Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 abr 2012

La Saeta - Joan Manuel Serrat

"Vengo a ocultarme bajo un capirote y a disfrutar del anonimato"


Antonio Banderas y la baronesa Thyssen, en Málaga, el 29 de marzo de 2012. / GTRES
A Antonio Banderas no le van a caber los premios en las maletas cuando se embarque de vuelta a Estados Unidos.
 El actor, que se encuentra en España para celebrar la Semana Santa en su Málaga natal, como hace cada año, recibió la noche del jueves el galardón Huella Cultural, de manos de la baronesa Thyssen
. Dos días antes, Banderas se había hecho acreedor de un premio cofrade en Marbella, junto a la duquesa de Alba.
“Ser actor puede tener dos efectos: uno bueno y otro malo”, declaró en su discurso al recibir el Huella Cultural. “Pero los dos pueden ser utilizables. Y además uno se encuentra, por ser un personaje público y conocido, con un poder que hay que saber utilizar. Hay que separar el yo y pensar más en el nosotros, hay que ser útil y trato de serlo, y de servir en diferentes organizaciones, especialmente en Málaga. Quiero seguir trabajando con la gente que lo necesita”.
Tita Cervera estuvo encargada de entregar el galardón al actor malagueño, ya que fue distinguida con el mismo en 2011. Se trata de un premio que concede el Rotary Club de la ciudad andaluza a las personas e instituciones que dejan una marca en su sociedad.
 El artista a cargo de la estatuilla de bronce que sirve de reconocimiento es el también malagueño escultor Virgilio.
La baronesa Thyssen comentó que echará de menos en las procesiones este año a la famosa mujer de Antonio Banderas, la actriz estadounidense Melanie Griffith, que, a pesar de que cada año acompaña a su marido a su ciudad natal por estas fechas, esta vez se vio obligada a permanecer en Los Ángeles, ya que la hija de ambos, Stella María, se encuentra allí cursando sus estudios.
Banderas llegó hace dos semanas a Andalucía, y se encuentra junto a su madre y su hermano.
 El año pasado, el actor inició la levantá de la importante procesión de lágrimas y favores, acompañado también de la baronesa Thyssen, y en 2010 recibió la medalla de pregonero de esta tradicional fiesta de su ciudad. “Vengo a ocultarme bajo un capirote y a disfrutar del anonimato”, explicó el actor en su momento, al comentar lo esencial que resulta para él darse un respiro del famoseo de Hollywood y acercarse a la tierra que lo vio nacer.

Redgrave, un linaje dramático

El apellido Redgrave es lo más parecido a una dinastía real en el mundo del cine y el teatro Vanessa, un mito, y su hija Joely descubren algunas de las verdades de esta familia

