La historia de María Isabel Chorobik de Mariani es muy triste, la metáfora resulta espantosa.
Como historia es muy triste; como metáfora, espantosa.
Una señora se ha pasado los últimos 40 años de su vida buscando a su nieta, la hija de su hijo asesinado por militares argentinos, robada cuando tenía tres meses, en noviembre de 1976, por esos militares
. La señora, María Isabel Chorobik de Mariani, que todos conocen como Chicha, fundó en 1977 la institución más respetada de su país, las Abuelas de Plaza de Mayo, que, desde entonces, ya recuperó 119 nietos, hijos de desaparecidos.
Pero ella, cuyo esfuerzo ayudó a tantos, ya ha cumplido 92 años, se está quedando ciega, y sigue sin encontrar a su nieta
. Hasta que, días atrás, una señora María Elena Wehrli se presenta con un examen de ADN de una clínica privada y dice que es Clara Anahí, la nieta en cuestión, y todos lo celebran: el país lo celebra. Por unas horas, los argentinos se sienten gozosamente unidos —peronistas, antiperonistas, oficialistas varios, opositores despiadados— en un festejo que parece enaltecer a todos.
Sólo que la alegría dura poco; dos días después aparecen exámenes más serios, oficiales, que desmienten la relación genética: la supuesta nieta es una farsa.
La historia entristeció a millones de argentinos: la ilusión perdida de esa abuela que, por unas horas, creyó que había conseguido por fin la meta de su vida para enterarse de que no, que era mentira, y agotar su penúltima esperanza.
La otra, la que la engañó, quizá tenga que responder por sus actos ante algún tribunal —o quizá sólo le toque la vergüenza—. Todavía no sabemos por qué lo hizo: no es difícil suponer que quiso gozar de las ventajas, los privilegios, la atención que esos nietos recuperados reciben de la sociedad y el Estado argentinos.
Como historia es triste; como metáfora, espantosa.
Hace 12 años el gobernador de una provincia del sur patagónico, que nunca había mostrado el menor interés por los derechos humanos, que había rechazado a las Madres de Plaza de Mayo que intentaron visitar su capital, que había apoyado el indulto a los militares asesinos, se presentó a las elecciones nacionales y, para su sorpresa, las ganó.
Tenía que gobernar, sin mayor legitimidad, un país en llamas; quizá fue por eso —vaya uno a saber— que decidió falsear su historia y apropiarse de las luchas y los discursos de los organismos de derechos humanos.
Le sirvió: su Gobierno consiguió enmascarar su injusticia social, su clientelismo, sus corruptelas descaradas tras las banderas de la memoria histórica.
Ahora su Gobierno —el de su viuda— acaba de acabar, pero se ve que sentó un precedente: una mujer, quizá necesitada, quizá fuera de quicio, quiso usar aquel mecanismo en beneficio propio. Algunos podrán argumentar que la víctima, esta vez, fue sólo una pobre abuela esperanzada. Parece claro que fue también, igual que todos estos años, la sociedad argentina.
Una señora se ha pasado los últimos 40 años de su vida buscando a su nieta, la hija de su hijo asesinado por militares argentinos, robada cuando tenía tres meses, en noviembre de 1976, por esos militares
. La señora, María Isabel Chorobik de Mariani, que todos conocen como Chicha, fundó en 1977 la institución más respetada de su país, las Abuelas de Plaza de Mayo, que, desde entonces, ya recuperó 119 nietos, hijos de desaparecidos.
Pero ella, cuyo esfuerzo ayudó a tantos, ya ha cumplido 92 años, se está quedando ciega, y sigue sin encontrar a su nieta
. Hasta que, días atrás, una señora María Elena Wehrli se presenta con un examen de ADN de una clínica privada y dice que es Clara Anahí, la nieta en cuestión, y todos lo celebran: el país lo celebra. Por unas horas, los argentinos se sienten gozosamente unidos —peronistas, antiperonistas, oficialistas varios, opositores despiadados— en un festejo que parece enaltecer a todos.
Sólo que la alegría dura poco; dos días después aparecen exámenes más serios, oficiales, que desmienten la relación genética: la supuesta nieta es una farsa.
La historia entristeció a millones de argentinos: la ilusión perdida de esa abuela que, por unas horas, creyó que había conseguido por fin la meta de su vida para enterarse de que no, que era mentira, y agotar su penúltima esperanza.
La otra, la que la engañó, quizá tenga que responder por sus actos ante algún tribunal —o quizá sólo le toque la vergüenza—. Todavía no sabemos por qué lo hizo: no es difícil suponer que quiso gozar de las ventajas, los privilegios, la atención que esos nietos recuperados reciben de la sociedad y el Estado argentinos.
Como historia es triste; como metáfora, espantosa.
Hace 12 años el gobernador de una provincia del sur patagónico, que nunca había mostrado el menor interés por los derechos humanos, que había rechazado a las Madres de Plaza de Mayo que intentaron visitar su capital, que había apoyado el indulto a los militares asesinos, se presentó a las elecciones nacionales y, para su sorpresa, las ganó.
Tenía que gobernar, sin mayor legitimidad, un país en llamas; quizá fue por eso —vaya uno a saber— que decidió falsear su historia y apropiarse de las luchas y los discursos de los organismos de derechos humanos.
Le sirvió: su Gobierno consiguió enmascarar su injusticia social, su clientelismo, sus corruptelas descaradas tras las banderas de la memoria histórica.
Ahora su Gobierno —el de su viuda— acaba de acabar, pero se ve que sentó un precedente: una mujer, quizá necesitada, quizá fuera de quicio, quiso usar aquel mecanismo en beneficio propio. Algunos podrán argumentar que la víctima, esta vez, fue sólo una pobre abuela esperanzada. Parece claro que fue también, igual que todos estos años, la sociedad argentina.