Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

31 ago 2018

Rumbo a la Normandía de Proust

Desde Illiers, el pueblo de la tía Léonie, hasta la playa de Cabourg, el Balbec de 'En busca del tiempo perdido', un viaje por los escenarios reales y literarios del gran escritor francés.

 

Rumbo a la Normandía de Proust

Desde Illiers, el pueblo de la tía Léonie, hasta la playa de Cabourg, el Balbec de 'En busca del tiempo perdido', un viaje por los escenarios reales y literarios del gran escritor francés


La playa de Houlgate, en Normandía (Francia).
La playa de Houlgate, en Normandía (Francia). Getty Images

 

La casa de la Tante Léonie, en Illiers-Combray. ampliar foto
La casa de la Tante Léonie, en Illiers-Combray. Getty Images

Los jardines de Swann

Así salgo yo del museo, medio mareada.
 Quiero perderme sola por los andurriales que Proust conoció, y enseguida los encuentro.
 El Jardin du Pré-Catelan, diseñado por tío Jules, y que sirvió de modelo para los jardines de la mansión de Swann.
 Y los caminos que bordean los campos de avena y trigo, cruces de caminos que dan a su vez a otros caminos que llevan a Méséglise, Tansonville, Guermantes…
 Los recorro en la más absoluta soledad y paso por el seto de flores de espino donde el niño Marcel se encuentra con Gilberta, la hija de Swann en su libro. 
Hay ahora allí un matrimonio de ancianos sentados en el mismo banco y recreándose con seguridad en la primera vez que se dieron la mano. 
En estos pensamientos transcurre mi paseo, entre el olor a paja y el sonido del agua que lleva el Loira.
 Estoy en pleno centro neurálgico del mundo desdoblado que nos presenta Proust en La Recherche, un mundo de dos caminos, el de Swann y el de Guermantes, el de la aristocracia y el ancien régime y el de la alta burguesía a la que él pertenece.
 Pero todo esto ocurre en un lugar perdido en el middle west
  francés.
 
Interior del museo de Proust, en Illiers-Combray.
Interior del museo de Proust, en Illiers-Combray. Alamy
A estas alturas ya me importa poco la iglesia y el campanario que aún no he visto, y la casa de sus abuelos, que me han dicho que está enfrente.
 He cruzado el río, he dejado atrás el camino de Vinteuil y me oriento otra vez hacia la plaza del mercado.
 En la oficina de turismo pregunto por la otra plaza, la de la iglesia. Con eso daré por cumplida mi visita. 
La encantadora joven que me atiende me explica que la iglesia está ahí, y me lleva de la manga a verla. 
¡Sí, claro, Saint-Hilaire!, y doy de bruces con ella.
 Parece toda una narración y no un templo cristiano. 
Me remite incluso a la cúpula del baptisterio de Florencia, donde Dante aprendió la estructura circular que daría lugar a su Divina comedia. 
 Hay algo en este lugar que abriga y contiene la totalidad del exterior, como si los campos de afuera, todo ese inmenso granero que es la región de Centro-Valle de Loira, viniera a almacenarse aquí. Y algo tiene además de desván nutricio, con sus compartimentos de madera separados para que no se mezclen la cebada y el centeno. 
No es una mala coincidencia, Proust y el pan. Y La Recherche, como un inmenso granero, un enorme clasificador
. Pero esa noche en Illiers no podré pegar ojo. 
Llevo todo el día con la foto de Man Ray en el bolso y ahora que estamos solos Proust y yo, él muerto y yo viva, me muero de miedo
Como no podía ser menos, allí me encuentro al atildado personaje del que vengo huyendo desde la casa de tante Léonie.
 Está tomando notas en su cuaderno, frente al pórtico de Saint-Jacques (el nombre real del santuario).
 Debería decirle algo a este hombre, hacernos amigos, pero opto por esquivarle y meterme en el templo.
 ¡Y de pronto me doy cuenta de que estoy en un granero! Un prodigioso granero de una sola nave cuyo interior me conmueve por su simplicidad. 
Al fondo, una luz, un foco arroja claridad sobre un segmento de muro donde un hombre trabaja minuciosamente decapando la pintura que cubre los frescos.
 Es un restaurador, un artista, pero también podría ser un agricultor, alguien concentrado en separar q211
La playa de Carbourg, en Normandía.
La playa de Carbourg, en Normandía. CRT Normandie

