Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

25 nov 2018

La amarga vida de las hijas de Marx

Marx
Karl Marx (derecha) y Friedrich Engels, junto a las hijas del primero. De izquierda a derecha, Jenny, Laura y Eleanor.
ÉRASE UNA VEZ vez tres hermanas, las únicas que llegaron a la edad adulta de los siete hijos que tuvieron sus padres.
 Érase tres hermanas, Jenny, Laura y Eleanor.
 La primera murió de cáncer a los 38 años, las otras dos se suicidaron; Laura junto con su marido, Paul Lafargue, uno de los introductores del marxismo en España y autor del famoso El derecho a la pereza. 
 La pareja había llegado a la conclusión de que la vida no merecía la pena a partir de esa edad en la que no puedes disfrutar de los placeres de la existencia y te conviertes en una carga para los demás.
La más joven, Eleanor, se envenenó a los 43 quizá asqueada y descorazonada por los engaños de su compañero, el socialista Edward Aveling, a quien había cuidado durante una larga enfermedad, aunque sabía de sus infidelidades.

 Al parecer no pudo soportar el descubrimiento de que Aveling se había casado en secreto con una amante.
Ay!!!! Los Hombres Marxistas anarquistas son ignorantes sobre las mujeres.....y así ellas se quitan de enmedio....¿Qué les transmitiria tener como padre a Marx? viendo la revolución mundial rebatiendo a los burguese no supo darles el lugar a sus propias hijas ni a las mujeres...claro..Engels como sombra de Marx terminó el Manifiesto Comunista y aportaba a la economía de Carlos Marx....no pensaban en que las mujeres fueramos revolucionarias y cuando eso te hacía estar mal te suicidabas.....vaya lecturas sacamos todas las que luego estaríamos en la lucha final como parias de la tierra.

Raphael: la voz que siempre estuvo allí.................. Rubén Amón.

raphael
MIGUEL RAFAEL Martos Sánchez (Linares, 1943), alias Raphael, cree haber llegado al límite con el “experimento” de RESinphónico, un híbrido entre la música orquestal y la electrónica que le ha permitido revistar sus mayores éxitos —Mi gran noche, Yo soy aquel, Volveré a nacer— como si los descubriera por primera vez. 
Y como si recurriera al patrimonio de su carrera —la alianza con Manuel Alejandro— para proyectarse en el futuro en un nuevo estímulo a su proceso evolutivo.

“Y enfatizo la evolución porque yo no cambio, ­evoluciono. Necesito reinventarme.
 Y este disco ha sido sin duda el más extremo. 
No sé qué haré después de haber llegado tan lejos en mi música y mi carrera. 
Tengo la impresión de haber llegado más que nunca al extremo”.

El extremo no es la retirada, sino la certeza de haber colocado un jalón que predispone un concierto en el Teatro Real de Madrid (17 de diciembre) y una gira que se sobrepone a la anterior, de tal forma que Raphael todavía tiene “agendados” conciertos hasta 2021.
Habrá cumplido entonces 78 años.
 No los aparenta, menos aún con la indumentaria de vaqueros y chupa de cuero con la que nos recibe en su imponente mansión madrileña.

 Y quien dice madrileña dice ibicenca, pues la arquitectura mediterránea de la villa, las paredes encaladas y las palmeras contradicen la impresión de encontrarnos en la opulencia de los casoplones ­circundantes. 
Debería existir una fórmula intermedia entre el usted y el tú para tratar a Raphael.
 Demasiado solemne el usted para un personaje tan afable en la corta distancia. 
Y demasiado cordial el tuteo para las formalidades de un señor tan importante al que acabas de conocer. 

Tan importante que entre los altares paganos del salón y los retratos de los lienzos impresionan las fotos dedicadas por Juan Pablo II, Marcel Marceau o Richard Nixon, aunque ninguna de ellas destaca más que la de Enrique Moreno, el médico que le intervino hace 15 años para trasplantarle el hígado.



















