Entra Boris
en la Redacción como entra Boris en los sitios desde que vino al mundo. “Llamando la atención”, como le advirtió su madre. Basculando “como una
Pantera Rosa en tripi” para compensar su disléxica confusión entre
izquierda y derecha. “Con, más que pluma, la almohada a cuestas”, según
él mismo. Las referencias a su “mamá”, Belén Lobo, bailarina del Ballet
de Venezuela, a la que enterró hace tres años, y a Rubén, su marido,
festonean su torrencial discurso, que solo se quiebra al evocar a la
autora de sus días. La primera palabra que leyó fue “puta”.Empezó usted alto. Eso fue justicia poética. 'No es que usted vaya a ser
bailarina, sino puta', le soltó mi abuelo a mi mamá de jovencita, y esa
fue la primera cosa que leí pintada en un muro.
Eso marcó mi futuro.
¿Lo de puta? Defina “puta”. Puta es una persona que sabe muy bien lo que tiene y cómo
comercializarlo. Yo nací puta y moriré puta. Decidí aparcar mi don de
puta natural y dedicarme a escribir, otra forma de prostitución. Su madre tuvo claro al tenerle que le había nacido una vedette. Mi madre vio que era gay al minuto de nacer. Y yo, al minuto y medio. He sido muy feliz teniendo eso claro, y mi madre, también. Pero era usted un niño bien de la burguesía, no un desclasado. Era un inclasificable, y eso es mucho peor. Nunca me lo
propuse, pero he logrado alguna cosa. Unir varios medios de comunicación
en mí mismo. Y desarmarizar a parte de la sociedad española, quitarle hierro a la homosexualidad. Y ahí sí soy clasificable. Es una bandera gay andante. Llegué en 1992, le devolví la visita a Colón. Con los años
me he dado cuenta de que he retribuido el hecho de haber sido
descubierto demostrando que el mariconeo es fantástico. Luego hay otras
reivindicaciones serias que hacen maravillosamente otros, pero encendí
la mecha. A los yanquis les impresiona mucho este dato. En Crónicas marcianas le decían: 'Encima de sudaca, maricón'. Y yo me reí y dije: con maricón basta, dos insultos es demasiado. Solo te das cuenta de que eres sudaca cuando llegas a España. De joven se colaba en los cócteles. Hoy no hay cóctel sin Boris. ¡Hola! me llama si falla un invitado A, potente. Soy el relleno del cóctel. Mi generación estaba muy pendiente de las
listas. Instagram acabó con eso y hoy todo el mundo es A. Un
aburrimiento, porque hay todo un punto en ser B y C. ¿Se ve a un falsario a la legua? Desde luego no soy un impostor. Soy la persona más real que conozco, y así me he ido de mal. Perdone que discrepe. Pues no, porque podría estar en muchos sitios y no lo estoy
porque puedo comprender algunas cosas: no soy un gran pintor. Soy un
pintor de brocha gorda y malo. No canta, no baila: escribe. Sí, es mi refugio y mi verdad. Aunque quemen los ejemplares que no se vendan, yo los escribí. ¿Cómo mira la realidad? Con frivolidad. Es mi lupa. A través de lo frívolo sé
construir un discurso más importante. Pero es mi ojo, no puedo vivir sin
ella. ¿Cuál es el pasaporte global? La voz. Es lo único que es auténtico: el sonido, lo que
dices, las palabras que escoges. Eso te define, y yo, al menos, he
logrado que mi voz sea reconocible por todos. Tanto, como imitadores tiene. Llevaba fatal que mi amigo Carlos Latre hiciera más
publicidad que yo porque era más barato. Hasta que Rubén me dijo: ¿no
ves que así estás en todas partes? Algo así como el 'virus Boris'. Sí, soy un virus. La vida es muy jodida. Me violaron a los
10 años, en el libro lo cuento por primera vez. Mi mamá decía que tenía
que reponerme, ver la luz al final del túnel. Y descubrí que esa luz es
mi personalidad, lo que yo soy ahora. Un virus bueno que pretende que
todo el mundo sea divino. Su madre le mandaba trazar círculos para paliar su dislexia. ¿Ha logrado por fin cerrarlos? (Silencio). La he honrado, pero no hacía falta hacerle un
panteón porque está muy viva. Fue de esas mujeres que en tiempos muy
machistas lograron su independencia moral y cívica. Nació en una
dictadura y murió en una dictadura: esa fue su gran amargura.
