La general pescanova
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Estoy con la ministra de Defensa. Hasta la muerte. A mí tampoco me parece bien que nuestros pesqueros en el Índico lleven a bordo soldados españoles que los defiendan de los piratas. Otros países, como Francia, sí lo hacen; pero todo el mundo sabe que los franceses son unos fascistas de toda la vida, y les gusta mucho darle al gatillo, como si estuvieran siempre en Dien Bien Fú. Unos peliculeros fantasmas, es lo que son. Nada que ver con la sobria serenidad española.
Además, como muchos gabachos salen rubios, desprecian a los subsaharianos afroamericanos de color y no les importa darles matarile sin complejos; como cuando pillaron a aquellos pobres somalíes que sólo disparaban y secuestraban para ganarse la vida, los pobres, y les dieron las suyas y las del pulpo, en vez de pagar humanitariamente el rescate, como hicimos nosotros, y hasta luego Lucas. Pero España, no. Aquí las fuerzas armadas las tenemos para otras cosas.
Para combatir seis horas bajo fuego de morteros en Afganistán, por ejemplo, y que luego la ministra del ramo sostenga, mirándote con firmeza castrense a los ojos, que aquello no es misión de guerra, sino actuación humanitaria de paz cuyas reglas de confrontación, según los protocolos coyunturales intrínsecos, requieren cierta esporádica contundencia. Por eso allí al enemigo no se le llama enemigo, sino elemento incontrolado. O como mucho, cuando la ministra va a hacerse alguna foto y abrir telediario, diablillos traviesos y picaruelos gamberretes.
Talibancillos díscolos que con una pizca más de democracia occidental serán pronto ciudadanos de provecho, con crédito en el banco y barbacoa los domingos. Por su parte, los soldados que patrullan cada día jugándose los aparejos los llaman de otra forma. De hijoputas para arriba.
Pero, cuando eso ocurre, la ministra no está allí pegando tiros y comiéndose el marrón. Comprendámosla. Está aquí, y no lo oye.
En cuanto a los pesqueros, ya digo. La ministra de Defensa –un día tengo que averiguar, por curiosidad, qué es lo que defiende, exactamente– ha dicho a los armadores que, si sus barcos quieren seguridad, pesquen en grupo, todos amontonados en el mismo sitio. De ello puede deducirse que no tiene ni remota idea de lo que es un pesquero faenando, pero eso no altera el concepto básico.
Y el concepto indiscutible es que habrá, desde luego, más seguridad si los diecisiete atuneros españoles se quedan todos juntos en el mismo sitio, borda con borda, que si andan por ahí dispersos, a la buena de Dios, estropeando el dispositivo chachi que los protege.
Que luego pesquen o no pesquen es lo de menos, porque por encima de esos detalles está el de la securitas, securitatis.
Y si además se amarran unos a otros y ponen en el centro del paquete a la fragata Canarias, perfecto. Más seguros, imposible. A ver qué pirata se lleva por el morro un barco trincado de esa forma. Luego igual tocan a un atún por barco o vuelven todos a puerto con las bodegas vacías; pero, eso sí, protegidos de cojones. Lo que hace falta, como ven, es más voluntad constructiva, más ideas y menos demagogia.
Respecto al personal protector, tres cuartos de lo mismo. Dice la ministra, con buen juicio, que de soldados nada. Que los barcos lleven guardias de empresas privadas, si quieren.
Al principio era sólo con porras, esposas y cosas así. Perfil bajo. Discreto. Pero en vista de las protestas de los armadores –otros fascistas que te rilas– el ministerio ha dicho bueeeno, vale. Transijo por esta vez. Ahora los autoriza a llevar escopetas. Fusiles de largo alcance, ha dicho alguien, como si los hubiera de corto.
Es verdad que, frente a los RPG y las armas automáticas de los piratillas traviesos, eso no sirve para nada. Para ese tipo de zafarranchos hay que estar al día en el asunto del bang, bang. Como la infantería de Marina, por ejemplo, que toca esa tecla desde antes de Lepanto –otra operación contra piratas, por cierto–, y cuyo propio nombre lo indica. Pero oigan.