Raphael: la voz que siempre estuvo allí
“Una experiencia tan dura como esa te convierte en mejor persona y en mejor artista. Ha sacado lo mejor de mí. 
Y me ha llevado a un estado de percepción de las cosas mucho más profundo. 
Escucho la música como no la escuchaba antes.
 Puedo decir que estoy cantando mejor que nunca. Que me siento mejor que nunca”.
Se confía o se confiesa Raphael al abrigo de una sugestiva, sugerente, colección de iconos rusos. 
Por devoción a ellos. Y por la devoción de la madre Rusia a Raphael.
 La visitó por primera vez en 1969, cuando no había siquiera relaciones diplomáticas entre Madrid y Moscú.
 Y regresará en marzo, no ya para jalonar la gira internacional, sino para confirmarse como incentivo de matriculación de castellano en el Instituto Cervantes.
 “Es verdad que muchos rusos han aprendido español con mis canciones. 
Y que a veces ellos mismos me reprochan en mis conciertos los cambios de palabras que hago.
 Porque cometo gazapos. O porque me gusta alterar las letras espontáneamente. 
El escenario es un lugar de vitalidad y de inspiración.
Un hábitat donde tu olor artístico te va llevando por donde puedes ir o donde no puedes hacerlo.
 Creo que RESinphónico va a provocar un gran impacto. 
Es un re-salto de mi carrera. Una re-invención”. 

Y un ejercicio de re-incidencia al que se ha adherido Lucas Vidal, compositor madrileño laureado en Hollywood (Afterparty, Fast and Furious 6, Anna) y cómplice de un disco que Raphael va a “proclamar” a sus feligreses sin restricción de generaciones ni de fronteras.
“Me siguen personas mayores, sus hijos y sus nietos. ¿La razón? La vitalidad de mi música”
“Siempre he sido un artista internacional.
 Y siempre he tenido un público heterogéneo. 
Creo que mi música es transversal, transgeneracional, pero no porque pretenda satisfacer a todos los públicos. 
No es una estrategia. 
Hago las cosas según las siento.
 No hay una finalidad táctica.
 A mis conciertos van personas mayores, sus hijos y sus nietos. 
Y la razón creo que tiene que ver con la vitalidad de mi música. Y con la capacidad de renovarme. 
No soy el que era, ni soy ahora el que seré. 
Permanece una personalidad, una profesionalidad, una carrera, pero el motivo de mi vigencia durante años y décadas estriba precisamente en la capacidad de evolucionar.
 Soy un fenómeno de la cultura española, pero también una referencia internacional”.

Los conciertos programados en Rusia lo demuestran. 
Tiene recitales previstos en San Petersburgo y en Moscú, aunque la gira planetaria aloja dos teatros míticos de la idiosincrasia musical europea: la sala Olympia de París (10 de marzo) y el Royal Albert Hall de Londres (7 de julio). 
“Terminas desmitificando los teatros como desmitificas los grandes hoteles. 
Y no estoy frivolizando.
 Algunos, como la Zarzuela, los llevo en el corazón, pero muchos otros dejan de impresionarte cuando los has conquistado.
 El que más vértigo me dio fue el Radio City Hall. Y no en sentido metafórico.
 Empecé a subir una escalera que se proyectaba hacia la cima de un escenario y me di cuenta de que empezaba a temblar. Disimulé todo lo posible mientras me agarraba a la barandilla para ir bajando. Eso sí que fue vertiginoso”.

Se divierte Raphael con la anécdota. 
Y se pone serio cuando le mencionamos el contratiempo de las muertes de Montserrat Caballé y Charles Aznavour. 
Trabajó con los dos. Compartió escenario con ambos. 
“Aznavour era un artista genial. Nos teníamos mucho aprecio. Un artista sabe oler a otro artista.
Y creo que a Montserrat le di su primera aparición en TVE.
 Tenía un programa de musicales.
 Y le propuse que hiciéramos La verbena de la Paloma. Era una cantante inmensa, un prodigio vocal. Una mujer extraordinaria, en el plano humano. Aprendí mucho de ella”.

