Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

27 dic 2013

Abortemos esa funesta ley del aborto...................................José María Izquierdo

RAQUEL MARIN

El espejo devuelve a José K. una figura patética
. Ha buscado, tantas horas libres en este su forzado tedio de jubilado, en el baúl de los recuerdos —el acompañamiento que sigue se lo deja a ustedes— aquella trenca verde que un día arrambló en el armario, y ya puestos, hasta localizó en un rincón el pantalón de campana que acompañaba, como Pili a Mili o como Engels a Marx, a la citada prenda de abrigo
. Ha sustraído con discreción un poco de musgo del belén del portal y se lo ha pegado con cierta habilidad en los carrillos, en un desesperado ensayo por recuperar aquellas patillas de tanto lucimiento.
 Inútil: el espejo muestra un tipo decrépito, vestido de mamarracho y con unos incomprensibles jirones de algo oscuro y asqueroso en los magros mofletes.
No era malo el intento, no, porque este Gobierno de miseria —para los demás— ha conseguido arrastrarnos a la década de los setenta y a ser, de nuevo, la vergüenza de Europa
. Tenemos asignatura de Religión, reválidas, cañones de agua y leyes singulares para atizar a esos manifestantes embrutecidos por la izquierda rencorosa.
 Hay en el cesto, además, fervorosos ministros del Opus, como entonces, e incluso Raphael ha vuelto en Navidad.
 Y estamos a punto —nos queda bien poco, dice nuestro hombre— de acabar con los sindicatos, esos instrumentos del bolchevismo que se dedican —vade retro— a negociar convenios para los trabajadores. Como si a los empresarios les hiciera alguna falta
. Que se vayan a Laponia, esos operarios que tanto exigen.
Incluso su periódico de siempre ha reeditado a los Beatles. ¡A ver si encontramos por ahí, se dice a sí mismo, algún LP de Jethro Tull! Por completar.
Ahora se suma, estrella del firmamento reaccionario de quienes mandan, el triste regreso a la negra etapa del aborto en Londres
. Véase a los efectos EL PAÍS del 3 de octubre de 1976
. Qué contento estará Alberto Ruiz-Gallardón, que así habrá podido vengar a su dilecto padre, perdedor que fue, por mucho que él y el inefable Federico Trillo —¿cuánto daño a la convivencia entre españoles habrá causado nuestro hoy bizarro embajador en Londres en su dilatada carrera al servicio de las sombras?— brindaran en 1985 por una sentencia del Constitucional que al final, como se demostró, era de hecho una legalización de aquello que ellos, la Alianza Popular del muy franquista Manuel Fraga, querían impedir a toda costa: el aborto.
 Hoy, Ruiz-Gallardón hijo, nos vuelve a las tinieblas en las que él mismo, oscuro concejal y a un paso de la extrema derecha, vivía por aquella época. Hipócritas, proclaman que así defienden la familia.
Este es el Gobierno más reaccionario, chupacirios, tragasantos y meapilas de la democracia
¡Ah, la familia! Vamos a favorecer a esa sacrosanta institución que tanto queremos, dirán en el Consejo de Ministros, a base de rebajar los sueldos de sus integrantes, machacarles a impuestos, favorecer los despidos, suprimirles las becas, subirles la luz, el agua y hasta el aire que respiran.
 Qué gran invento el bocadillo del pan con pan.
 Cerremos los ojos a quienes nos piden que les dejemos, al menos, que se puedan calentar en este invierno. Porque así lograremos que se abracen muy fuerte, que eso da mucho calorcito y así se fomentan los lazos de cariño entre padres, hijos, suegros, abuelos y nietos. Incluso podíamos sugerirles que recen.
Mucho. Muchísimo. ¿O acaso no se acuerdan de cuánto confortaban los rosarios en familia, mientras nos mataban los sabañones?, suelta José K. ya un poco alterado.
Minucias, todo minucias, porque el país, cualquiera puede verlo, va muy bien.
 Miren ustedes, por ejemplo, la cuenta corriente de ese empresario de supermercados que ustedes conocen, de ese banquero de tanto renombre o del afanoso comerciante en telas y sus derivado
s. España, ahí lo tienen, va francamente bien
. Un mundo de mentiras, de tergiversaciones interesadas, de falsas estadísticas, de argumentos mendaces. Lo que tenemos en este accidentado cambio de año, casi grita encolerizado y ya algo rabioso José K., no es sino la constatación de que sufrimos un Gobierno de malos, pésimos ministros y pésimas ministras.
