
También en bicis y en unos aparatos de ruedas gordas y horrendas llamados segways, para perezosos.
 Las ciudades eran un caos y un peligro para las personas de edad, ya sin apenas reflejos para esquivar los vehículos pueriles.
 Los domingos se disfrazaban de atletas y corrían en masa por cualquier motivo “solidario”, eso decían. 
No lo hacían en espacios verdes, como habría sido normal, sino que se empeñaban en hollar el duro asfalto de los centros más céntricos, para imposibilitarles la vida y el tránsito a cuantos no participaban de sus maratones
y “perrotones”, que consistían en correr igualmente, pero con perro. Enloquecieron por estos animales, hasta el punto de que en 2019 había en España unos ocho millones de ellos.
 Se creían que eran niños y los mimaban como a tales, pero a menudo se cansaban y los abandonaban de mala manera, tras haberlos adorado durante un año o dos.
 Eran inclementes, aunque solían creerse, todos, buenísimas personas.
Da un poco de miedo mirarnos con ojos futuros.
 Pero más miedo dará un domingo próximo, cuando esos ojos se fijen en algunos asuntos más serios, y no sólo en aspectos costumbristas, que tampoco han de faltar, porque son tan inagotables como agotadores.