HE AQUÍ un mercado de pájaros. Los hay en todo el mundo.
En algunas ciudades constituyen un atractivo turístico importante. La
relación entre la jaula y el pájaro es semejante a la de la palabra con
el objeto que nombra. La palabra, o significante, es la jaula; el
objeto, o significado, el pájaro. Cuando el pájaro huye, la jaula deja
de significar. De acuerdo, me estoy haciendo un lío. Lo cierto es que de
pequeño iba al Rastro de Madrid a ver pájaros
con mi padre. Los miraba de izquierda a derecha y de arriba abajo, como
si leyera un texto, como si cada una de aquellas pequeñas jaulas fuera
una palabra cargada de contenido semántico. El contenido semántico lo
proporcionaban las aves: palomas, periquitos, cuervos, canarios,
jilgueros, loros, cotorras, verderones… Así agrupados, formaban frases que hablaban del placer que
proporcionaba a los hombres cortarles las alas: metafóricamente
hablando, se las habían arrancado puesto que no podían volar.
Siempre le pedía a mi padre que me comprara un pájaro y él siempre me decía que lo que en realidad deseaba era la jaula —El pájaro es la excusa —añadía. Aquello me desconcertaba, como si fuera posible amar las
palabras por su sonido más que por lo que significaban. Aunque quizá
tenía razón. Observen las jaulas de la foto, formando también frases y
párrafos, dueñas de una sintaxis que articula algo que no sabemos
expresar. Las jaulas constituyen por sí mismas un alfabeto antiguo, por
descifrar en parte. Y fíjense en los pájaros, pobres, pagando el pato de
la necesidad que tenemos de darle sentido a los barrotes.
Hay quienes tachan de caza de brujas las acusaciones contra el director
por abusos sexuales, pero el caso dista de estar claro: encierra datos
inquietantes.
LLEVO SEMANAS asistiendo con asombro creciente a la beatificación de Woody Allen. Lo veo levitar ante mis ojos rumbo al cielo aupado por diversos
columnistas y comentaristas. Salvo alguna excepción, en la mayoría de
estos alegatos se dan dos curiosas circunstancias: por un lado, una
enérgica, escandalizada denuncia de la caza de brujas del movimiento MeToo,
que según ellos llega a ser tan dogmático que está torturando al pobre
Allen sin ninguna prueba; y por el otro, una sesgada ignorancia sobre
las circunstancias de este caso. Lo cual me preocupa, porque veo a
colegas admirados e incluso queridos llegar en este tema a un nivel de
simplificación que no suelen manifestar en otros asuntos. De entrada, sorprende que todos estén tan convencidos de la inocencia de
Woody Allen, porque el tema es un maldito y envenenado pantano: yo,
desde luego, no estoy segura de nada. Algunos afirman que Allen fue
declarado no culpable, lo cual es un error: no hubo ninguna declaración
porque no hubo juicio. El examen médico de la niña Dylan, que tenía
siete años, resultó negativo (claro que unos tocamientos, esa fue la
acusación, no dejan huella); además, un informe del hospital Yale-New
Haven, encargado por el fiscal del Estado Frank Maco, concluye que el
vídeo en el que la niña habla de los abusos está editado y manipulado, y
que o bien Dylan se inventaba todo, o bien se lo había sugerido la
madre. Debo recordar que el proceso tuvo lugar en medio de la trifulca
de la separación de Allen y Farrow a consecuencia de la relación de él
con una hija adoptiva de Mia. Total, que el juez Elliot Wilk no encontró
pruebas concluyentes y cerró el caso.