Digan, si así no lo creen, cuál es su valoración de José Ignacio Wert, de Fátima Báñez, de José Manuel Soria, de Cristóbal Montoro o de Jorge Fernández Díaz
. Hay incluso quien sostiene que Ana Mato sigue siendo ministra, pero el dato no está confirmado. Luce, además, el trabajo de una vicepresidenta que tanto prometía y que tan poco ha dado. ¿De verdad que coordina algo Sáenz de Santamaría? ¿Las cuestiones sobre el sector eléctrico, las relaciones con los catalanes, los impuestos, la política educativa? ¿Manda sobre algún ministro, o su poder de vicepresidenta se quedó varado a la altura de los subsecretarios?
Pero ni tan siquiera esto es lo peor, declama José K. al borde de la apoplejía.
 Es que además ha resultado ser, como él siempre predijo, y la hemeroteca no le dejará por mentiroso, el Gobierno más reaccionario, rancio, chupacirios, tragasantos y meapilas de la democracia. No tiene, ni tan siquiera, bien orientada la aguja de marear, porque de nada le va a servir tanto como pone a los pies de su Eminencia Reverendísima don Antonio María Rouco Valera, porque el cardenal está a un paso de perder el enorme poder del que disfrutó sobre este y otros Gobiernos, que José K. no quiere acordarse de aquello del talante.
 Resulta que ahora algunas cosas pueden cambiar con el papa Francisco en el Vaticano, que ya no van por el trentino pensamiento —si tal cosa no fuera en sí misma una irresoluble contradictio in terminis— de nuestros queridos gobernantes, sino por un modesto jijijajá, por la guitarra y las zapatillas de esparto en esta nueva iglesia, o eso dicen ellos, que llegó de la pampa.
Vamos a favorecer a la familia con menos sueldos, más impuestos y suprimiendo becas
Se empeña este Gobierno en facilitar las cosas para que José K. pueda, como de hecho hace, afirmar que lleva dentro, como el aguacate su hueso, el fantasma de la extrema derecha.
 Distinto del franquista, cierto, y además pasada por varias decenas de años y acontecimientos mundiales. Pero insiste Mariano Rajoy, sin duda el jefe espiritual de la alegre muchachada, en hacer una política de cercenamiento de derechos de los ciudadanos, con la vista puesta en reforzar a su electorado más fanático ante el fracaso de las medidas económicas y los continuos escándalos de corrupción y nepotismo en los que vive sumido su partido
. La insultante, desgraciada, impúdica y repugnante ley del aborto, enmascarada con el pornográfico tratamiento lingüístico de Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, hojarasca rimbombante para tapar sus muchas vergüenzas, no es sino un robo de derechos adquiridos.
 No acaba de entender José K. si sus responsables entienden que la ley del aborto del Gobierno anterior en nada afectaba a quienes no quisieran abortar. ¿Hay que explicarle a alguien este concepto tan elemental? A ninguna mujer, a ninguna, se le imponía absolutamente nada. ¿Diez hijos y sin querer abortar?
Pues adelante. Estaba usted en su perfecto derecho.
 Pero ahora Gallardón —Rajoy, no nos equivoquemos de nombre— impide abortar a la mujer que quiera hacerlo. ¿Es muy difícil ver la diferencia entre unos y otros? Porque no es verdad, en absoluto, que todos son iguales.
José K. no siente nostalgia alguna de aquellos años setenta, porque los que hoy sufren entonces sufrían todavía más. Solo echa de menos aquella calle con hombres y mujeres que entendían que tú y yo codo a codo somos mucho más que dos (Benedetti).
 Y ya que vienen vientos tormentosos del noreste peninsular, es buena época para recordar el De vegades la pau, no és més que por (A veces la paz no es más que miedo, Espriu)
. E incluso, y ya que empujan al iracundo José K. a rememorar aquellos tiempos de oscuridad y tinieblas en los que había que irse a cantar al Olympia parisino porque aquí no se podía, lo mismo les suelta aquello de a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar (Alberti).
Porque algo hay que hacer para que esta sociedad despierte y diga, como hoy José K., ya basta.

