Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

26 dic 2013

Ni política ni religión ni sexo..........................Rosa Montero

Una revista extranjera me pidió una colaboración hace un par de semanas. Querían un breve artículo cada dos meses de tema totalmente libre, me dijeron, salvo por una pequeña limitación: no se podía mencionar ni la política, ni la religión, ni el sexo. Cáspita, pensé: ¿pero es que acaso existen otros temas de los que hablar? Debo aclarar, primeramente, que no es una revista de información general, sino una publicación, digamos, corporativa, que no se vende, sino que se regala y que, además, su potencial público lector son sus clientes. A los que está claro que no quieren de ninguna manera dar un disgusto haciéndoles leer opiniones contrarias a sus ideas en temas tan calientes como la política o la religión, por no hablar del sexo, que ya sabemos que es caliente de otro modo, y que hay gente ultrasensible o vergonzosa o puritana que prefiere ni merodear por los aledaños de la carne.
La verdad es que entiendo los requerimientos de los responsables de la revista: están cuidando a su clientela como quien cuida a su rebaño de vaquitas. Les va el negocio en ello y es lógico que pongan sus límites. Su petición me recordó la primera vez que viví una temporada en Estados Unidos, concretamente en Boston. Fue en el año 1984 y yo estaba dando clase en una universidad. Era un ambiente muy cortés, y enseguida fui informada de que lo educado en una reunión social era no preguntar por las opiniones políticas ni religiosas de tu vecino (lo de no hablar del sexo se daba por sentado: eran años muy pacatos después de la explosión contracultural de los sesenta). Acostumbrada al salvaje griterío con que solemos zurrarnos los españoles cuando discutimos desaforadamente de política, de religión y hasta del sexo de los ángeles, aquello me pareció una norma ortopédica pero curiosa. Ni que decir tiene que, por lo general, aquellas reuniones sociales eran sosegadas, susurrantes y aburridísimas. Con los años, sin embargo, creo que esa especie de acuerdo social de no hablar para no pelear que reinaba en la clase educada norteamericana ha ido resquebrajándose muchísimo. Clinton llevó el sexo a primer plano, y las Torres Gemelas lo inundaron todo de religión y de política. Me parece que hoy la sociedad estadounidense es tan abiertamente peleona, gritona y discutidora como cualquier otra, con sus locos del Tea Party y la cruzada anti-Obama. Lo que no termino de saber es si eso es un avance o un retroceso.
La censura es una jaula, pero lo peor es que se acaba convirtiendo en autocensura
Volviendo a la petición de la revista, confieso que estuve a punto de aceptar: me pareció una especie de ejercicio literario.
 No sé si recuerdan una colección de cuentos cortos de Jardiel Poncela en la que cada relato está escrito sin utilizar una vocal: todo un cuento sin la a, todo un cuento sin la e y así sucesivamente.
 Los leí muy joven y no sé bien qué opinaría hoy, pero entonces me parecieron fantásticos, buenísimos, ni advertías la carencia.
 Así que me puse a pensar en cuántos artículos podría redactar sin rozar los tres malditos temas.
En realidad no debería ser demasiado difícil, me dije; seguro que puedo contar montones de historias.
 Pero, por más que me esforzaba en encontrar ideas lo suficientemente alejadas de la política, la religión y el sexo, siempre me parecía que cualquier cosa podría terminar derivando al temario prohibido.
 Tuve una visión desalentadora: me imaginé hilvanando laboriosamente tontería tras tontería para permanecer en un ámbito expresivo insustancial y neutro que pudiera resultar aceptable para todo el mundo. Yo no sé hacer eso, me dije, y rechacé la oferta.
A continuación, por pura curiosidad, me puse a releer antiguos artículos míos de este suplemento dominical. Muchos, muchísimos, probablemente más de la mitad, hubieran cumplido con las exigencias de la revista. Pero es probable que no me hubieran salido, que no los hubiera sabido escribir teniendo esas limitaciones mentales: la censura te achica la cabeza.
 Recordé mis primerísimos años como periodista en las estrecheces del franquismo; y la enorme suerte, el privilegio que he tenido de poder redactar todas mis novelas en libertad. ¿Cómo escriben los escritores bajo los regímenes autoritarios? Pues con mucho sufrimiento, sin lugar a dudas; y aunque algunos sean lo suficientemente fuertes para sacar adelante su obra pese a todo, supongo que la mayoría paga un alto coste creativo.
Porque la censura es una jaula, pero lo peor es que se termina convirtiendo en autocensura, un parásito mental que te mutila P
@BrunaHusky
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Las bandas de la banda ancha............................Javier Marías

