¿PODRÍA PUIGDEMONT bajar las escaleras en el instante mismo de subirlas? ¿Y por qué no? Después de todo es un experto en ejecutar lo contrario de lo que lleva a cabo. Le das un huevo, una sartén y una espumadera y te hace y te deshace una
tortilla sin que, por muy atento que estés, seas capaz de adivinar
cuándo se encuentra en una acción y cuándo en la contraria. Recuerden
cómo proclamó y desproclamó la independencia de Cataluña a la vista del
público. Dejó a la audiencia anonadada. Los analistas políticos se pasaron días y noches discutiendo si la había
proclamado al desproclamarla o desproclamado al proclamarla. ¿Cómo
rayos lo hizo? Del mismo modo, creemos nosotros, que al subir las
escaleras del Parlamento de Cataluña, dirigiéndose al pleno en el que demostraría su capacidad para decirse y desdecirse, las bajaba en realidad sin que nadie se apercibiera de ello.
Para llevar a todos los cerdos que cometen atrocidades con las mujeres
a los tribunales, tenemos que valorarnos y respetarnos más a nosotras mismas.
Hace tres años publiqué una columna en EL PAÍS
que trataba de las 270 niñas nigerianas secuestradas por el brutal
grupo islamista Boko Haram. De ellas tan sólo han sido rescatadas unas
cien que relataron el infierno de sus vidas: eran violadas repetidas
veces al día y si no se convertían al islam las degollaban. Las otras chicas siguen en manos de estos monstruos. Hoy nadie habla ya
de ellas. Por lo visto, nuestra atención se ocupa de cosas más
importantes. Aquel artículo lo titulé Porque pueden.
Era la respuesta a una simple pregunta: ¿cómo es posible que un grupo
terrorista se lleve a tantas niñas con esa impunidad y las mantenga de
esclavas sexuales durante años? Pues lo hace, precisamente, porque
puede. Porque el valor de la vida y de la integridad de esas
adolescentes nunca ha sido alto en el mercado. Porque desde el principio
de los tiempos el rapto y la violación de las mujeres ha sido un arma
de guerra perfectamente aceptada.
Hoy retomo aquel título para hablar del escándalo de ese productor de Hollywood, Harvey Weinstein, de cuya mano salieron películas tan famosas como Shakespeare in Love o Pulp Fiction,
y del que ahora sabemos que también usaba sus manitas para otras cosas:
al menos 27 actrices le han denunciado por abusos sexuales, tres de
ellos en grado de violación. Y lo peor es que todos lo sabían desde
hacía mucho tiempo. De hecho, se hicieron bromas sobre ello en series de
televisión y en las nominaciones de los Oscar de 2013
(“Enhorabuena a estas cinco damas que ya no tienen que seguir fingiendo
que les gusta Harvey Weinstein”, dijo el presentador). Por todos los
demonios, ¡pero si la historia de la actriz joven que se ve obligada a
hacerle un trabajito sexual al productor es un lugar común, un tópico
habitual del mundo de la farándula! Innumerables películas, novelas y
obras teatrales hablan de ello con una naturalidad no exenta de burlona
complicidad. Como si fuera lo normal y hasta chistoso, vaya. Como si
parte de la educación dramática de una actriz pasara por ser usada por
un marrano. De hecho, Weinstein no está solo en este alegre deporte violador. Ya
ha sido fulminantemente suspendido el presidente de Amazon Studios, Roy
Price, acusado de lo mismo, y no olvidemos el caso de Bill Cosby. Ahora bien, todos estos miserables, ¿por qué lo hicieron? Pues porque
podían. Porque estaba admitido, porque era algo tácitamente aceptado por
la sociedad. La única diferencia es que ahora las actrices de Hollywood
parecen haberse cansado de ser trofeos sexuales. Me pregunto cuándo
empezará a salir toda esa porquería a la luz también en España: estoy
segura de que no somos una excepción en el penoso chiste de la actriz
jovencita y el productor (o el director) baboso. Pero para que eso ocurra, para llevar a todos estos cerdos a los
tribunales, las mujeres tenemos que dar un paso hacia delante en la
valoración y el respeto que nos tenemos a nosotras mismas. Me espanta que en el mundo sucedan una y otra vez atrocidades
sistemáticas contra las mujeres, como los millones de víctimas a las que
amputan el clítoris, o a las que obligan a ir veladas, a no salir a la
calle sin compañía de varón, a no poder estudiar, no poder conducir, no
poder trabajar; o las miles de jóvenes a las que arrojan ácido o son
quemadas vivas por sus padres y hermanos (a veces por sus madres) por
los infames delitos de honor; o las incontables niñas y adultas
violadas, torturadas y asesinadas en este maldito planeta. Hay un
genocidio en marcha contra la mujer al que asistimos impertérritos sin
que pase nada, sin que la comunidad internacional tome medidas de ningún
tipo, sin que dicte un embargo, por ejemplo (como se hizo cuando el
apartheid), contra países que mantienen en la más feroz esclavitud a la
mitad de su población. Al contrario: la comunidad internacional no sólo
no protesta, sino que usa a la mujer como moneda de cambio: si nos
interesa pactar con los talibanes, por ejemplo, no volvemos a mencionar
el engorroso problema del feminicidio. ¿Que por qué actúan así estos
miserables? Pues porque pueden. Porque todavía no estamos seguras de
nuestro propio valor. Porque no hemos dicho basta. Va siendo hora de
hacerlo.