Es lo que hay. Si los seguratas no dan la talla, que los pesqueros se gasten la pasta contratando a mercenarios con experiencia bélica, como Bush en Iraq, y allá se las compongan. Y si no, que abanderen los barcos en Francia.
También la ministra tiene derecho a dormir tranquila, conciliando el sueño; y sólo imaginar que un soldado español se cargue a un negro anémico, aunque el tostado lleve un bazooka al hombro, se lo quita. Se le abren sus carnes morenas.
A ver qué iban a decir los periódicos y algunas oenegés al día siguiente, al enterarse de que el soldado Atahualpa Fernández, natural de Lima, y la cabo Vanesa Pérez, de San Fernando, infantes de marina de la Armada española destacados en el atunero Josu Ternera, le habían metido un par de cargadores de HK calibre 5,56 entre pecho y espalda a un somalí flaco y desnutrido que, para poder comer caliente y sin otra opción en la vida perra, no tenía más remedio que tirar cebollazos de lanzagranadas contra el puente del pesquero. La criatura.
5 oct 2009
Un estudiado toque de abandono
Un estudiado toque de abandono
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
En mis tiempos de repórter Tribulete, cuando los de la vieja y extinta tribu todavía andábamos por los aeropuertos, los hoteles y la vida con una máquina de escribir portátil a cuestas, mi vieja Olivetti Lettera 32 con pegatina del diario Pueblo –todavía debe de estar en algún rincón del trastero– tenía por dentro de la funda un rótulo escrito a mano con la frase: «Cada día puede conmemorarse el centenario de alguna atrocidad». La reflexión sigue siendo válida, creo, para las atrocidades y para muchas cosas más.
Hace pocos días, comentando el asunto con un viejo compañero de excursiones, parafraseó éste: «Y de alguna gilipollez». Me pareció oportuna la variante, y para confirmarlo decidí hacer un experimento. Seguro, dije, que si encendemos ahora la tele y zapeamos cinco minutos, o abrimos un periódico o una revista, damos en seguida con alguna gilipollez gorda, hermosa. Bien alimentada. Y tampoco es que la cosa rastreadora tenga mucho mérito. Por alguna singular razón que compete a los sociólogos, nunca fue tan desmesurada la cantidad de gilipolleces circulantes, acogidas con ávido entusiasmo por el personal, siempre dispuesto a apropiárselas. En ciertos ambientes y lugares, echas una gilipollez cualquiera al aire, entre la gente, y no toca el suelo.
Pero no quiero desviarme del asunto, que la página es corta y la vida, breve. Vayamos al grano. Y el grano es que abrí, en efecto, una revista al azar. O casi. Puesto a ser sincero, no la abrí exactamente al azar; pues procuré elegir una publicación –buenísima, por cierto– de arquitectura y diseño. Así que en cierto modo jugaba, vieja puta del oficio papelero como soy, con cartas marcadas. Pero lo cierto, y eso puedo jurarlo por el cetro de Ottokar –ya saben: Eih bennek, eih blavek–, es que las páginas las pasé al azar, mirando por aquí y por allá. Por supuesto, no quedé defraudado. Allí estaba la gilipollez de ese día, rutilante como ella sola. Redonda, compacta y sin poros. Triunfante a toda página y con titular gordo. Procurando, como todas las buenas gilipolleces sin complejos, no pasar inadvertida.
Lamento, como ocurre a menudo, no poder ilustrar esta página con las fotos correspondientes; pero haré lo que pueda, que para eso cobro por darle a la tecla. El caso es que el asunto –«Actualidad decó, las últimas novedades para estar al día»– iba de muebles supermegapuestos y modernos, oyes. Con diseño divino de la muerte súbita. Todo eran sillones, sillas y sofás –sofases, que se dice ahora–. Y el consejo maestro, que reclamaba mármol a gritos, ayudaba a situar la novedad en el contexto adecuado: «En tiempos de crisis no sólo hay que ser pobre, sino parecerlo». Ahora, dejando aparte las ganas naturales que a muchos de ustedes, como a mí, les habrán entrado de masacrar y colgar de una farola al ingenioso autor de la frase, échenme una mano, porfa, y procuren representarse mentalmente diversos modelos y estilos de muebles clásicos y modernos, tapizados todos ellos con telas cutres y remendadas: sacos, arpilleras, retales guarros, zurcidos bastos y costuras deshechas, con los hilos rotos.