“Nunca me he dejado llevar por los abrazos y las felicitaciones. Yo soy mi mayor juez”
Palabra de un perfeccionista enfermizo. 
Raphael ya no vuelve a escuchar sus discos después de haberlos grabado.
 “Porque solo escucho los fallos y los errores. Nunca estoy completamente satisfecho con lo que hago. 
Siempre creo que podía haber hecho las cosas mejor. Me parece que es una manera de estar en guardia, atento, pero a veces disfruto menos de lo que debería. 
Soy más crítico conmigo de cuanto pueda serlo nadie.
 Nunca me he dejado llevar por los abrazos y las felicitaciones del camerino. 
  El mayor juez de Raphael es Raphael”.
Se antoja la política una manera de retomar la conversación lejos de las emociones. 
Desconcierta a Raphael la pujanza del soberanismo. Le cuesta entender que haya prosperado tanto la escisión territorial e ideológica.
 “Tendríamos que volver a los tiempos de antes. 
Tranquilidad, no estoy hablando del franquismo, ni mucho menos, sino de solo unos años atrás, cuando había un mejor espíritu de convivencia y de entusiasmo.
 El público de Barcelona me ha querido siempre mucho. Me gusta que sean tan españoles como yo. 
Hacemos mejor las cosas juntos que separados”.
Raphael: la voz que siempre estuvo allí
Proliferan las fotos dedicadas de la Familia Real entre los recuerdos de Raphael. 
Y destaca una imagen en la que aparece muerto de risa junto a Felipe González, pese a tratarse de una recepción oficial que mantiene boquiabiertos a los testigos de la ceremonia. 
Hay alguna que otra imagen de José Bono, su consuegro. Y no hay rastro del caudillo.
“Su mujer venía a mis conciertos, pero a Franco solo lo conocí una vez, con ocasión de un concierto que se celebró en La Granja. 
Y por allí estuvimos todos. Gades, Lina Morgan, Sara Montiel, Concha Velasco.
 Y cuando digo que todos, es que también anduvieron por ahí los que niegan haber estado. 
Había que estar, pero eso no quiere decir simpatizar”. 



El ritmo primordial............................................Rosa Montero.

La música puede manipularnos, pero también tiene el maravilloso efecto de hacernos más grandes y mejores: nos rescata de nuestra individualidad.

LOS GRIEGOS CONSIDERABAN que la música era la expresión artística de las matemáticas; según Pitágoras, el Sol, la Luna y los demás planetas giraban en torno a la Tierra de manera armoniosa, y la distancia entre los cuerpos celestes se correspondía con los intervalos musicales: era la grandiosa música de las esferas.
 En la Edad Media, la música era una de las artes del quadrivium, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía; es decir, formaba parte de las ciencias. 
Y todavía en el siglo XVI, un compositor llamado Zarlino dijo: “La música se ocupa de los números sonoros”.
 De manera que hasta ayer mismo este arte era considerado un elemento esencial del universo, un conocimiento riguroso y prioritario para la vida.
 Pero después, una sociedad cada vez más centrada en lo utilitario y lo tecnológico, que no en lo científico, ha ido desterrando la música (y todas las artes, en general) a un lugar más prescindible, más ornamental, más sucedáneo, hasta llegar a crear esa aberración llamada “música ambiental”,
una contaminación sonora que se te mete por los oídos en ascensores, salas de espera o tiendas, y que supuestamente, según diversas investigaciones, sirve para provocar determinadas respuestas psicológicas: para hacerte comprar y consumir más, pongamos, o para tranquilizarte en momentos de tensión como en el dentista, aunque un amigo, el escritor Miguel-Anxo Murado, suele decir que, cada vez que escucha esas cancioncillas alegres y tontamente ligeras que suenan en los despegues y aterrizajes de los aviones, por ejemplo, se le ponen los pelos de punta, porque son el indicativo de un peligro cierto. 
Para mí la música es algo esencial, lo mismo que la lectura. No sé si podría vivir sin ambas cosas.
 Sin embargo, hay individuos que, para mi absoluto pasmo e incredulidad, detestan este arte.
 El más famoso es el gran escritor Vladímir Nabokov, uno de mis maestros literarios. 
En su hermoso libro autobiográfico Habla, memoria declara: “La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes”.  