Cada aparato kindle, o e-book, o de libro electrónico existente en Francia, compra una media de 4,6 libros al año. En Italia, país con fama de no muy honrado, son 4,4 los que adquiere legalmente cada usuario. En España, el porcentaje es de 0,6. Cada individuo con uno de esos dispositivos de lectura en pantalla paga más o menos medio libro en el plazo de doce meses. ¿Quiere esto decir que los españoles que se han hecho con un e-book (o como finalmente se llamen) lo tienen de adorno en sus casas y no lo utilizan para su función lectora? En absoluto. Lo que significa es que casi cuanto se lee en ellos es pirateado, robado con total impunidad y con el beneplácito vengativo de nuestro Gobierno. Fue a partir de la Navidad de 2011 cuando el juguete llegó aquí de veras y se puso de moda. El resultado es que las ventas de libros en papel han disminuido brutalmente. Tengo un informe en el que se comparan las de las novelas última y penúltima de varios autores de best-sellers como Dan Brown, Ken Follett, Paulo Coelho y unos cuantos españoles cuyos nombres omitiré para no darles “mala prensa”. Sus últimas obras respectivas han vendido un 52%, un 62%, incluso un 70% menos que las anteriores. Cierto que no hay dos libros iguales, aunque sean del mismo escritor: unos caen más en gracia que otros; el público se cansa fácilmente (“Ya he leído dos de éste, me da pereza un tercero”), las modas son efímeras. Y, por supuesto, está la crisis, pero ésta ya llevaba varios años antes de la Navidad de 2011. Últimamente los editores, las agentes, los libreros –independientes o de grandes superficies–, hasta algunos autores, todos me aseguran que la salvaje caída de las ventas se debe mucho más a la piratería que a la situación económica que el Gobierno de Rajoy nos agrava día tras día.
Me disculpo por utilizarme como ejemplo y por resultar didáctico, pero en este país lo segundo es recomendable siempre.
 De aquí a un par de meses espero haber terminado una nueva novela que rondará –calculo– las 500 páginas. Habré empleado en ello dos años y pico, con unos veinte meses de muy intenso trabajo (al principio hay mucho tanteo).
 Lo que ganaré con esta novela dependerá de sus ventas, exclusivamente. Si su precio es de 20 euros, a mí me llegarán unos 2 por cada ejemplar despachado. Eso en papel.
 En libro electrónico costará unos 8 euros, luego percibiré alrededor de 0,80 por cada uno comprado legalmente.
 Así, si se venden 10.000 ejemplares en papel, mi tarea de dos años largos se remunerará con 20.000 euros. Si se venden 100.000, multipliquen por diez.
Todos dependemos del interés de los lectores; nada se nos regala; si ellos deciden no asomarse a nuestro texto, no cobramos, o muy poco.
 Cada individuo que piratee esa novela futura mía me estará robando –o me privará de ganar– 0,80 o 2 euros, según el soporte. Si 5.000 personas hacen eso, me habrán restado 4.000 o 10.000 euros (a los editores y libreros más, naturalmente).
Casi cuanto se lee en España en libros electrónicos es pirateado, robado con total impunidad
Imaginen ustedes, se dediquen a lo que se dediquen, que les quitaran esas cantidades de sus sueldos o ganancias, simplemente porque quienes se benefician de su trabajo pueden hacerlo sin que pase nada. Pueden disfrutar de él gratuitamente
. Bueno, no del todo: pagan una buena cantidad a las empresas de telefonía por una banda muy ancha que les permite “descargarse” el producto del esfuerzo de ustedes.
 El escritor en España (como el músico y el cineasta) no hace negocio con eso, no percibe nada (recuerden: 0,6 libros vendidos al año por dispositivo electrónico).
 Pero las telefonías sí lo hacen, y perciben muchísimo “ofreciendo” tácitamente el goce del trabajo ajeno. Lo que no se le dice al usuario, pero se le insinúa, es: “Si se compra un e-book y contrata una banda anchísima, leerá gratis lo que se le antoje. Usted no le pagará al autor ni al editor, ni yo tampoco. Usted me pagará a mí por el mecanismo que lo facultará para robar tranquilamente.
El autor, el editor y el librero, que se fastidien”.
Yo no sé hasta qué punto la gente es consciente de lo que se trae entre manos, con la connivencia inconfesada de las telefonías, que son las que cobran y sacan tajada de mis dos años largos ante la máquina (el talento posible es otro asunto y no voy a presumir de poseerlo, pero es algo que también merece recompensa en los casos indudables).
 Cada novela corre su suerte, ya lo he dicho. Pero, si cuando salga la que estoy cerca de acabar (no creo que antes de septiembre, y si le doy el visto bueno), sus ventas respecto a la anterior bajan tanto como un 70%, deberé plantearme si valdrá la pena acometer otra más adelante, a sabiendas de que mis posibles ganancias me las estarán esquilmando a lo bestia.
 Figúrense a un profesor al que no se le abonan muchas de sus horas de clase; a un banquero que debe dar gratis parte de sus servicios; a un empleado al que sólo se le pagan cinco horas de las ocho que trabaja a diario; a un zapatero que debe entregar por nada un porcentaje del calzado que crea y produce; a un ministro que ha de regalar sus conocimientos y su gestión parcialmente
. Y así con cualquier oficio.
 Repito: yo sólo cobro si a los lectores les da la gana de leer lo que escribo.
 Si se la da, pero muchos no pagan nada por ello, ya me dirán qué clase de tonto sería si continuara atado a la silla, devanándome mis pocos sesos para llenar, línea a línea, 500 páginas supuestamente interesantes o turbadoras o placenteras. Uno no debería estar dispuesto a que lo perjudiquen quienes lo aprecian. Como si no bastara con los otros.
elpaissemanal@elpais.es

