Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

20 ene 2019

Tenemos que conocernos..................................... Elvira Lindo

Nos parece que nos acercamos a Portugal porque se ha convertido en un habitual destino turístico, pero aún nos falta corresponder al interés que ellos muestran por nuestra lengua y lo que nos ocurre.


Enseres de refugiados portugueses procedentes de Angola y Mozambique, en la plaza de Belem de Lisboa, en noviembre de 1975.
Enseres de refugiados portugueses procedentes de Angola y Mozambique, en la plaza de Belem de Lisboa, en noviembre de 1975.

Volver a España tras un viaje a América hace tan solo dos décadas te llevaba a constatar cómo nuestro país había estado vivido ajeno y refractario al mundo exterior.
 Ya desde el aeropuerto se percibía la uniformidad física que nos convertía a todos en personajes de una misma familia, acostumbrados a una cultura autorreferencial, no expuestos a la mezcla. 
Si bien somos un país diverso en su cultura interior cuánto se echa de menos no haber sido moldeados por el impacto de lo desconocido. 
He leído estos días, con admiración y asombro, El retorno, de la escritora portuguesa Dulce María Cardoso.
 La novela fue publicada y recibida con entusiasmo en 2011 pero es ahora cuando, con mucho retraso, se publica en español; retraso injustificado, no solo por la maestría literaria de sus páginas sino porque lo que cuenta sucedió a unos pocos kilómetros de casa. 
con entusiasmo en 2011 pero es ahora cuando, con mucho retraso, se publica en español; retraso injustificado, no solo por la maestría literaria de sus páginas sino porque lo que cuenta sucedió a unos pocos kilómetros de casa. 
Nos parece que nos acercamos a Portugal porque se ha convertido en un habitual destino turístico, pero aún nos falta corresponder con cortesía al interés que ellos muestran por nuestra lengua y lo que nos ocurre.
 El retorno se enmarca dentro de la odisea de los que fueron nombrados con muy distintos apelativos: africanistas, colonos, ultramarinos, repatriados, desalojados, refugiados o fugitivos.
 Finalmente, el Gobierno de aquel país naciente de la revolución de los claveles optó por llamar retornados a los que, tras la declaración de independencia de las últimas colonias portuguesas en 1975, fueron obligados de un día para otro a abandonar sus casas en Angola, Mozambique o Guinea-Bisáu.
 Esta historia es sin duda conocida por los entonces jóvenes politizados que seguían con entusiasmo el devenir de aquella revolución que se saldó sin un muerto, pero no sé qué puede llegar hoy a los jóvenes de aquel transitadísimo puente aéreo que dejó en la metrópoli, como así era llamado Portugal, a cerca de 700.000 personas. 
Familias enteras que el Gobierno alojó en hoteles durante casi un año.
 Imaginar el impacto que sobre un país de poco más de siete millones de habitantes supuso la llegada de aquellos familiares de ultramar, con los que solo se habían relacionado carteándose en fechas señaladas, es difícil de entender.
 Puede que solo la ficción, valiéndose de su virtud de elegir una vida individual en el devenir colectivo, pueda mostrarnos cómo la historia en mayúsculas puede alterar nuestro destino.
 Aquí, en esta novela, seguimos los pasos de un muchacho, Rui, que junto a su madre y su hermana salen huyendo de Angola y son albergados en un hotel de lujo en Estoril. 
La novelista sabe de lo que escribe: ella misma vivió su infancia en el país africano y experimentó en carne propia lo que supuso para todos aquellos expatriados que venían de países abiertos en costumbres, donde la mujer podía  moverse con libertad, la naturaleza era generosa y los colores adornaban la vestimenta de la gente, llegar a un pequeño país de inviernos húmedos y fríos, melancólico y, a pesar de la reciente revolución, muy conservador.
Eran observados por los portugueses con desconfianza, juzgados como colonos explotadores. 
No se comprendía tampoco su constante añoranza de África, una añoranza que hoy forma parte de la esencia del país; porque a pesar del trauma de unos y otros se puede afirmar que los retornados avivaron la cultura portuguesa, la renovaron.
 La literatura va narrando una experiencia que no debe perderse, porque si hablamos de movimientos migratorios tenemos que contemplar este capítulo fascinante que nos interpela ahora más que nunca. 
No quisiera que la novela de Cardoso pasara inadvertida. 
Tenemos que conocernos mejor.