Todo lleno de desgarrones, con el detalle encantador, refinado que te vas absolutamente de vareta, colega, de que no es que el tiempo haya dejado ahí sus huellas, sino que asientos y respaldos están rotos a propósito, mostrando los muelles o el relleno interior.
Como esas sillas –sitúo geográficamente la cosa– donde algunos se sientan a vender droga a la puerta de una chabola de las Barranquillas, pero en tiendas caras y aflojando una pasta horrorosa. Para que se hagan idea: una silla francesa con el asiento despanzurrado y los muelles fuera cuesta 800 mortadelos; y un sofá de madera tallada, tapizado en tela de saco guarro y con un roto en el respaldo, 6.800 del ala. Tampoco se pierdan, ojo, el texto fascinante con el que se introduce el prodigio: «Maderas decapadas y formas al desnudo para dar a tu casa un estudiado toque de abandono. ¡Entra a saco!».
Así que ya lo saben. Si quieren estar a la última en decó y asombrar a la vecina cuando pase a cotillear, entren a saco. O tomen por él.
Tampoco hace falta que sean memos y se gasten la viruta; guárdenla para pagar impuestos al sheriff de Nottingham. Si lo que quieren es dar a su casa un estudiado toque de abandono, pueden apañarse solos.
Por ejemplo: tapizando el tresillo, no con sacos de Nitrato de Chile, que a estas alturas de la feria serían excesivamente clásicos, sino con cartones recogidos de noche en las calles y con bolsas de plástico del Corte Inglés. Luego, una vez zurcidos con hilo bramante y cinta adhesiva –más toque de abandono, imposible–, pueden darse unos cuantos navajazos para conseguir el apresto adecuado. El toque final de refinado abandono se añade al saltar un rato encima, pateándolos bien. De paso, imaginen que le patean los huevos al diseñador. Eso ayuda mucho.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
En mis tiempos de repórter Tribulete, cuando los de la vieja y extinta tribu todavía andábamos por los aeropuertos, los hoteles y la vida con una máquina de escribir portátil a cuestas, mi vieja Olivetti Lettera 32 con pegatina del diario Pueblo –todavía debe de estar en algún rincón del trastero– tenía por dentro de la funda un rótulo escrito a mano con la frase: «Cada día puede conmemorarse el centenario de alguna atrocidad». La reflexión sigue siendo válida, creo, para las atrocidades y para muchas cosas más.
Hace pocos días, comentando el asunto con un viejo compañero de excursiones, parafraseó éste: «Y de alguna gilipollez». Me pareció oportuna la variante, y para confirmarlo decidí hacer un experimento. Seguro, dije, que si encendemos ahora la tele y zapeamos cinco minutos, o abrimos un periódico o una revista, damos en seguida con alguna gilipollez gorda, hermosa. Bien alimentada. Y tampoco es que la cosa rastreadora tenga mucho mérito. Por alguna singular razón que compete a los sociólogos, nunca fue tan desmesurada la cantidad de gilipolleces circulantes, acogidas con ávido entusiasmo por el personal, siempre dispuesto a apropiárselas. En ciertos ambientes y lugares, echas una gilipollez cualquiera al aire, entre la gente, y no toca el suelo.
Pero no quiero desviarme del asunto, que la página es corta y la vida, breve. Vayamos al grano. Y el grano es que abrí, en efecto, una revista al azar. O casi. Puesto a ser sincero, no la abrí exactamente al azar; pues procuré elegir una publicación –buenísima, por cierto– de arquitectura y diseño. Así que en cierto modo jugaba, vieja puta del oficio papelero como soy, con cartas marcadas. Pero lo cierto, y eso puedo jurarlo por el cetro de Ottokar –ya saben: Eih bennek, eih blavek–, es que las páginas las pasé al azar, mirando por aquí y por allá. Por supuesto, no quedé defraudado. Allí estaba la gilipollez de ese día, rutilante como ella sola. Redonda, compacta y sin poros. Triunfante a toda página y con titular gordo. Procurando, como todas las buenas gilipolleces sin complejos, no pasar inadvertida.