Un clan marcado por el éxito y la tragedia en los últimos años

Vanessa Redgrave, a la izquierda, y su hija Joely Richardson / AP
Siempre es divertido observar las dinámicas familiares. Por ejemplo, el juego que se da entre madres e hijas, cómplices y rivales.
 Una relación donde se cruzan la veneración a la madurez deseada y la fascinación por la juventud perdida. Todo eso intercambian Vanessa Redgrave y su hija Joely Richardson cuando están juntas
. No les importa mi presencia. Ni la entrevista. Es un momento de amor y arte aunados en la misma conversación y también en la misma película, Anonymous, donde ambas han interpretado a la reina Elizabeth, más conocida como la Reina Virgen. Dos ramas de un mismo árbol.
Más joven y cimbreante en el caso de Joely (46 años) y más sólida y venerable en el de Vanessa (74). Pero ambas, fruto de un mismo tronco que lleva grabado el nombre de esta dinastía.
El apellido Redgrave es lo más cercano que existe a la realeza en el campo de las artes dramáticas. Pero, a menos que quieras comenzar una discusión pasional, nunca menciones la idea de que lo llevan en la sangre. “Yo vengo de familia naval”, afirma Vanessa sorprendiendo a todos
. “Eso es nuevo, Vanessa. ¿Se me escapa algo de mi familia?”, le rebate divertida Joely sin querer llamarla mamá en público. “Crecí en una familia naval durante la guerra”, aclara Redgrave . “Sería entonces, porque, por lo que yo sé, te criaste en una familia de artistas”, le replica Joely sin arredrarse.
Por mucho que se empeñen los Redgrave en huir de la genética o del linaje, a simple vista no hay otra explicación para este árbol genealógico que se remonta a los tiempos de Roger Redgrave, abuelo de Vanessa, casado con Margaret Scudamore, ambos actores.
 De ese matrimonio nació Michael Redgrave, quien llegó a ser uno de los intérpretes dramáticos más respetados del West End londinense de entreguerras. De su unión con Rachel Kempson, también actriz, nacieron Corin, Lynn y Vanessa
. Los tres fueron actores. Corin se casó con Kika Markham, actriz. Igual le pasó a Lynn cuando se casó con John Clark, actor y director
. Y en el caso de Vanessa, el linaje continuó junto a Tony Richardson, el realizador que consiguió resucitar el cine británico de los sesenta y con quien tuvo dos hijas, Natasha, mujer del actor Liam Neeson y fallecida hace tres años, y Joely, quien contrajo matrimonio con el productor Tim Beavan. Vanessa Redgrave comparte ahora su vida junto a Franco Nero, actor y padre de su hijo Carlo Nero, también director.
Genes o tradición familiar. Educación o medios. Todo influye en esta carrera, aunque madre e hija dan una razón mucho más sencilla y visceral a la hora de explicar la epidemia actoral entre los Redgrave. “No es vanidad”, elimina Joely de la ecuación. “Nos mueve lo maravilloso que es este trabajo celestial”, afirma Vanessa. “Cada día disfruto más de lo que hago. Es como un deporte donde toda tu atención está en lo que haces y disfrutas con la intensidad”. Vanessa se queda con “la maravillosa aventura” que significa meterse en la piel de un nuevo personaje.
“Varía cada día, pero lo sientes desde el momento en que llegas al set”.
A Vanessa Redgrave parecía no quedarle otra que ser actriz, después de que Laurence Olivier, amigo de la familia, proclamase desde el escenario del Old Vic londinense: “Señoras y señores, esta noche ha nacido una gran actriz”. Joely se resistió un poco más. Aunque su padre la incluyó en La carga de la brigada ligera cuando solo tenía tres años, la joven Richardson se interesó más por el mundo del deporte, especialmente la gimnasia y el tenis, hasta que su trabajo en El hotel de New Hampshire, de nuevo a las órdenes de su padre, la convenció de su futuro
. Una carrera en cine, teatro y televisión donde la serie Nip/Tuck le dio el reconocimiento gracias al papel de Julie McNamara, que interpretó durante siete años.
Joely admira de su madre “la dedicación, su concentración en el trabajo; tiene una rutina clara con la que consigue esas joyas”, afirma en referencia a la carrera materna, una filmografía que incluye filmes como Blow up, Camelot, Isadora o Julia, con la que ganó un Oscar en 1978, o más recientemente, Expiación, Cartas a Julieta o la misma serie Nip/Tuck, interpretando, claro está, a la madre de Julie.
“Nunca sé cómo definir la palabra icónico”, se enzarzan de nuevo madre e hija en un diálogo pasional como todos los que empieza Vanessa.
 Hablan de la figura de la reina Elizabeth I que ambas han interpretado. Todos los calificativos que utilizan pueden ser aplicados a Vanessa Redgrave, a quien David Thompson define en su Diccionario biográfico del cine como “la mejor leyenda viva” del cine, y otros comparan con un Marlon Brando hecho mujer. 
Con humildad y compostura, la actriz solo tiene una cosa que añadir: “No soy nadie, créeme. Es mi nombre el que se gana toda la atención”.