 

Oscuras galerías..............................................Juan José Millás .

Oscuras galerías Juan José Millás 

 HE AQUÍ UN DIBUJO realista a la par que abstracto.
 He aquí un híbrido entre lo sustantivo y lo adjetivo, entre la esencia y la existencia.
 He aquí la hazaña de mostrar el todo con la parte antes de la invención de la retórica, del descubrimiento de la sinécdoque o la metonimia.
 He aquí una obra cuyo autor podría ser indistintamente un hombre o una mujer, un niño o un adulto. 
He aquí un esquema y su desarrollo, un proyecto y su realización. He aquí una obra antigua y moderna, tan antigua que tiene 17.000 años y tan moderna que podría ser de esta misma mañana.
Pertenece a una serie hallada en la cueva de Ekain (Gipuzkoa) y fue grabada sobre arcilla con unos dedos idénticos a los de nuestras manos. 
 ¡Qué versátiles, los dedos! Sirven para mecer la cuna y para cerrar el ataúd, para manipular la estilográfica y el bisturí, para coser la ropa y las heridas, para sujetar el clavo y el martillo.
 Con sus yemas nos extendemos por el rostro la crema para después del afeitado o la leche hidratante posterior a la ducha.
 Con los dedos nos atamos los cordones de los zapatos y tocamos el piano o la guitarra, y con los dedos acariciamos y coordinamos los movimientos del cuchillo y el tenedor. 
Son frágiles y duros a la vez, nerviosos y tranquilos.
 Saben moverse en las zonas más sabrosas del cuerpo propio y del ajeno, en las más delicadas, pero también en las más ásperas
. Con esos mismos dedos con los que nos arreglamos el pelo en los días de viento, dibujaron nuestros abuelos este enigmático caballo en el interior de una oscura galería desde la que fuimos alumbrados usted y yo.
 Nosotros

Una historia ejemplar...........................................Rosa Montero..................

El anarquista Melchor Rodríguez, el llamado Ángel Rojo de Madrid, salvó la vida de 11.000 personas durante las sacas de presos en la Guerra Civil.
EL NUEVO AÑO se nos viene encima cargado de amenazas.
 La crispación y el sectarismo engordan en el mundo y, aunque estoy segura de que en lo personal mantenemos la optimista ambición de ser felices (somos bichos tenaces), me parece que en lo colectivo contemplamos 2019 con ojos suspicaces y un barrunto de susto, como quien ve llegar a un toro en campo abierto.
 A saber qué soponcios nos puede deparar el año próximo.
Contra ese pesimismo, y contra la creciente aspereza de los intransigentes, voy a contar hoy una historia ejemplar. Fue un hombre célebre en su época y en 2016 hicieron un documental sobre él y pusieron su nombre a una calle, pero aun así sigue siendo mucho menos conocido de lo que se merece. 
Hablo del anarquista Melchor Rodríguez, el llamado Ángel Rojo de Madrid, aunque nació en Sevilla en 1893.
 Huérfano de padre desde muy niño, sólo estudió hasta los 13 años y vivió una infancia paupérrima. 