Lamento, como ocurre a menudo, no poder ilustrar esta página con las fotos correspondientes; pero haré lo que pueda, que para eso cobro por darle a la tecla. El caso es que el asunto –«Actualidad decó, las últimas novedades para estar al día»– iba de muebles supermegapuestos y modernos, oyes. Con diseño divino de la muerte súbita. Todo eran sillones, sillas y sofás –sofases, que se dice ahora–. Y el consejo maestro, que reclamaba mármol a gritos, ayudaba a situar la novedad en el contexto adecuado: «En tiempos de crisis no sólo hay que ser pobre, sino parecerlo». Ahora, dejando aparte las ganas naturales que a muchos de ustedes, como a mí, les habrán entrado de masacrar y colgar de una farola al ingenioso autor de la frase, échenme una mano, porfa, y procuren representarse mentalmente diversos modelos y estilos de muebles clásicos y modernos, tapizados todos ellos con telas cutres y remendadas: sacos, arpilleras, retales guarros, zurcidos bastos y costuras deshechas, con los hilos rotos.
Todo lleno de desgarrones, con el detalle encantador, refinado que te vas absolutamente de vareta, colega, de que no es que el tiempo haya dejado ahí sus huellas, sino que asientos y respaldos están rotos a propósito, mostrando los muelles o el relleno interior.
Como esas sillas –sitúo geográficamente la cosa– donde algunos se sientan a vender droga a la puerta de una chabola de las Barranquillas, pero en tiendas caras y aflojando una pasta horrorosa. Para que se hagan idea: una silla francesa con el asiento despanzurrado y los muelles fuera cuesta 800 mortadelos; y un sofá de madera tallada, tapizado en tela de saco guarro y con un roto en el respaldo, 6.800 del ala. Tampoco se pierdan, ojo, el texto fascinante con el que se introduce el prodigio: «Maderas decapadas y formas al desnudo para dar a tu casa un estudiado toque de abandono. ¡Entra a saco!».
Así que ya lo saben. Si quieren estar a la última en decó y asombrar a la vecina cuando pase a cotillear, entren a saco. O tomen por él.
Tampoco hace falta que sean memos y se gasten la viruta; guárdenla para pagar impuestos al sheriff de Nottingham. Si lo que quieren es dar a su casa un estudiado toque de abandono, pueden apañarse solos.
Por ejemplo: tapizando el tresillo, no con sacos de Nitrato de Chile, que a estas alturas de la feria serían excesivamente clásicos, sino con cartones recogidos de noche en las calles y con bolsas de plástico del Corte Inglés. Luego, una vez zurcidos con hilo bramante y cinta adhesiva –más toque de abandono, imposible–, pueden darse unos cuantos navajazos para conseguir el apresto adecuado. El toque final de refinado abandono se añade al saltar un rato encima, pateándolos bien. De paso, imaginen que le patean los huevos al diseñador. Eso ayuda mucho.
El libro que no tenía polvo
PATENTE DE CORSO
El libro que no tenía polvo
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Ha palmado Schulberg, o sea, el amigo Budd. El príncipe de Hollywood chivato y eficaz cuyas novelas he leído varias veces. Me encontraba a varias millas de la costa más próxima, venturosamente lejos de los periódicos, la radio y la tele, y por eso tardé en enterarme.
Ahora, al corriente del asunto, bajo a la parte más subterránea de mi biblioteca, busco en la parte de novela guiri y en la de cine, y emerjo con tres libros en las manos. A dos tengo que soplarles el polvo, y a otro no. Uno de los que soplo empieza: «La primera vez que lo vi no debía de tener más de dieciséis años; era un muchacho listo y despierto como una ardilla. Se llamaba Sammy Glick. Su misión era llevar las cuartillas desde la redacción a la imprenta. Siempre corría. Siempre tenía sed». Un buen comienzo, la verdad. De los que uno envidia. Ese libro me lo regaló mi amigo el productor de cine José Vicuña, en la edición de Planeta del año 61. ¿Por qué corre Sammy?, se llama. No es una obra maestra, pero sí una novela extraordinaria. Ascenso y caída de un trepa ambicioso y genial. Tan buena que duele. El otro con polvo encima –un polvo simbólico, no exageremos o se enfadará Conchi, la señora que limpia la casa– es un libro de memorias. De cine, es el título.