No toda la atención es buena, y Redgrave es tan recordada por su trabajo artístico como por sus cruzadas políticas y sociales. Como dijo en su día no sin sarcasmo su hermana Lynn, “Vanessa siempre ha tenido un punto de Juana de Arco”. Durante años fue miembro activo del Partido Revolucionario de los Trabajadores, movimiento troskista en defensa de la disolución del capitalismo y de la monarquía; Redgrave fue detenida en manifestaciones contra la guerra de Vietnam, contra la proliferación de las armas nucleares o a favor de la causa palestina, financiando con su carrera artística un partido que supuestamente contó con el apoyo de Gadafi o de Saddam Hussein, y se ganó a pulso la fama de antisemita en una industria como Hollywood. Su activismo quedó muy claro durante la ceremonia de los Oscar en 1978 cuando recibió su estatuilla con un peculiar discurso de agradecimiento en el que se negaba a doblegarse ante los “mafiosos sionistas” que tanto la criticaban. Un comentario que la cerró numerosas puertas.
Alta, serena y muy firme, Redgrave mantiene el mismo espíritu luchador. Son los tiempos los que han cambiado. Ahora prefiere no hablar de política y lleva 16 años volcada en su labor como embajadora de Unicef. “Mantengo la firme creencia de que la música, el teatro y el cine son tan importantes o más que la comida porque alimentan el alma y hacen más resistente al ser humano”, declara a favor de proyectos como el de Daniel Barenboim, que agrupa graduados árabes y palestinos en una misma orquesta, o sobre películas como Miral, de Julian Schnabel, y fruto artístico de este mismo espíritu de conciliación.
 “Aquí es donde puedo aportar mi grano de arena y donde pertenezco”, insiste la intérprete sobre su última cruzada.
Otros escándalos han acompañado el apellido Redgrave durante toda su dinastía. Todos recogidos en el libro La casa de los Redgrave: las vidas secretas de una dinastía teatral. La familia amenazó con tomar acciones legales contra un volumen que incluye pasajes (falsos, según su versión) como ese que asegura que, en su día, Vanessa sorprendió a su marido y a su padre en la cama.
 Como dijo Joely en The Sunday Telegraph, respondiendo a las acusaciones del libro de Tim Adler, el cliché de reducir a su familia a meras caricaturas, “madre marxista”, “padre bisexual”, es, cuando menos, de “miopes que no quieren ver más allá”.
Al igual que el activismo de su madre, la homosexualidad de su abuelo o la bisexualidad de su padre, que murió en 1991 a consecuencia del sida, son parte de ese peculiar libro de familia. Una saga que también incluye a los compañeros sentimentales de Vanessa (entre ellos la larga relación que mantuvo con Timothy Dalton y que supuestamente concluyó cuando la actriz insistió en participar en una manifestación) o de su hija, cuyo matrimonio con Bevan vino seguido de diferentes relaciones amorosas con hombres sensiblemente más jóvenes, incluido el multimillonario ruso Eugeney Lepedey o su compañero de la serie Nip/Tuck John Hensley. Pero, como dijo Joely: “¿Por qué hay que recordarle a una mujer que ha perdido en un mismo año a su hija, a su hermana y a su hermano los errores que pudo haber cometido hace 30 años?
La amas o la odias, pero Vanessa es, sin duda, una de las mejores actrices de todos los tiempos”.
El ‘Annus Horribilis’ de los Redgrave supera con creces el de la casa real británica. Natasha Richardson, Tasha para su familia, falleció en 2009 tras un accidente de esquí que le causó la muerte cerebral.
Toda su familia estuvo a su lado en Nueva York cuando su cuerpo fue desconectado de las máquinas que la mantenían con vida. Tenía 46 años.
 No hacía dos que Vanessa se había disculpado públicamente por no ser la mejor de las madres. Redgrave respira y deja que hable la serenidad.
“He sido todas las madres. La mala, la loca, la buena, la protectora. La que se olvida y la que perdona.
 Pero, a pesar de lo hecho, de lo que falte, de lo que desearía que fuera diferente, lo maravilloso es que he gozado de unos hijos increíbles”.
Tras Tasha vino su hermano Corin, que falleció de cáncer a los 71 cuando apenas se cumplía el año de la tragedia. Un mes después, Lynn perdía una larga batalla contra el cáncer de mama a los 67 años.
 “Hay algo de increíble belleza y que parte el corazón en las tribulaciones que todos atravesamos en nuestras vidas.
 Cosas maravillosa, otras terribles y todas ellas capaces de sobrevivir el paso del tiempo en compañía de nuestros amigos y junto a nuestro arte”, filosofa Joely. Su madre, como siempre, va más lejos.
 “Uno siempre está acompañado del recuerdo del pasado
. Pero hoy es hoy, y demos las gracias por ello porque donde quiera que nos encontremos, siempre hay un nuevo día y con cada uno la vida cambia. Algunos son horribles.
 Otros, maravillosos. Pero incluso en los más terribles uno debe tener presente que siempre habrá otro día”.