Continúa despotricando durante varias frases más con su proverbial pedantería, dando a entender que es la humanidad entera la que se equivoca al empecinarse en disfrutar de ese molesto ruido. Pobre Nabokov: quizá su carácter antipático viniera de allí, de esa carencia brutal, de esa minusvalía. Cómo no amar la música, si nuestra existencia entera está ligada al ritmo primordial de las pulsaciones de la sangre.

Ya digo, a mí me gusta tanto que, cuando escucho música, soy incapaz de hacer otras cosas (salvo caminar o conducir), porque me concentro demasiado en ella.
 Desde luego, no puedo escribir. La novelista Clara Sánchez me dijo que ella antes solía trabajar oyendo sus discos preferidos. “Pero dejé de hacerlo porque me di cuenta de que creía estar escribiendo páginas emocionantes y maravillosas que, cuando las releía al día siguiente sin la banda sonora, me parecían malísimas”. Qué genial y atinado comentario: la música es como una droga, nos arrebata e hipnotiza.
Nos conduce, para bien y para mal, a un estado paralelo de la realidad: es la música militar que enardece y arrastra a la muerte a generaciones de jóvenes con una sonrisa en los labios; es la música romántica que te hace creer que estás enamorado, de lo cual se pueden derivar graves consecuencias; o es la música melancólica que te impulsa a meterte debajo de la cama y a ponerte a llorar durante tres días. 
Sí, la música puede manipularnos, pero también tiene el maravilloso efecto de hacernos más grandes y mejores de lo que somos.
 Tenía razón Pitágoras: esos sonidos sublimes nos unen con el universo y nos rescatan de nuestra pobre individualidad. 
Cuántas veces me he sentido a punto de descubrir el secreto de la vida mientras escuchaba un pasaje especialmente emotivo.
 Y muchas escenas de mis novelas vienen de nudos luminosos que se me ocurrieron estando en un concierto.
 La música es algo tan esencialmente humano, en fin, que posee todos los ingredientes de lo que somos: la belleza, la violencia, la serenidad, la alegría, el dolor, el sentimiento. 
Nuestro último momento estará acompañado por el redoble final del corazón.
 

Silbar y tararear.................................................Javier Marías

No solemos acordarnos de que a lo largo de la historia la humanidad sólo oía música cuando alguien se la tocaba, o cuando ella la reproducía con sus voces.




EL PASADO 8 DE MAYO, en víspera de un viaje a Italia, las luces empezaron a parpadear; al poco estallaron bombillas en habitaciones diversas, en serie y con estrépito, estuvieran o no encendidas; vi que de un aparato salía humo, y me apresuré a desenchufarlo todo, televisión, DVD, equipo de música, el viejo vídeo, y a bajar los diferenciales.
 Por fortuna no me había ido ya a Italia y además estaba en casa.
 Al parecer se había producido una subida de tensión que afectó a todo mi edificio y a otro cercano, culpa de la compañía eléctrica y no de los usuarios. 
Luego, cada cual fue descubriendo sus desperfectos y sus ruinas. A una agencia de viajes se le habían fundido todos los ordenadores. Yo comprobé que se me había quedado muerta la máquina de escribir, y mis lectores saben lo que hoy me cuesta encontrarlas (por suerte conservaba una de repuesto).
 También el fax-contestador, que aún me era útil y resulta insustituible.
 El calentador del agua, el cargador del móvil, unos teléfonos, el mencionado vídeo, el equipo de música entero. 
A mi regreso, la compañía me anunció que se encargaría de reparar lo reparable y me abonaría lo estropeado sin remedio. 
Me visitó un técnico muy amable, que se llevó al taller cuanto preveía que podría arreglarse. 
De lo que no, compré sustitutos, los que me fue posible. El hombre fue viniendo y volviendo.
 Algunas cosas las creía reparadas, pero seguían sin funcionar.
 Lo que más tardé en recuperar fue el equipo de música, unos cuatro meses.
 