Los argentinos más la electricidad Por: Martín Caparrós


MCLenin
Se llamaba Vladímir Ilich Ulianov pero solían llamarlo Lenin –y con ese nombre se pasó casi un siglo como momia en uno de los ombligos de este mundo.
 El camarada Vladímir era un experto en eso que ahora llaman utopías: la posibilidad de imaginar un mundo diferente –solo que él, de puro terco, intentó hacerlo.
El luchó e hizo la Revolución Bolchevique no fue utopía, fue realidad.
 No se puede decir que le saliera mal, pero se murió estúpidamente joven a sus 54 años y dejó a sus sucesores –como suele pasar en estos cuentos– la tarea de arruinarlo todo.
 Tres años antes, 1921, había definido con una frase su proyecto: “El comunismo son los soviets más la electricidad”.
Soviets había; electricidad, en las estepas rusas, bastante menos. La utopía de aquel señor fue construirla, y sus sucesores la construyeron con esfuerzos ímprobos, víctimas por millones
. Con el tiempo dejó de haber soviets y quedó la electricidad: el comunismo ni pintado, pero Rusia se volvió una potencia.
En la Argentina, en cambio, llegó tanto más fácil. Ya en 1883, al año de su fundación, se instaló en La Plata un sistema de alumbrado público que la convirtió en la primera ciudad latinoamericana con electricidad.
 Y en los noventa años siguientes, con sus más y sus menos, la potencia eléctrica no dejó de crecer a buen ritmo.
Hasta que empezaron –siempre los setentas– los problemas. Desde entonces el equilibrio se fue agrietando, partiendo, con sus más y sus menos. Hubo momentos de recuperación: en la siempre bien condenada década menemista, por ejemplo, el producto bruto creció al 4,7 por ciento anual y la capacidad de producir energía un poco más, el 6,1. En la década kirchnerista fue al revés: el producto bruto creció un promedio del 6,5 por ciento anual y la capacidad energética la mitad, el 3,2. Entre otras cosas, porque cada vez producimos menos del combustible que alimenta a la mayoría de las usinas argentinas –y que ahora hay que importar muy caro, lo cual causa, sabemos, el inexistente cepo al dólar, la inexistente inflación y varios otros fantasmas parejamente inverecundos.
En cualquier caso, la situación está clara: la electricidad no alcanza para todos. Llevamos años intentando no saberlo, pero el otro día, valiente, el señor Capitanich consiguió incluso que se le entendiera: “Cuando la temperatura supera los 32 grados promedio durante varios días consecutivos, el sistema eléctrico entra en tensión” –y colapsa. Si viviéramos en Letonia no habría que preocuparse por semejante anomalía; en Buenos Aires, en cambio, y en verano, los 32 grados son casi de rutina.
Lo que pasa es que es demasiado barata, dicen en el gobierno. Y sus voceros oficiosos salieron a preguntar si, con las tarifas que pagamos, esperábamos tener un servicio como en Suiza. Es una nueva línea de discurso, interesante: ¿ah, el bife está podrido? Bueno, si me paga el doble le doy uno fresco. La próxima vez que quieran subir los impuestos pueden intentarla: ciudadanos, es obvio que este gobierno es un desastre, lo que pasa es que con el iva de solo el 21 no da para más, que quieren, no hay manera; les subimos un poco y ya van a ver.
Mientras, lejos de Suiza, los cortes aumentan sin parar. Según la propia Edenor, hace cinco años sus clientes tenían una media de 5,71 interrupciones de suministro por año; el año pasado hubo un 25 por ciento más: 7,13. Pero, sobre todo, la duración promedio de aquellos cortes era de 13 horas; ahora duran el doble, más de 26.