 

Francesca Woodman aparece y desaparece ..................

'Providence, Rhode Island, 1976' / FRANCESCA WOODMAN
Francesca Woodman aparece y desaparece en sus fotografías casi con la misma fugacidad con que apareció y desapareció en su propia vida, tan breve que ya es un espejismo, más aún por todo lo que ha cambiado el mundo desde su desaparición definitiva
. Francesca Woodman hizo su primera exposición cuando tenía dieciocho años, en 1976, y se suicidó en 1981, meses antes de cumplir veintitrés.
 La muerte tan temprana la dejó congelada en un tiempo más alejado de nosotros por la tecnología que por la cronología, porque el principio de los años ochenta es esa época borrosa en la que no existía nada de lo que ahora damos por supuesto, en el que las fotos se revelaban químicamente y las cámaras llevaban película, cuando las cartas se escribían sobre papel y se mandaban por correo y los teléfonos solo servían para hablar y estaban anclados a una pared con un cable. Francesca Woodman, tan joven, hacía fotos de sí misma que parecían a veces de una época mucho más antigua, imágenes victorianas de mujeres medio diluidas en sombras o de fantasmas de mujeres convocados tramposamente por alguna médium con pretensiones de rigor fotográfico.
 Y los lugares en los que prefería retratarse eran habitaciones vacías en casas abandonadas en las que podría haber aparecido y desaparecido uno de los fantasmas esquivos de los cuentos de Henry James.
Francesca Woodman tenía los rasgos delicados y la melena larga y lisa de una heroína de pintura prerrafaelita, pero su talento era demasiado grande como para dejarla caer en la tentación del pastiche
. En el descaro de retratar tantas veces su propio cuerpo desnudo había más de solitaria introspección que de narcisismo. Aparecía y desaparecía, se mostraba y se ocultaba.
En algunas fotos se tarda en saber dónde está, qué hace. Se ve un armario con diversos estantes en los que hay animales disecados y en uno de los huecos se esconde a medias una figura encogida, ella misma, la cabeza asomando por una puerta de cristal entreabierta, la melena derramada sobre la tarima del suelo.
 Los espacios en los que se fotografía son ya lugares de ausencias, casas que fueron habitadas tal vez durante generaciones y en las que desde hace mucho tiempo no vive nadie, salones con chimeneas en las que no se enciende el fuego, con paredes que se han ido desconchando y techos en los que se ha filtrado la humedad, con alacenas vacías en las que solo habrá olor a rancio y tal vez a excrementos de ratones, con espejos escarchados en los que se reflejó gente olvidada.
En esos lugares del pasado instalaba su cámara Francesca Woodman, que no tenía más de veinte años, y que en la escuela de artes a la que asistió en Providence aprendió también a manejar la tecnología más moderna de entonces, el vídeo, el vídeo en blanco y negro.
 Se la ve entrar en una habitación despojada en la que solo hay una silla y junto a ella una jarra de latón. Se quita el vestido delante de la cámara inmóvil, se quita las zapatillas, los calcetines altos. Se queda desnuda y se pone en pie.
 Se echa por la cabeza el líquido blanco que hay en la jarra. Se tiende en el suelo.
 Se recuesta de lado, sobre las tablas desnudas.
Se levanta luego y en el suelo queda el contorno vago de su cuerpo, casi como esas sombras de muertos que quedaban en los suelos y en las paredes de las casas de Hiroshima, o como el contorno de un cadáver que dibujan los forenses en la escena de un crimen.
Sus fotos entreabren
un espacio de misterio
y silencio que alude
a la médula misma
de ese arte al que ella
eligió dedicarse