Memorias de un príncipe de Hollywood. Decepcionante, éste. Buen retrato de los primeros años del cine, contados por el hijo de uno de los grandes productores de la Paramount, pero incapaz de ir más allá. Recuerdo que, cuando lo leí, pensé que, si lo hubiera firmado otro, no volvería a pensar en él.
Me fastidió, sobre todo, que el autor pasara de largo, sin detenerse, por la gran mancha puerca y negra de su vida: cuando en 1951, asustado por la caza de brujas en Hollywood, delató a sus compañeros comunistas ante el siniestro Comité de Actividades Antiamericanas.
Pero, bueno. Cada uno es como es, y una cosa no quita la otra. O no debe. También Louis Ferdinand Celine o el barón Corvo –ese Adriano VII de editorial Siruela nunca reeditado, maldita sea–, por citar un par de ejemplos a voleo, entre millones, eran dos pájaros de cuenta.
Sería como no reconocer que Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, es una novela muy bien escrita, argumentando que su autor era más de derechas que una boda de Celia Gámez. O insinuar que los turbios medros políticos del joven Cela empañan la perfección cainita y carpetovetónica de La familia de Pascual Duarte.
Chorradas. Cuando uno lee, lo que quiere es talento. Un talento, por volver a nuestro asunto, que Budd Schulberg desvió también, para desgracia de lectores y alegría de cinéfilos –váyase una cosa por la otra–, hacia guiones de películas como Más dura será la caída o el Óscar al mejor guión de 1954 La ley del silencio.
Pero quería hablarles del libro que no tiene polvo.
Se titula El desencantado, lo he leído dos veces y media –hay una tarjeta de embarque de avión Florencia-Madrid en el punto donde abandoné la última lectura–, y dudo que ninguna otra novela, excepto la inconclusa El último magnate, de Scott Fitzgerald, cuente, la mitad de bien que lo cuenta ésta, el decadente final de una época extraordinaria en la historia de los Estados Unidos, del cine y de la literatura: los míticos años veinte y su glamour.
A Budd Schulberg, en la vida real, le cupo el singular privilegio de trabajar en un guión infame, titulado Amor y hielo, en compañía precisamente de Scott Fitzgerald, cuando el escritor daba las últimas boqueadas arruinado por el alcohol y la disparatada convivencia con Zelda, su conflictiva mujer.
E igual que el mismo Fitzgerald se inspiró en su propia historia para escribir la obra maestra Suave es la noche –novela que tampoco tiene polvo en mi biblioteca–, Schulberg recurrió a su experiencia junto a él para escribir la historia de Shep, el joven guionista encargado de trabajar con quien hasta entonces fue su ídolo, Manley Halliday: un escritor icono de su generación que ahora, intentando recuperarse de una vida desastrada y un alcoholismo crónico, es la sombra patética de lo que fue. Y con ese desencanto, la caída del mito y la certeza paralela del extraordinario talento que con él se extingue sin remedio, Budd Schulberg, mediante el personaje interpuesto del joven narrador que cuida del escritor en otro tiempo grande y ahora borracho y acabado, construye un retrato asombroso de la época en que, como apuntó Anthony Burgess –Poderes terrenales, otra novelaza–, tanto el cine como la literatura produjeron algunas de las obras de arte más asombrosas de todos los tiempos.
El desencantado está en la estela de esas grandes obras; y si es verdad que no las iguala, tampoco desmerece de ellas, pues sobre su huella nace y mucho nos acerca. Gracias a tan soberbia novela, hoy puedo lamentar que haya muerto un magnífico escritor, en lugar de alegrarme porque desaparezca un miserable chivato.
El libro que no tenía polvo
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Ha palmado Schulberg, o sea, el amigo Budd. El príncipe de Hollywood chivato y eficaz cuyas novelas he leído varias veces. Me encontraba a varias millas de la costa más próxima, venturosamente lejos de los periódicos, la radio y la tele, y por eso tardé en enterarme.