 En 1921 se trasladó a Madrid, en donde trabajó como chapista.
 Su militancia en la CNT le hizo conocer las cárceles y la indefensión esencial del prisionero. 
El 10 de noviembre de 1936, en los agitados primeros meses de la Guerra Civil, fue nombrado delegado de prisiones de Madrid, e inmediatamente intentó detener las terribles sacas de presos de las cárceles, es decir, los traslados de reclusos que luego eran asesinados en Paracuellos del Jarama y otras zonas cercanas.
 Sólo duró en su empeño cuatro días, porque los más feroces consiguieron forzarle a dimitir, pero las protestas del cuerpo diplomático y de otros sectores republicanos lograron que recuperara el cargo el 4 de diciembre. 
A partir de ahí se enfrentó, a veces con grave peligro de su vida, a los partidarios de las ejecuciones, entre quienes estaba, sí, Santiago Carrillo, que estuvo más implicado en las matanzas de lo que nunca quiso admitir, según un historiador tan prestigioso como Paul Preston. 
Melchor terminó siendo, muy brevemente, el último alcalde republicano de Madrid.
Ahora imagínate a ese hombre que, completamente solo en medio de la furia y la violencia, lo arriesga todo para salvar la vida de sus enemigos.
 Prohibió que saliera ningún preso de ninguna cárcel desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana, y cuando había que trasladar de verdad a los reclusos, escoltaba él personalmente los convoyes, lo que demuestra que no tenía a nadie en quien confiar. Probablemente ni siquiera era entendido por sus compañeros anarquistas.
 Déjame contarte una de sus gestas: el 8 de diciembre de 1936, estando de inspección en la cárcel de Alcalá de Henares, vio llegar a una turba enfurecida.
 Los franquistas habían bombardeado la ciudad y matado a media docena de personas, y una multitud de vecinos y milicianos armados acordaron asaltar la prisión y linchar a los reclusos.
 Pues bien, Melchor se plantó ante la puerta, pistola en mano, y aguantó los insultos, las pedradas y las amenazas desde las cinco de la tarde hasta las tres de la madrugada, momento en que consiguió que los atacantes desistieran.
 Aquel día había 1.500 presos en Alcalá. 
Se considera que, en total, Rodríguez salvó a 11.000 personas. “ 

Pero, claro, Melchor no es un santo cómodo ni para la derecha ni para la izquierda tradicional, liderada desde el antifranquismo por los comunistas (la represión desmanteló a los anarquistas).
 Un pensamiento independiente y ético, en fin, es un lugar desapacible y ventoso.
 Murió en 1972; espero que el recuerdo de las muchas personas a las que salvó calentara lo suficiente su corazón aterido. 

Ayudar al enemigo................................................Javier Marías

No cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCAT y otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar.
Es imposible que los medios de comunicación, sus tertulianos y articulistas desconozcan el viejo adagio de Wilde según el cual “sólo hay una cosa peor que dar que hablar, y es no dar que hablar”. De esta máxima se han hecho variantes sin fin, y una de ellas llega a afirmar —acertadamente en nuestro tiempo— que resulta más beneficioso que de uno se hable mal, si se habla mucho.
 Esto se vio con Berlusconi y se ve ahora con Trump. 
Su éxito consistió, en gran medida, en que lograron que la prensa girara en torno a ellos, que les diera permanente cobertura para alabarlos y sobre todo para denostarlos. 
Ambos montaron espectáculo y armaron escándalos, y los periódicos, las televisiones, las radios y las redes sociales, incluidos los serios (bueno, si es que una red social puede ser seria), se ocuparon hasta la saciedad de sus salidas de pata de banco y de sus bufonadas.
Esto es, les concedieron más importancia de la que tenían, y al dársela no sólo los hicieron populares y facilitaron que los conocieran quienes apenas los conocían, sino que los convirtieron en efectivamente importantes.
 La época de Berlusconi parece que ya pasó (nunca se sabe), pero ahora la operación se repite con su empeorado émulo Salvini: a cada majadería, chulería o vileza suya se le presta enorme atención, aunque sea para execrarlas, y así se las magnifica.
 La era de Trump no ha pasado, por desgracia, y se siguen registrando con puntualidad cada grosería, cada despropósito, cada sandez que suelta, y así se lo agranda hasta el infinito. 
Llegados a donde han llegado tanto Trump como Salvini (el máximo poder en sus respectivos países), ahora ya es ­inevitable: demasiado tarde para hacerles el vacío, que habría sido lo inteligente y aconsejable al principio.
 Cuando quien manda dice atrocidades, éstas no se pueden dejar pasar, porque a la capacidad que tenemos todos de decirlas, se añade la de llevarlas a cabo. 