Así que el gobierno porteño, ni lerdo ni perezoso, ni caliente ni frío, decidió coger al toro por las astas y declarar –lo dijo el señor Rodríguez Larreta– que ya que el problema de la electricidad “vino para quedarse”, todos los edificios nuevos deberán tener su generador de electricidad.
Es curioso: no parece que haya alaridos al respecto. Y, sin embargo. Ya habíamos privatizado, a lo largo de estos años de democracia, la salud –la mitad rica de los argentinos paga su prepaga–, la educación –arrecia la huída de la escuela pública–, la seguridad –compañías de cuidas se presentan como la última barricada contra la inseguridad policial. Ahora, por fin, vamos a privatizar la energía. No que las empresas que las producen no sean privadas, pero están controladas por el Estado y se supone que dan un servicio más o menos parecido a todos.
(Aunque no tanto. El gerente de una fábrica de alimentos del Gran Buenos Aires contaba cómo, en estos días, tuvo que llamar a su contacto en una de las eléctricas para que mandara una cuadrilla de reparaciones al barrio –pobre– circundante. Era una cuestión de supervivencia; los vecinos estaban tan hartos tras dos semanas sin luz que amenazaban con invadir su planta. Su intervención, sus influencias, consiguieron lo que miles de pobladores no conseguían de ningún modo. Y es que, además, las cuadrillas de reparaciones de las eléctricas están desbordadas porque sus integrantes no quieren hacer horas extras. No les conviene: con el piso tan bajo del impuesto a las ganancias, si ganan un poco más lo alcanzan y, al tener que pagarlo, terminan sacando menos que si no hacen esas horas. Hablemos de cultura del trabajo.)
La electricidad lleva veinte años en manos privadas –y no parece haber funcionado demasiado. Pero hay una diferencia radical entre la energía privatizada de dos empresas grandes y bastante inútiles y la energía privatizada de multitud de consorcios, countries y otros barrios cerrados. Con el florecimiento de los generadores tendrán luz los que puedan pagar la máquina más potente, el gasoil más caro –y a los demás que les den unas velas.
La disyuntiva ya se pone en escena. En dos escenas: en ciertas esquinas de la ciudad vecinos sin plata ni influencias cortan calles para reclamar lo que consideran su derecho común –y en una un policía cabreado mata a uno. En otras calles de la ciudad, vecinos con plata e influencias deciden instalar generadores para salvarse solos.
Un generador en la planta baja es la variante más cara para producir electricidad: su rendimiento por litro de combustible es infinitamente menor que el de una usina. Los que lo elijan estarán gastando plata que el país no debería permitirse para tener lo que ellos sí tendrán y tantos otros no. Un éxito: otro paso hacia el sálvese quien pueda –y los demás revienten. Otro sector de nuestras vidas se sustrae al interés general y se pasa al interés compuesto. Otro rubro se suma a la desigualdad, a la desintegración social que el peronismo –menemista, kirchnerista– han sabido desarrollar con tanto éxito.
Pocas imágenes tan africanas como esas calles de –digamos– Addis Abeba o Niamey o Uagadugu con su runrún de motorcitos: ante cada negocio, el generador, generalmente chino, generalmente azul o rojo, que le permite seguir funcionando cuando viene el corte. Pocas imágenes tan groseras de esos países disgregados, sin estado, sin un tronco común.
Nos vamos acercando. Y, en ese trayecto bien cangrejo, nos conseguimos metas nuevas. Ahora, sin ir más lejos, una nueva utopía, con sus ecos clásicos: “la Argentina son los argentinos más la electricidad”. A los argentinos ya los tenemos, por supuesto. Lo demás parece agua entre las manos.
Los Argentinos prepotentes mentirosos y presumidos.