Ahora, al corriente del asunto, bajo a la parte más subterránea de mi biblioteca, busco en la parte de novela guiri y en la de cine, y emerjo con tres libros en las manos. A dos tengo que soplarles el polvo, y a otro no. Uno de los que soplo empieza: «La primera vez que lo vi no debía de tener más de dieciséis años; era un muchacho listo y despierto como una ardilla. Se llamaba Sammy Glick. Su misión era llevar las cuartillas desde la redacción a la imprenta. Siempre corría. Siempre tenía sed». Un buen comienzo, la verdad. De los que uno envidia. Ese libro me lo regaló mi amigo el productor de cine José Vicuña, en la edición de Planeta del año 61. ¿Por qué corre Sammy?, se llama. No es una obra maestra, pero sí una novela extraordinaria. Ascenso y caída de un trepa ambicioso y genial. Tan buena que duele. El otro con polvo encima –un polvo simbólico, no exageremos o se enfadará Conchi, la señora que limpia la casa– es un libro de memorias. De cine, es el título.
Memorias de un príncipe de Hollywood. Decepcionante, éste. Buen retrato de los primeros años del cine, contados por el hijo de uno de los grandes productores de la Paramount, pero incapaz de ir más allá. Recuerdo que, cuando lo leí, pensé que, si lo hubiera firmado otro, no volvería a pensar en él.
Me fastidió, sobre todo, que el autor pasara de largo, sin detenerse, por la gran mancha puerca y negra de su vida: cuando en 1951, asustado por la caza de brujas en Hollywood, delató a sus compañeros comunistas ante el siniestro Comité de Actividades Antiamericanas.
Pero, bueno. Cada uno es como es, y una cosa no quita la otra. O no debe. También Louis Ferdinand Celine o el barón Corvo –ese Adriano VII de editorial Siruela nunca reeditado, maldita sea–, por citar un par de ejemplos a voleo, entre millones, eran dos pájaros de cuenta.
Sería como no reconocer que Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, es una novela muy bien escrita, argumentando que su autor era más de derechas que una boda de Celia Gámez. O insinuar que los turbios medros políticos del joven Cela empañan la perfección cainita y carpetovetónica de La familia de Pascual Duarte.
Chorradas. Cuando uno lee, lo que quiere es talento. Un talento, por volver a nuestro asunto, que Budd Schulberg desvió también, para desgracia de lectores y alegría de cinéfilos –váyase una cosa por la otra–, hacia guiones de películas como Más dura será la caída o el Óscar al mejor guión de 1954 La ley del silencio.
Pero quería hablarles del libro que no tiene polvo.
Se titula El desencantado, lo he leído dos veces y media –hay una tarjeta de embarque de avión Florencia-Madrid en el punto donde abandoné la última lectura–, y dudo que ninguna otra novela, excepto la inconclusa El último magnate, de Scott Fitzgerald, cuente, la mitad de bien que lo cuenta ésta, el decadente final de una época extraordinaria en la historia de los Estados Unidos, del cine y de la literatura: los míticos años veinte y su glamour.
A Budd Schulberg, en la vida real, le cupo el singular privilegio de trabajar en un guión infame, titulado Amor y hielo, en compañía precisamente de Scott Fitzgerald, cuando el escritor daba las últimas boqueadas arruinado por el alcohol y la disparatada convivencia con Zelda, su conflictiva mujer.
E igual que el mismo Fitzgerald se inspiró en su propia historia para escribir la obra maestra Suave es la noche –novela que tampoco tiene polvo en mi biblioteca–, Schulberg recurrió a su experiencia junto a él para escribir la historia de Shep, el joven guionista encargado de trabajar con quien hasta entonces fue su ídolo, Manley Halliday: un escritor icono de su generación que ahora, intentando recuperarse de una vida desastrada y un alcoholismo crónico, es la sombra patética de lo que fue. Y con ese desencanto, la caída del mito y la certeza paralela del extraordinario talento que con él se extingue sin remedio, Budd Schulberg, mediante el personaje interpuesto del joven narrador que cuida del escritor en otro tiempo grande y ahora borracho y acabado, construye un retrato asombroso de la época en que, como apuntó Anthony Burgess –Poderes terrenales, otra novelaza–, tanto el cine como la literatura produjeron algunas de las obras de arte más asombrosas de todos los tiempos.