 
 
Y durante ese tiempo me di cuenta de que, así como puedo estar sin escribir, y sin leer, y sin ver televisión (más me cuesta no ver películas), me es imposible no oír música.
 Bueno, posible me es, claro, pero lo paso mal y la echo de menos más que ninguna otra cosa.
 Nada más levantarme, y mientras me despejo, pongo un CD que me ayude a retornar a la vigilia.
 Y siempre suena música mientras hago tareas compatibles con ella: no escribir ni leer libros, pero sí leer prensa, contestar y mirar correspondencia, ordenar y limpiar. 
Me ayuda a apaciguarme cuando me indigno, me alegra cuando me decae el ánimo, y a veces me ofrece modelos rítmicos que anhelaría reproducir cuando escribo.
 Durante esos cuatro meses en que no pude oírla, y precisamente por no poder, me venían unas ganas locas de oírlo todo, desde Bach, Beethoven y Schubert hasta Presley, Burnette y Checker. Desde Monteverdi y Bartók y Pergolesi hasta Waits y Lila Downs y Nina Simome y Knopfler y mi ídolo Dylan, cuyo Premio Nobel celebré merced a un amigo londinense, poeta y librero, que me escribió en su día con alivio:
 “Es un poco raro, pero al menos no lo ha ganado Atwood. De haber sido así, un colega mío y yo teníamos previsto arrojarnos al Támesis desde el puente de Hammer­smith, considerando que no valía la pena seguir viviendo en un mundo en el que esa autora fuera Nobel”.
 Así que Dylan salvó de la muerte a alguien a quien mucho aprecio, algo más en favor suyo.
 Pero, por no poder poner música, se me antojaban en aluvión las mayores rarezas, que pocas veces escucho: un CD con veintisiete versiones de “High Noon”, la canción de Solo ante el peligro, incluidas una pomposa en alemán y dos ratoneras en danés. 
Uno con otras tantas de “La Paloma”; los calipsos que cantó con mucha gracia el actor Robert Mitchum; la narración, en la extraordinaria voz de su director Charles Laughton, de La noche del cazador, junto con fragmentos de su banda sonora.
 Canciones sicilianas nostálgico-siniestras, música irlandesa en la admirable voz de Tommy Makem. 
El breve “Carillon des morts” de Corrette. El CD de Telemann que de hecho oía cuando tuvo lugar la avería, interpretado por mi sobrino Alejandro Marías (violonchelo) y mi hermano Álvaro (flauta), entre otros… No han sido los únicos músicos de mi familia.
 Mi tío Odón Alonso fue director de orquesta
 Mi tío Enrique Franco fue crítico en la radio y en EL PAÍS hasta su muerte.
 La música, supongo, ha estado presente en mi vida desde siempre, quizá por eso la echo tanto en falta. Al cabo de unas semanas de abstinencia, me di cuenta de que silbaba y tarareaba mucho más de lo que suelo: si está uno privado de melodías, las reproduce como puede. 
Y entonces caí en que esas dos actividades, silbar y tararear, eran frecuentísimas en mi infancia y adolescencia, mientras que ahora están casi desaparecidas. 

Uno oía silbar a los hombres por la calle (todos se conocían la propia “Solo ante el peligro”, por ejemplo, y “El puente sobre el río Kwai”, entre otras muchas), y canturrear a las mujeres mientras se arreglaban o atendían sus quehaceres.
 Tal vez por eso los españoles sabían entonar y no desafinaban en exceso, a diferencia de lo que hoy ocurre. 
No había música por doquier (a menudo indeseada y atronadora, como la que invade las calles desde las tiendas), y no se creía, como creen los famosos concursantes, que cantar bien consiste en vocear a pleno pulmón y con espantosas “rúbricas”. 
No solemos acordarnos de que a lo largo de la historia la humanidad sólo oía música cuando alguien —rara vez— se la tocaba, o cuando ella la reproducía con sus voces y sus silbidos. Hasta que uno la pierde, no repara en nuestra inmensa suerte de haber nacido en esta época, en la que uno elige qué y cuándo, y milagrosamente lo oye.