26 dic 2013

Ni política ni religión ni sexo..........................Rosa Montero

Una revista extranjera me pidió una colaboración hace un par de semanas. Querían un breve artículo cada dos meses de tema totalmente libre, me dijeron, salvo por una pequeña limitación: no se podía mencionar ni la política, ni la religión, ni el sexo. Cáspita, pensé: ¿pero es que acaso existen otros temas de los que hablar? Debo aclarar, primeramente, que no es una revista de información general, sino una publicación, digamos, corporativa, que no se vende, sino que se regala y que, además, su potencial público lector son sus clientes. A los que está claro que no quieren de ninguna manera dar un disgusto haciéndoles leer opiniones contrarias a sus ideas en temas tan calientes como la política o la religión, por no hablar del sexo, que ya sabemos que es caliente de otro modo, y que hay gente ultrasensible o vergonzosa o puritana que prefiere ni merodear por los aledaños de la carne.
La verdad es que entiendo los requerimientos de los responsables de la revista: están cuidando a su clientela como quien cuida a su rebaño de vaquitas. Les va el negocio en ello y es lógico que pongan sus límites. Su petición me recordó la primera vez que viví una temporada en Estados Unidos, concretamente en Boston. Fue en el año 1984 y yo estaba dando clase en una universidad. Era un ambiente muy cortés, y enseguida fui informada de que lo educado en una reunión social era no preguntar por las opiniones políticas ni religiosas de tu vecino (lo de no hablar del sexo se daba por sentado: eran años muy pacatos después de la explosión contracultural de los sesenta). Acostumbrada al salvaje griterío con que solemos zurrarnos los españoles cuando discutimos desaforadamente de política, de religión y hasta del sexo de los ángeles, aquello me pareció una norma ortopédica pero curiosa. Ni que decir tiene que, por lo general, aquellas reuniones sociales eran sosegadas, susurrantes y aburridísimas. Con los años, sin embargo, creo que esa especie de acuerdo social de no hablar para no pelear que reinaba en la clase educada norteamericana ha ido resquebrajándose muchísimo. Clinton llevó el sexo a primer plano, y las Torres Gemelas lo inundaron todo de religión y de política. Me parece que hoy la sociedad estadounidense es tan abiertamente peleona, gritona y discutidora como cualquier otra, con sus locos del Tea Party y la cruzada anti-Obama. Lo que no termino de saber es si eso es un avance o un retroceso.
La censura es una jaula, pero lo peor es que se acaba convirtiendo en autocensura
Volviendo a la petición de la revista, confieso que estuve a punto de aceptar: me pareció una especie de ejercicio literario.
 No sé si recuerdan una colección de cuentos cortos de Jardiel Poncela en la que cada relato está escrito sin utilizar una vocal: todo un cuento sin la a, todo un cuento sin la e y así sucesivamente.
 Los leí muy joven y no sé bien qué opinaría hoy, pero entonces me parecieron fantásticos, buenísimos, ni advertías la carencia.
 Así que me puse a pensar en cuántos artículos podría redactar sin rozar los tres malditos temas.
En realidad no debería ser demasiado difícil, me dije; seguro que puedo contar montones de historias.
 Pero, por más que me esforzaba en encontrar ideas lo suficientemente alejadas de la política, la religión y el sexo, siempre me parecía que cualquier cosa podría terminar derivando al temario prohibido.
 Tuve una visión desalentadora: me imaginé hilvanando laboriosamente tontería tras tontería para permanecer en un ámbito expresivo insustancial y neutro que pudiera resultar aceptable para todo el mundo. Yo no sé hacer eso, me dije, y rechacé la oferta.
A continuación, por pura curiosidad, me puse a releer antiguos artículos míos de este suplemento dominical. Muchos, muchísimos, probablemente más de la mitad, hubieran cumplido con las exigencias de la revista. Pero es probable que no me hubieran salido, que no los hubiera sabido escribir teniendo esas limitaciones mentales: la censura te achica la cabeza.
 Recordé mis primerísimos años como periodista en las estrecheces del franquismo; y la enorme suerte, el privilegio que he tenido de poder redactar todas mis novelas en libertad. ¿Cómo escriben los escritores bajo los regímenes autoritarios? Pues con mucho sufrimiento, sin lugar a dudas; y aunque algunos sean lo suficientemente fuertes para sacar adelante su obra pese a todo, supongo que la mayoría paga un alto coste creativo.