El desencantado está en la estela de esas grandes obras; y si es verdad que no las iguala, tampoco desmerece de ellas, pues sobre su huella nace y mucho nos acerca. Gracias a tan soberbia novela, hoy puedo lamentar que haya muerto un magnífico escritor, en lugar de alegrarme porque desaparezca un miserable chivato.
Café para todos
Café para todos
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Dirán ustedes que lo de hoy es una chorrada, y que vaya tonterías elige el cabrón del Reverte para su artículo. Para llenar la página. Pero no estoy seguro de que la cosa sea intrascendente. Como decía Ovidio, o uno de esos antiguos –lo leí ayer en un Astérix–, una pequeña mordedura de víbora puede liquidar a un toro. Es como cuando, por ejemplo, ves a un fulano por la calle con una gorra de béisbol puesta del revés. Cada uno puede ir como le salga, naturalmente.
Para eso hemos muerto un millón de españoles, o más. Luchando por las gorras de béisbol y por las chanclas. Pero esa certeza moral no impide que te preguntes, con íntima curiosidad, por qué el fulano lleva la gorra del revés, con la visera para atrás y la cintita de ajustarla sobre la frente
. Todo eso conduce a más preguntas: si viene directamente de quitarse la careta de catcher de los Tomateros de Culiacán, si le da el sol en el cogote o si es un poquito gilipollas.
Concediéndole, sin embargo, el beneficio de la duda, de ahí pasas a preguntarte si, en vista de que al pavo le molesta o no le conviene llevar la visera de la gorra hacia delante, por qué usa gorra con visera. Por qué no recurre a un casquete moruno, un fez turco o a una boina con rabito. Luego terminas pensando que es raro que los fabricantes de gorras no hayan pensado en hacer una gorra sin visera, para fulanos como el que acabas de ver; y de eso deduces, malpensado como eres, que la mafia internacional de los fabricantes de gorras de béisbol pone visera a todos los modelos para cobrar más caro y explotar al cliente, y luego lo disimulan regalándole gorras a Leonardo DiCaprio para que se las ponga del revés cuando saca en moto a su novia en el Diez Minutos.
Eso te lleva inevitablemente a pensar en la crisis de Occidente y el aborregamiento de las masas, hasta que acabas echando espumarajos por la boca y decides apuntarte en Al Quaida y masacrar infieles, mientras concluyes que el mundo es una mierda pinchada en un palo, que odias a la Humanidad –Monica Bellucci aparte– y que la culpa de todo la tiene el Pesoe.
Llegados a este punto del artículo, ustedes se preguntan qué habrá fumado el Reverte esta mañana; concluyendo que, sea lo que sea, le sientan fatal ciertas mezclas. Pero yerran. Estoy sobrio y con un café; y todo esto, digresión sobre gorras incluida, viene al hilo del asunto: lo de que no hay enemigo pequeño, y que si parva licet componere magna, que dijo otro romano finolis de aquéllos. Pequeños detalles sin importancia aparente pueden llevar a cuestiones de más chicha, y parvos indicios pueden poner de manifiesto realidades más vastas y complejas. Vean si no –a eso iba con lo de las jodías gorras– el anuncio publicitario que hace unos días escuché en la radio. Un anuncio de esos que definen no sólo al fabricante, sino al consumidor. Y sobre todo, el país donde vive el consumidor. Usted mismo, o sea. Yo.
Buenos días, don Nicolás –cito de memoria, claro–, dice la secretaria a su jefe. ¿Le apetece un cortadito? Claro que sí, responde el mentado. Es usted muy amable, Mari Pili. Ahora mismo se lo preparo, dice ella, pizpireta y dispuesta. Pero ojo, la previene el jefe. Recuerde que yo el café lo tomo siempre de la marca Cofiflux Barriguitas. Por supuesto, don Nicolás, responde la secre. Conozco sus dificultades para ir al baño, como las conoce toda la empresa. Ahora yo también bebo el café de esa marca, igual que lo hacen ya todos mis compañeros. Tomamos Cofiflux Barriguitas, y nos va de maravilla. Etcétera.