Hasta aquí todo parece muy sencillo. Pero empecemos con el lío. Resulta
que el informe Yale-New Haven está firmado por dos asistentes sociales y
por un pediatra que era el jefe del equipo, pero que jamás vio a Dylan. Todas las notas de la investigación fueron destruidas antes de
presentar el informe, algo muy anómalo; los asistentes sociales se
negaron a declarar ante el juez y el único testimonio fue el del
pediatra. Por todas estas razones, el estudio no fue considerado fiable
ni por el fiscal que lo había encargado ni por el juez, que dijo: “Es un
informe sanitized [desinfectado, retocado] y por lo tanto
menos creíble”. En cuanto al fiscal Maco, declaró que no había
continuado con el caso por la fragilidad de la niña víctima, aunque
había causa probable para presentar cargos contra Allen (el cineasta le
puso una denuncia disciplinar por estas palabras y perdió). Además, y
aunque no hubo nunca un juicio por los supuestos tocamientos, sí lo hubo
por la custodia de los hijos de Allen; y Elliot Wilk, el mismo juez que
archivó los abusos, dijo en esa sentencia cosas como: “No hay evidencia
creíble que soporte la alegación del señor Allen de que la señora
Farrow manipuló a Dylan” “Probablemente nunca sabremos lo que sucedió aquel 4 de
agosto de 1999 (…) [pero] la conducta del señor Allen hacia Dylan fue
gravemente inapropiada y… deben tomarse medidas para proteger a la niña”
(el texto íntegro de la sentencia está en Internet). Farrow obtuvo la
custodia y el juez denegó las visitas de Woody a Dylan. Allen presentó
dos apelaciones contra la sentencia, que también perdió, y tuvo que
pagarle a Mia un millón de dólares por los gastos legales .
Aún queda muchísima basura por contar, pero no me cabe en
este artículo. Más indicios que acusan tanto a Woody como a Mia,
intentos cruzados de desacreditar a los partidarios de ambas facciones…
La miseria habitual entre dos personas chifladas que se odian. En fin,
yo no escribo este texto para demostrar que Allen es culpable (en la
duda, yo me inclino más hacia su culpabilidad, pero esto es
irrelevante), sino para probar que el caso dista mucho de estar claro y
que quienes le acusan no son unos dogmáticos y delirantes cazadores de
brujas, sino que se basan en inquietantes datos.
Aunque lo peor es intuir, a la luz de este escándalo, la facilidad con
la que la inercia social nos hace apoyar automáticamente al personaje de
poder y no prestar la suficiente atención a las denuncias de los niños
por abuso o incesto.
El independentismo catalán actual recuerda en ciertos aspectos a ‘El
triunfo de la voluntad’, el documental que ensalza la Alemania de
Hitler.
EN LOS ÚLTIMOS tiempos se ha impuesto una consigna según la
cual, en cuanto alguien menciona en una discusión a Hitler y a los
nazis, pierde inmediatamente la razón y no ha de hacérsele más caso. Me
temo que esa consigna la promueven quienes intentan parecerse a los
nazis en algún aspecto. Para que no se les señale su semejanza (y hay
muchos, de Trump a Putin a Maduro a Salvini), se blindan con ese
argumento y siguen adelante con sus prácticas sin que nadie se atreva a
denunciarlas. Evidentemente, si la palabra “nazi” se utiliza sólo como
insulto y a las primeras de cambio, se abarata y pierde su fuerza, lo
mismo que cuando los independentistas catalanes tildan de “fascista” al
que no les da la razón en todo, o las feministas de derechas llaman
“machista” a quien simplemente cuestiona algunos de sus postulados o
exageraciones reaccionarios, tanto que coinciden con los de las más
feroces puritanas y beatas de antaño. Pero hay que tener en cuenta que Hitler y los nazis no siempre fueron lo que todos sabemos
que acabaron siendo. Hubo un tiempo en que engañaron (un poco), en que
las naciones democráticas pactaron con ellos y no los vieron con muy
malos ojos. También hubo un famoso periodo en que se optó por
apaciguarlos, es decir, por hacerles concesiones a ver si con ellas se
calmaban y se daban por contentos. En 1998 escribí un largo artículo en
El País (“El triunfo de la seriedad”), tras ver el documental El triunfo de la voluntad,
que la gran directora Leni Riefenstahl (curioso que las feministas
actuales no la reivindiquen como pionera) rodó a instancias del Führer
durante las jornadas de 1934 en que se celebró en Núremberg el VI
Congreso del Partido Nazi, con más de doscientas mil personas y la
entusiasta población ciudadana. Entonces los nazis no eran aún lo que
llegaron a ser, aunque sí sumamente temibles, groseros, vacuos, pomposos
y fanáticos.