Porque la censura es una jaula, pero lo peor es que se termina convirtiendo en autocensura, un parásito mental que te mutila P
@BrunaHusky
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Las bandas de la banda ancha............................Javier Marías

Cada aparato kindle, o e-book, o de libro electrónico existente en Francia, compra una media de 4,6 libros al año. En Italia, país con fama de no muy honrado, son 4,4 los que adquiere legalmente cada usuario. En España, el porcentaje es de 0,6. Cada individuo con uno de esos dispositivos de lectura en pantalla paga más o menos medio libro en el plazo de doce meses. ¿Quiere esto decir que los españoles que se han hecho con un e-book (o como finalmente se llamen) lo tienen de adorno en sus casas y no lo utilizan para su función lectora? En absoluto. Lo que significa es que casi cuanto se lee en ellos es pirateado, robado con total impunidad y con el beneplácito vengativo de nuestro Gobierno. Fue a partir de la Navidad de 2011 cuando el juguete llegó aquí de veras y se puso de moda. El resultado es que las ventas de libros en papel han disminuido brutalmente. Tengo un informe en el que se comparan las de las novelas última y penúltima de varios autores de best-sellers como Dan Brown, Ken Follett, Paulo Coelho y unos cuantos españoles cuyos nombres omitiré para no darles “mala prensa”. Sus últimas obras respectivas han vendido un 52%, un 62%, incluso un 70% menos que las anteriores. Cierto que no hay dos libros iguales, aunque sean del mismo escritor: unos caen más en gracia que otros; el público se cansa fácilmente (“Ya he leído dos de éste, me da pereza un tercero”), las modas son efímeras. Y, por supuesto, está la crisis, pero ésta ya llevaba varios años antes de la Navidad de 2011. Últimamente los editores, las agentes, los libreros –independientes o de grandes superficies–, hasta algunos autores, todos me aseguran que la salvaje caída de las ventas se debe mucho más a la piratería que a la situación económica que el Gobierno de Rajoy nos agrava día tras día.
Me disculpo por utilizarme como ejemplo y por resultar didáctico, pero en este país lo segundo es recomendable siempre.
 De aquí a un par de meses espero haber terminado una nueva novela que rondará –calculo– las 500 páginas. Habré empleado en ello dos años y pico, con unos veinte meses de muy intenso trabajo (al principio hay mucho tanteo).
 Lo que ganaré con esta novela dependerá de sus ventas, exclusivamente. Si su precio es de 20 euros, a mí me llegarán unos 2 por cada ejemplar despachado. Eso en papel.
 En libro electrónico costará unos 8 euros, luego percibiré alrededor de 0,80 por cada uno comprado legalmente.
 Así, si se venden 10.000 ejemplares en papel, mi tarea de dos años largos se remunerará con 20.000 euros. Si se venden 100.000, multipliquen por diez.
Todos dependemos del interés de los lectores; nada se nos regala; si ellos deciden no asomarse a nuestro texto, no cobramos, o muy poco.
 Cada individuo que piratee esa novela futura mía me estará robando –o me privará de ganar– 0,80 o 2 euros, según el soporte. Si 5.000 personas hacen eso, me habrán restado 4.000 o 10.000 euros (a los editores y libreros más, naturalmente).
Casi cuanto se lee en España en libros electrónicos es pirateado, robado con total impunidad
Imaginen ustedes, se dediquen a lo que se dediquen, que les quitaran esas cantidades de sus sueldos o ganancias, simplemente porque quienes se benefician de su trabajo pueden hacerlo sin que pase nada. Pueden disfrutar de él gratuitamente
. Bueno, no del todo: pagan una buena cantidad a las empresas de telefonía por una banda muy ancha que les permite “descargarse” el producto del esfuerzo de ustedes.
 El escritor en España (como el músico y el cineasta) no hace negocio con eso, no percibe nada (recuerden: 0,6 libros vendidos al año por dispositivo electrónico).
 Pero las telefonías sí lo hacen, y perciben muchísimo “ofreciendo” tácitamente el goce del trabajo ajeno. Lo que no se le dice al usuario, pero se le insinúa, es: “Si se compra un e-book y contrata una banda anchísima, leerá gratis lo que se le antoje. Usted no le pagará al autor ni al editor, ni yo tampoco. Usted me pagará a mí por el mecanismo que lo facultará para robar tranquilamente.
El autor, el editor y el librero, que se fastidien”.
Yo no sé hasta qué punto la gente es consciente de lo que se trae entre manos, con la connivencia inconfesada de las telefonías, que son las que cobran y sacan tajada de mis dos años largos ante la máquina (el talento posible es otro asunto y no voy a presumir de poseerlo, pero es algo que también merece recompensa en los casos indudables).