Si mañana afirma Trump que a los musulmanes estadounidenses hay que meterlos en campos de concentración, o que hay que privar del voto a las mujeres, no hay más remedio que salirle al paso y tratar de impedir que lo cumpla.
 Pero a esas mismas propuestas, expresadas hace dos años y medio, convenía no hacerles caso, no airearlas, no amplificarlas mediante la condena solemne. 
En el mundo literario es bien sabido: si un suplemento cultural lo detesta a uno, no se dedicará a ponerlo verde (aunque también, ocasionalmente), sino a silenciar sus obras y sus logros, a fingir que no existe.
 Como es imposible que esta regla básica se ignore, hay que preguntarse por qué motivo los medios y los partidos en teoría más contrarios a Vox llevan meses dándole publicidad y haciéndole gratis las campañas.
 Veamos: ese partido existe hace años y carecía de trascendencia. Un día “llenó” con diez mil personas (bien pocas) una plaza o un recinto madrileños.
  Eso seguía sin tener importancia, pero la Sexta —más conocida como TelePodemos, raro es el momento en que no hay algún dirigente suyo en pantalla— abrió sus informativos con la noticia, le regaló largos minutos y echó a rodar la bola de nieve.
 En seguida se le unieron otras cadenas y diarios, de manera que, aunque fuera “negativamente” y para criticarlo, obsequiaron a Vox con una propaganda inmensa, informaron de su existencia a un montón de gente que la desconocía, otorgaron a un partido marginal el atractivo de lo “pernicioso”.
 Y así continúan desde entonces. 
Se esperaba que en las elecciones andaluzas Vox consiguiera un escaño y le cayeron doce.
 Inmediatamente Podemos (en apariencia la formación más opuesta) agigantó el aún pequeño fenómeno, llamando a las barricadas contra el fascismo y el franquismo que nos amenazan.
 Lo imitaron otros, entre ellos el atontadísimo PSOE. 
Los independentistas catalanes se frotaron las manos y lanzaron vivas a Vox, porque eso les permitía hacer un pelín más verdadera su descomunal mentira del último lustro, a saber:
 “Vean, vean, España entera sigue siendo franquista”. 
Los columnistas más simples se lanzaron en tromba a atacar a Vox, y a pedirnos cuentas a los que ni lo habíamos mencionado.
 No sé otros, pero yo me había abstenido adrede, para no aumentar la bola de nieve creada por la Sexta, que ya no sé si es sólo idiota o malintencionada. 
¿Hace falta manifestar el rechazo a un partido nostálgico del franquismo, nacionalista, xenófobo, misógino, centralista y poco leal a la Constitución, amén de histérico? Ça va sans dire, en cierta gente se da por supuesto. 
Si Vox estuviera en el poder, como lo están sus equivalentes Trump, Salvini, Maduro, Orbán, Bolsonaro, Ortega, Duterte y Torra, habría que denunciarlo sin descanso.
 Pero no es el caso, todavía.
 Un 10% de apoyos en Andalucía sigue siendo algo residual, preocupante pero desdeñable.
 Ahora bien, cuanto más suenen las alarmas exageradas, cuanto más se vea ese 10% como un cataclismo, más probabilidades de que un día acabe siéndolo.
 Y como es imposible —repito— que se desconozcan el adagio de Wilde y sus variantes, no cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCat y otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar, mientras fingen horrorizarse.