Faltaban cinco años justos para que desencadenaran la Segunda Guerra
Mundial. Pero ya habían aprobado sus leyes raciales, que databan de 1933
y además fueron cambiando y endureciéndose. Una de sus consecuencias
tempranas fue que muchos individuos que hasta entonces habían sido tan
alemanes como el que más, de pronto dejaron de serlo para una elevada
porción de sus compatriotas, que los declararon enemigos, escoria, una
amenaza para el país, y finalmente se dedicaron a exterminarlos. Lo
sucedido en los campos de concentración (no sólo con los judíos, también
con los izquierdistas, los homosexuales, los gitanos y los disidentes
demócratas) se conoció muy tardíamente; en toda su dimensión, de hecho,
una vez derrotada Alemania. Así que comparar a gente actual con los nazis no significa decir ni
insinuar que esa gente sea asesina (eso siempre está por ver), sino que
llevan a cabo acciones y toman medidas y hacen declaraciones
reminiscentes de los nazis anteriores a sus matanzas y a su guerra. Y,
lejos de lo que dicta la consigna mencionada al principio, eso conviene
señalarlo en cuanto se detecta o percibe. Una característica nazi
(bueno, dictatorial y totalitaria) es que, una vez ganadas unas
elecciones o un plebiscito, su resultado sea ya inamovible y no pueda
revisarse nunca ni someterse a nueva consulta. Es muy indicativo que en
todas las votaciones independentistas (Quebec, Escocia), nada impide
que, si esa opción es derrotada, se intente de nuevo al cabo de unos
años. Mientras que se da por descontado que, si triunfa, eso será ya así
para siempre, sin posibilidad de rectificación ni enmienda. A nadie le
cabe duda de que el modelo catalán seguiría esa pauta: si en un
referéndum fracasamos, exigiremos otro al cabo del tiempo; en cambio, si
nos es favorable, eso será definitivo y no daremos oportunidad a un
segundo.
El independentismo catalán actual va recordando a El triunfo de la voluntad
en detalles y folklore (yo aconsejo ver ese documental cada diez o
quince años, porque el mundo cambia): proliferación de banderas, himnos,
multitudes, arengas, coreografías variadas, uniformes (hoy son
camisetas con lema), patria y más patria. En uno de sus discursos,
Hitler imparte sus órdenes: “Cada día, cada hora, pensar sólo en
Alemania, en el pueblo, en el Reich, en la nación alemana y en el pueblo
alemán”. Sólo eso, cada hora, obsesiva y estérilmente. Se parecen a ensalzamientos del caudillo Jordi Pujol y de sus secuaces respecto a Cataluña. Hace poco Alcoberro,
vicepresidente de la ANC, soltó dos cosas reveladoras a las que (siendo
él personaje secundario) poca atención se ha prestado. Una fue: “Para
muchos, España ya no es un Estado ajeno, sino que es el enemigo”. No
dijo el Gobierno central, ni el Tribunal Supremo, dijo España, así,
entera. Son los mismos que a veces desfilan gritando “Somos gente de
paz” en el tono más belicoso imaginable. La otra cosa nazística que dijo
fue:“La independencia es irreversible porque los dos millones que votaron
separatista el 21 de diciembre y en el referéndum del 1 de octubre no
aceptarán otro proyecto”. En Cataluña votan cinco millones y medio, pero
las papeletas de dos abocan al país a una situación “irreversible”. Porque ellos, está claro, no respetan la democracia ni “aceptarán otro
proyecto”, aunque las urnas decidan lo contrario.