 Cada novela corre su suerte, ya lo he dicho. Pero, si cuando salga la que estoy cerca de acabar (no creo que antes de septiembre, y si le doy el visto bueno), sus ventas respecto a la anterior bajan tanto como un 70%, deberé plantearme si valdrá la pena acometer otra más adelante, a sabiendas de que mis posibles ganancias me las estarán esquilmando a lo bestia.
 Figúrense a un profesor al que no se le abonan muchas de sus horas de clase; a un banquero que debe dar gratis parte de sus servicios; a un empleado al que sólo se le pagan cinco horas de las ocho que trabaja a diario; a un zapatero que debe entregar por nada un porcentaje del calzado que crea y produce; a un ministro que ha de regalar sus conocimientos y su gestión parcialmente
. Y así con cualquier oficio.
 Repito: yo sólo cobro si a los lectores les da la gana de leer lo que escribo.
 Si se la da, pero muchos no pagan nada por ello, ya me dirán qué clase de tonto sería si continuara atado a la silla, devanándome mis pocos sesos para llenar, línea a línea, 500 páginas supuestamente interesantes o turbadoras o placenteras. Uno no debería estar dispuesto a que lo perjudiquen quienes lo aprecian. Como si no bastara con los otros.
elpaissemanal@elpais.es

Los argentinos más la electricidad Por: Martín Caparrós


MCLenin
Se llamaba Vladímir Ilich Ulianov pero solían llamarlo Lenin –y con ese nombre se pasó casi un siglo como momia en uno de los ombligos de este mundo.
 El camarada Vladímir era un experto en eso que ahora llaman utopías: la posibilidad de imaginar un mundo diferente –solo que él, de puro terco, intentó hacerlo.
El luchó e hizo la Revolución Bolchevique no fue utopía, fue realidad.
 No se puede decir que le saliera mal, pero se murió estúpidamente joven a sus 54 años y dejó a sus sucesores –como suele pasar en estos cuentos– la tarea de arruinarlo todo.
 Tres años antes, 1921, había definido con una frase su proyecto: “El comunismo son los soviets más la electricidad”.
Soviets había; electricidad, en las estepas rusas, bastante menos. La utopía de aquel señor fue construirla, y sus sucesores la construyeron con esfuerzos ímprobos, víctimas por millones
. Con el tiempo dejó de haber soviets y quedó la electricidad: el comunismo ni pintado, pero Rusia se volvió una potencia.
En la Argentina, en cambio, llegó tanto más fácil. Ya en 1883, al año de su fundación, se instaló en La Plata un sistema de alumbrado público que la convirtió en la primera ciudad latinoamericana con electricidad.
 Y en los noventa años siguientes, con sus más y sus menos, la potencia eléctrica no dejó de crecer a buen ritmo.
Hasta que empezaron –siempre los setentas– los problemas. Desde entonces el equilibrio se fue agrietando, partiendo, con sus más y sus menos. Hubo momentos de recuperación: en la siempre bien condenada década menemista, por ejemplo, el producto bruto creció al 4,7 por ciento anual y la capacidad de producir energía un poco más, el 6,1. En la década kirchnerista fue al revés: el producto bruto creció un promedio del 6,5 por ciento anual y la capacidad energética la mitad, el 3,2. Entre otras cosas, porque cada vez producimos menos del combustible que alimenta a la mayoría de las usinas argentinas –y que ahora hay que importar muy caro, lo cual causa, sabemos, el inexistente cepo al dólar, la inexistente inflación y varios otros fantasmas parejamente inverecundos.
En cualquier caso, la situación está clara: la electricidad no alcanza para todos. Llevamos años intentando no saberlo, pero el otro día, valiente, el señor Capitanich consiguió incluso que se le entendiera: “Cuando la temperatura supera los 32 grados promedio durante varios días consecutivos, el sistema eléctrico entra en tensión” –y colapsa. Si viviéramos en Letonia no habría que preocuparse por semejante anomalía; en Buenos Aires, en cambio, y en verano, los 32 grados son casi de rutina.