Viaje a la playa

Al día siguiente, mi querida Laurence me lleva a la estación.
 Mi ruta para el segundo día es desandar el camino en tren desde Illiers hasta Chartres, y desde allí en Blablacar hasta Cabourg, en Normandía: el Balbec de La Recherche. Si Centro-Valle de Loira es el granero de Francia, Normandía es la leche y el calvados. 
Pero antes, en Chartres, tengo tiempo para visitar una de las catedrales góticas más hermosas del mundo.
 La rodeo y la sensación que tengo es que sin esta catedral, sin estos entornos arquitectónicos que Proust conoció muy bien, La Recherche tal vez no hubiera existido.
  He reservado una habitación por un dinero que en mi vida he gastado. Nadie lo sabe aún, pero los sensitivos franceses de esta zona parecen vislumbrarlo: Proust y yo cumplimos años el mismo día. Cuando me encuentro con la conductora de mi Blablacar se lo cuento. Ah, qué bien, me dice, yo acabo de cumplir 24. Me siento sin pensarlo en el lugar del copiloto. Mi compañera de viaje me anuncia que aún vamos a buscar a otra pasajera, de quatre-vingt-quatre, precisa. La mujer de 84 se conserva muy bien y se mete detrás como una atleta.
La playa de Cabourg, en Normandía (Francia).
La playa de Cabourg, en Normandía (Francia). Getty Images
El camino de dos horas y media en coche, desde Chartres a Houlgate, resulta ser una travesía por el paisaje que va cambiando de las llanuras amarillas a las praderas verdísimas llenas de vides y de pastos. 
La mujer de quatre-vingt-quatre resulta ser normanda. 
Mientras el coche circula por la Nacional 154 que nos llevará hasta la costa, le pregunto si recuerda el desembarco de Normandía. “Sí, claro, yo tenía cinco años”, dice toda coqueta.
 Y también recuerda esta misma carretera invadida por los alemanes, con sus metralletas. 
Todo eso recuerda esta mujer, que además me habla de Proust como de un vecino.
 “Venía a Cabourg”, comenta, “pero cuando él murió, yo aún no había nacido”, me dice, para que no haya lugar a confusión. “¿Y va usted al Grand Hôtel?”
Sí, le digo. “Pues desde Houlgate a Cabourg aún hay una tiradita, y a la hora a la que llegamos no pasa el tren. Espera…”, dice. Entonces saca su móvil, llama a su hija y le da indicaciones de dónde recogernos y adónde me debe llevar.
 Y así es. Nada más llegar a Houlgate, la pasajera se agarra a mi brazo y le pide a su hija y a su yerno que me lleven a Cabourg. En el camino hablamos español.
 La hija y su marido han vivido varios años en Chile, y cuando me despido, delante del Grand Hôtel, tengo por un momento la sensación de haber vivido un encuentro poético.

Muere Alejandro Bolaños Correa, el hombre que nos hizo mejores

El periodista de Economía de EL PAÍS, afectado por un cáncer de páncreas desde 2016, fallece en Madrid a los 47 años.