El vídeo es muy rudimentario, la cámara fija, el sonido rasposo. Pero su misma tosquedad le da un poder de sugestión del que suelen carecer ese tipo de simulacros. No es una artista haciendo cosas de artista, sino una mujer sola en una casa desierta, una mujer muy joven, frágil en su desnudez y también firme y decidida, apareciendo y desapareciendo, despojándose de la ropa y quedándose inerme delante de una cámara, ofreciéndose a ella pero también eludiéndola.
Tantos años después el efecto de las imágenes es todavía más melancólico.
 Yo las vi por primera vez en un documental de Scott Willis sobre Francesca Woodman y sus padres, The Woodmans, uno de esos documentales que no duran más que una o dos semanas en un cine recóndito, que desaparecen casi cuando están todavía recién aparecidos
. El padre de Francesca Woodman es pintor, la madre ceramista.
A diferencia de su hija, detenida para siempre en esa primera juventud que ha fortalecido inevitablemente su leyenda, ellos se han hecho viejos; también a diferencia de Francesca, ninguno de los dos ha obtenido mucho reconocimiento.
 Al duelo sin alivio por la muerte de una hija de veintidós años se mezcla lo que Henry James llamó the madness or art: la locura del arte, la sinrazón de dedicarse obsesivamente a él, de concederle un valor tan desmedido que acaba dañando la propia vida, las vidas cercanas.
 Con más de ochenta años Betty Woodman sigue haciendo murales de cerámica en colores chillones que decoran patios de embajadas, fachadas de centros culturales; más viejo, tal vez más dañado por el recuerdo de la hija, George Woodman pinta laboriosamente cuadros abstractos que probablemente no va a comprarle nadie, porque al cabo de tantos años de sacrificarlo todo a la pintura no ha logrado casi nada
. La locura del arte es también la injusticia del arte: ni Betty Woodman ni George Woodman tendrán nunca una retrospectiva en el Guggenheim.
 De ninguno de los dos habríamos oído hablar si no fuera por esa hija que con veintidós años se tiró desde la terraza de un edificio de Nueva York.
El relámpago de originalidad que hay en las fotografías que Francesca Woodman hizo a lo largo de unos pocos años, entre la adolescencia y la primera juventud, siempre ha estado ausente del trabajo de sus padres.
 Ella perdura en la insolencia de un cuerpo que se ofrece y se escapa, unas veces velado por la penumbra, otras impúdico y frontal, en una cara tan joven que no ha perdido todavía las redondeces de la barbilla y de los pómulos: Betty y George Woodman continúan trabajando con un fanatismo de ancianos que se resisten a la jubilación a pesar de que ya andan encorvados y tienen las manos nudosas de artritis.
Es preciso dejar a un lado en lo posible la leyenda póstuma para mirar esas fotografías:
sin ver en ellas un anticipo de la muerte tan próxima
Pero es preciso dejar a un lado en lo posible la leyenda póstuma de Francesca Woodman para mirar esas fotografías: sin ver en ellas un anticipo de la muerte tan próxima, sin sucumbir a la mitología del artista joven que no habría necesitado vivir más porque lo dio todo en un borbotón de genialidad que fue también un acto de sacrificio
. En un museo tan poco propicio habitualmente a la sutileza como el Guggenheim, tan marcado por la espectacularidad de su arquitectura y por la tendencia al efectismo de sus exposiciones, las fotos de Francesca Woodman entreabren un espacio de misterio y silencio que alude a la médula misma de ese arte tan raro al que ella eligió dedicarse. 
Visto y no visto. Aparición y desaparición.
 Lo que revela como ningún otro medio la fotografía es nuestra condición de fantasmas.
Francesca Woodman. Solomon R. Guggenheim Museum. Nueva York. Hasta el 13 de junio. The Woodmans (2010), de Scott Willis.