Lo que pasa es que es demasiado barata, dicen en el gobierno. Y sus voceros oficiosos salieron a preguntar si, con las tarifas que pagamos, esperábamos tener un servicio como en Suiza. Es una nueva línea de discurso, interesante: ¿ah, el bife está podrido? Bueno, si me paga el doble le doy uno fresco. La próxima vez que quieran subir los impuestos pueden intentarla: ciudadanos, es obvio que este gobierno es un desastre, lo que pasa es que con el iva de solo el 21 no da para más, que quieren, no hay manera; les subimos un poco y ya van a ver.
Mientras, lejos de Suiza, los cortes aumentan sin parar. Según la propia Edenor, hace cinco años sus clientes tenían una media de 5,71 interrupciones de suministro por año; el año pasado hubo un 25 por ciento más: 7,13. Pero, sobre todo, la duración promedio de aquellos cortes era de 13 horas; ahora duran el doble, más de 26.
Así que el gobierno porteño, ni lerdo ni perezoso, ni caliente ni frío, decidió coger al toro por las astas y declarar –lo dijo el señor Rodríguez Larreta– que ya que el problema de la electricidad “vino para quedarse”, todos los edificios nuevos deberán tener su generador de electricidad.
Es curioso: no parece que haya alaridos al respecto. Y, sin embargo. Ya habíamos privatizado, a lo largo de estos años de democracia, la salud –la mitad rica de los argentinos paga su prepaga–, la educación –arrecia la huída de la escuela pública–, la seguridad –compañías de cuidas se presentan como la última barricada contra la inseguridad policial. Ahora, por fin, vamos a privatizar la energía. No que las empresas que las producen no sean privadas, pero están controladas por el Estado y se supone que dan un servicio más o menos parecido a todos.
(Aunque no tanto. El gerente de una fábrica de alimentos del Gran Buenos Aires contaba cómo, en estos días, tuvo que llamar a su contacto en una de las eléctricas para que mandara una cuadrilla de reparaciones al barrio –pobre– circundante. Era una cuestión de supervivencia; los vecinos estaban tan hartos tras dos semanas sin luz que amenazaban con invadir su planta. Su intervención, sus influencias, consiguieron lo que miles de pobladores no conseguían de ningún modo. Y es que, además, las cuadrillas de reparaciones de las eléctricas están desbordadas porque sus integrantes no quieren hacer horas extras. No les conviene: con el piso tan bajo del impuesto a las ganancias, si ganan un poco más lo alcanzan y, al tener que pagarlo, terminan sacando menos que si no hacen esas horas. Hablemos de cultura del trabajo.)
La electricidad lleva veinte años en manos privadas –y no parece haber funcionado demasiado. Pero hay una diferencia radical entre la energía privatizada de dos empresas grandes y bastante inútiles y la energía privatizada de multitud de consorcios, countries y otros barrios cerrados. Con el florecimiento de los generadores tendrán luz los que puedan pagar la máquina más potente, el gasoil más caro –y a los demás que les den unas velas.
La disyuntiva ya se pone en escena. En dos escenas: en ciertas esquinas de la ciudad vecinos sin plata ni influencias cortan calles para reclamar lo que consideran su derecho común –y en una un policía cabreado mata a uno. En otras calles de la ciudad, vecinos con plata e influencias deciden instalar generadores para salvarse solos.
Un generador en la planta baja es la variante más cara para producir electricidad: su rendimiento por litro de combustible es infinitamente menor que el de una usina. Los que lo elijan estarán gastando plata que el país no debería permitirse para tener lo que ellos sí tendrán y tantos otros no. Un éxito: otro paso hacia el sálvese quien pueda –y los demás revienten. Otro sector de nuestras vidas se sustrae al interés general y se pasa al interés compuesto. Otro rubro se suma a la desigualdad, a la desintegración social que el peronismo –menemista, kirchnerista– han sabido desarrollar con tanto éxito.
Pocas imágenes tan africanas como esas calles de –digamos– Addis Abeba o Niamey o Uagadugu con su runrún de motorcitos: ante cada negocio, el generador, generalmente chino, generalmente azul o rojo, que le permite seguir funcionando cuando viene el corte. Pocas imágenes tan groseras de esos países disgregados, sin estado, sin un tronco común.
Nos vamos acercando. Y, en ese trayecto bien cangrejo, nos conseguimos metas nuevas. Ahora, sin ir más lejos, una nueva utopía, con sus ecos clásicos: “la Argentina son los argentinos más la electricidad”. A los argentinos ya los tenemos, por supuesto. Lo demás parece agua entre las manos.
Los Argentinos prepotentes mentirosos y presumidos.