La última...................................Elvira Lindo

Me conformaría con pensar que gracias a alguna de estas columnas he provocado una conversación o he añadido un punto de vista algo original.

 

Tan bueno puede ser llegar como irse.Si pero a veces es mejor irse.
. Llegué a este espacio de 310 palabras hace once años
. En estos once años me he esmerado por usar esas palabras para expresar más dudas que certezas.
 He tratado de dar mi opinión honradamente, aun presagiando en ocasiones que no sería bien recibida ni entre mis detractores ni entre mis amigos. He querido observar con respeto al adversario, aunque lo popular en nuestro país sea convertir al adversario en enemigo.
 He procurado no usar la columna como un púlpito, para eso ya están los gurús, los curas o los líderes, y yo no soy ninguna de esas tres cosas., se olvida usted de su marido.
 He contenido mi ira, aunque sepa que la ira provoca más aplausos que la sensatez.
 He tratado de escribir en un tono de conversación, huyendo del griterío y de los puñetazos en la barra que tanto abundan
. Eso sí, jamás he dejado de escribir lo que pensaba; habrá quien opine que he sido menos radical por aquello de no protestar por medio del insulto. Qué le voy a hacer. Todo esto no es algo que me haya propuesto: soy así, en esta columna y en la vida.
Es posible que en ocasiones me pierda la buena educación, pero no puedo evitarla. Tampoco voy a pedir disculpas por ello.
He escrito sobre aquello que podía abarcar, jamás me he metido en asuntos que no controlara. Pero eso no me ha librado de verme sacudida por unos cuantos líos, es algo inevitable: el que no se ve nunca en medio de una bronca es porque lo que escribe carece de importancia.
Me conformaría con pensar que gracias a alguna de estas columnas he provocado una conversación o he añadido un punto de vista algo original. Nada más que eso.
 Me voy de este rincón del periódico. Si viviera mi padre le tendría que explicar una y mil veces que no me han echado, que me marcho por voluntad propia.
 Él no lo hubiera entendido. Me habría dicho, ¿dejarlo, con la que está cayendo?
Si pero su marido lo gana bien, no se ponga de mártir que a usted le va muy bien gracias a sus amistades literarias y tiene un vestidor y un bolso auténtico que AMM le regaló.(de Chanel) y va Lisboa arriba, Lisboa abajo porque recibir premios es muy cansado, hace usted bien en irse.