Las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda
cualquier cosa. Nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes
totalitarios.
ME ENTERO de unas recientes estadísticas americanas que aún no
hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso, porque
no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de
Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los
libres” desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de prensa causa más daño
que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria. Entre los
llamados millennials, sólo el 30% la considera “esencial” para
vivir en una democracia (luego el 70% la ve prescindible). Hace diez o
quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba que un gobierno
militar era una buena forma de regir la nación, mientras que ahora lo
aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta hasta
el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree
lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un 20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la
fuerza física para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o
afirmaciones son “ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los
republicanos apoyaría aplazar —es decir, cancelar— las próximas
elecciones de 2020 si Trump así lo propusiera. Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo sorprendente. Nótese la
entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los dos adjetivos,
“ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad de
quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro
niegue la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien
patriotero, que se diga que su país ha cometido crímenes (y no hay
ninguno que no lo haya hecho a lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista,
que se critique la obra artística de una congénere; alguien
independentista, que se disienta de sus convicciones o delirios. En
todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante
violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las
subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera
cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes
totalitarios. Bueno, nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de
turno, de derechas o de izquierdas.
Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo que en Europa no
serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de ideología. Como
se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los jóvenes,
los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso,
dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a
celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a
quienes sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí
las proporcionan las redes sociales, en las que un número ingente de
individuos recurre de inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante
cualquier opinión diferente a la suya. Las más de las veces
cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No cabe sino concluir que
una serie de valores “democráticos”, que dábamos por descontados, se
están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia, para el
respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no
aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y
las conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad
social, de las libertades y derechos, de la justicia, nunca están
asegurados. Personas con importantes cargos, y por tanto con influencia en nuestras
vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si a muchas se les
hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la diputada
Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos
jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin
fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en
su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los
cada vez más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a
ella o ella a él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al
President de la Generalitat había que “agradecerle” su galimatías,
porque podía haber sido peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido,
engañado y difamado compulsivamente, tras haberle ya causado un
irremediable daño a su amada Cataluña, haber montado un
referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado validez con cara
granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo cerrado a
capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de la
mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no
sacara una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero?
Es como si al atracador de un chalet hubiera que agradecerle que se
llevara sólo los billetes grandes y dejara los pequeños, y se limitara a
maniatar a los habitantes, sin pegarles. Señores científicos, hagan el
favor de estudiar con urgencia por qué tantos cerebros humanos, en los
últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta alcanzar el tamaño del
de las gallinas.
El lunes Catherine Zeta-Jones
dejó boquiabierto a medio mundo con su imagen, sobre todo con los
últimos procedimientos estéticos que se realizó y que le dejó un rostro
bastante diferente del habitual. Ahora le ha tocado el turno a Charlene de Mónaco.
Hace mucho que la exnadadora y esposa del príncipe Alberto de Mónaco no
aparecía en un acto público, para nadie es un secreto que ella evita
todo lo posible asistir a eventos, pero esta vez no pudo evadir su
trabajo oficial y acudió como representante del Principado de Mónaco a
la gala de entrega de los premios princesa Grace, que se celebran en los
Estudios Paramount de Los Ángeles. Y su rostro, prácticamente sin
gestos, volvió a ser noticia. Desde que comenzara su relación amorosa con el príncipe Alberto, la princesa se ha sometido a diferentes intervenciones estéticas,
y ha renovado radicalmente su imagen en varias ocasiones. Entre las más
evidentes están la rinoplastia y el aumento de pecho. Y aunque, como
muchas otras personas es una cliente frecuente del bótox, esta vez el
exceso de colágeno en los labios la delató. Charlene siempre tuvo unos
labios bastantes delgados y finos, pero la noche de este miércoles se
dejó ver con unos mucho más carnosos e inflamados. Tanto así que le
costaba sonreír con naturalidad. Eso sumado al tratamiento al que se
sometió para voluminizar sus pómulos dieron como resultado un rostro
demasiado hinchado.
La rinoplastia se la realizó en 2008. Decidió pasar por el quirófano para perfilarse la nariz
y hacerla un poco más delgada (antes era aguileña y estaba torcida) .
Luego cayó en las manos del bótox . Al principio se inyectaba poco solo
para disimular algunas líneas de expresión, pero con el paso de los años
Charlene ha ido perdiendo algo más que las arrugas normales de la edad. El exceso de esta sustancia provoca que tenga un rostro con gesto de
sorpresa y bastante plastificado. La princesa pasó de nuevo por quirófano en 2010 cuando decidió
aumentarse el pecho. Aunque nunca lo ha confirmado las fotos del antes y
después sirven como pruebas irrefutables de la operación.