Alejandro Bolaños Correa
Alejandro Bolaños Correa

 

Carecía de ambición individual –rechazó innumerables ofertas para ser jefe en el periódico-, mientras que desbordaba ambición colectiva. 
Le importaba más la influencia que el poder.
 E influía por la vía del diálogo y el debate constante, la búsqueda de otros puntos de vista, la defensa de un espíritu de equipo por encima de la firma personal. 
 Ejercía como un asesor del conocimiento y el sentido común en cada una de las secciones por las que pasó.
 Esa aureola de hombre sabio, inteligente y bueno se reflejó en la votación para el comité profesional, el órgano de la redacción que traslada a la dirección quejas y preocupaciones por malas prácticas profesionales. 
Cuando se presentó, en noviembre de 2013, logró un respaldo abrumador: el 95% de los votos.
Alejandro Bolaños comenzó su vida profesional en 1998 en la delegación de EL PAÍS de Sevilla, donde durante cerca de una década se curtió en todos los frentes de la información (política, economía, sociedad y hasta sucesos). 
Cubrió uno de los mayores desastres ambientales de la época, el vertido de Boliden, con tesón, entrega y rigor.
 Llevaba el ADN de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS, donde hizo el máster en la undécima promoción (1997).
 Encontró en el periodismo, al fin, un camino profesional satisfactorio, que aunaba su compromiso social, su talento con la escritura y su poder analítico.
Siempre soñó con trabajar en la sección de Sociedad, mucho más cercana a sus preocupaciones ambientales, pero terminó aceptando que su formación le convertía en un valioso redactor del área económica.
 Para su sorpresa acabó reconciliándose con la economía a partir de 2008, cuando la caída de Lehman (que le sorprendió cruzando Canadá de Este a Oeste) desató un vendaval de acontecimientos que convirtió a la información económica en algo capital para cualquier medio de comunicación.
 Los lectores necesitaban saber más, saberlo todo: el trabajo de Álex y el resto de la sección durante estos años ha sido soberbio.
Amaba el cine, la música, la literatura, la montaña, el mar, los viajes.
 Un otoño caminó los 755 kilómetros de Roncesvalles a Santiago: sufrió mucho, pero hizo que su voluntad doblegase al dolor. Un clásico de su personalidad.
 Era socio de ACNUR y Médicos sin Fronteras. Tenía tanta curiosidad como entereza.
 Era de esas personas que siempre se estudian los manuales de instrucciones y nunca dejan lo más rico para el final.
Adoraba a su hija Elba, nacida en 2009, igual de racional y bondadosa que el padre. 
Estaba unido a sus dos hermanos, Carlos y Javier, por el Atleti y toneladas de amor.
 Álex nació en Madrid, adonde se trasladaron sus padres desde Huelva.
 Economista como su hijo, Abilio Bolaños desarrolló casi toda su carrera profesional como directivo en Telefónica. 
Laura Correa se licenció en Historia en Sevilla y trabajó en distintos archivos y bibliotecas.

En 2016 le fue diagnosticado un cáncer de páncreas, contra el que han peleado dos médicos excepcionales del hospital Gregorio Marañón –el cirujano José Manuel Asencio y el oncólogo Andrés Muñoz-, además del propio Álex. 
Exprimió cada día desde entonces, siendo consciente de que el final podía estar a la vuelta de la esquina.
 En enero de 2018 se casó conmigo en el parque del Retiro bajo una lluvia desaforada y los versos de Khalil Gibran leídos por la alcaldesa, Manuela Carmena:
 “Amaos uno a otro, mas no hagáis del amor una prisión”.
Estábamos juntos desde el año 2000. 
Tan juntos que trabajábamos en el mismo periódico y compartíamos un ir por la vida.
 Tan juntos que tuvimos cáncer al mismo tiempo (el mío de mama) y juntos acudimos a radioterapia y a alguna quimio.
 Juntos también nos construimos un muro contra el victimismo y el rencor. Teníamos cáncer, sí, pero nuestra vida estaba repleta de muchas otras cosas bellas. 
Hasta hoy. 
Porque se ha ido debido a procesos infecciosos, agravados por una recaída tumoral. 
Y pese al desgarro de este último mes, transcurrido en la UCI de los hospitales Clínico de Santiago y Gregorio Marañón, y a la dureza de estos últimos años, yo siento una inmensa gratitud por haberle conocido y acompañado durante 18 años.
 Él me hizo mejor.
Tereixa Constenla es periodista de EL PAÍS y esposa de Alejandro Bolaños.

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