Juro por Hazañas Bélicas que el anuncio es real. Quien escuche la radio, lo conocerá como yo. Lo estremecedor del asunto es la naturalidad con que se plantea la situación; el argumento de normalidad a la hora de controlar si el jefe va apretado o flojo de esfínter. Interpretarlo como nota de humor publicitario deliberado –lo que tampoco es evidente– no cambia las cosas.
Con humor o en serio, el compadreo intestinal es de pésimo gusto. Delata, una vez más, las maneras bajunas de una España tan chabacana y directa como nuestra vida misma –«Yo es que soy muy espontáneo y directo», te dicen algunos capullos–; convertida, cada vez más, en caricatura de sí misma.
En pasmo de Europa. Y ahora pónganse la mano en el corazón, mírense a los ojos y consideren si, en un país donde, tras emitir en la radio un anuncio con semejante finura conceptual, se espera que la gente normal compre entusiasmada el producto –y no me cabe duda de que lo compran–, sus ciudadanos pueden ir por el mundo con la cabeza alta.
En cualquier caso, díganme si una sociedad capaz de dar por supuesto, como lo más corriente, que todo el personal de una empresa, desde la secretaria hasta el conserje, conoce, airea y comparte las dificultades intestinales de su director, presidente, monarca o puta que los parió –nos parió– a todos, no merece, además de café Cofiflux Barriguitas, o como diablos se llame, un intenso tratamiento con napalm.
ARTURO PÉREZ-REVERTE |
Dirán ustedes que lo de hoy es una chorrada, y que vaya tonterías elige el cabrón del Reverte para su artículo. Para llenar la página. Pero no estoy seguro de que la cosa sea intrascendente. Como decía Ovidio, o uno de esos antiguos –lo leí ayer en un Astérix–, una pequeña mordedura de víbora puede liquidar a un toro. Es como cuando, por ejemplo, ves a un fulano por la calle con una gorra de béisbol puesta del revés. Cada uno puede ir como le salga, naturalmente.
Para eso hemos muerto un millón de españoles, o más. Luchando por las gorras de béisbol y por las chanclas. Pero esa certeza moral no impide que te preguntes, con íntima curiosidad, por qué el fulano lleva la gorra del revés, con la visera para atrás y la cintita de ajustarla sobre la frente
. Todo eso conduce a más preguntas: si viene directamente de quitarse la careta de catcher de los Tomateros de Culiacán, si le da el sol en el cogote o si es un poquito gilipollas.
Concediéndole, sin embargo, el beneficio de la duda, de ahí pasas a preguntarte si, en vista de que al pavo le molesta o no le conviene llevar la visera de la gorra hacia delante, por qué usa gorra con visera. Por qué no recurre a un casquete moruno, un fez turco o a una boina con rabito. Luego terminas pensando que es raro que los fabricantes de gorras no hayan pensado en hacer una gorra sin visera, para fulanos como el que acabas de ver; y de eso deduces, malpensado como eres, que la mafia internacional de los fabricantes de gorras de béisbol pone visera a todos los modelos para cobrar más caro y explotar al cliente, y luego lo disimulan regalándole gorras a Leonardo DiCaprio para que se las ponga del revés cuando saca en moto a su novia en el Diez Minutos.
Eso te lleva inevitablemente a pensar en la crisis de Occidente y el aborregamiento de las masas, hasta que acabas echando espumarajos por la boca y decides apuntarte en Al Quaida y masacrar infieles, mientras concluyes que el mundo es una mierda pinchada en un palo, que odias a la Humanidad –Monica Bellucci aparte– y que la culpa de todo la tiene el Pesoe.
Llegados a este punto del artículo, ustedes se preguntan qué habrá fumado el Reverte esta mañana; concluyendo que, sea lo que sea, le sientan fatal ciertas mezclas. Pero yerran. Estoy sobrio y con un café; y todo esto, digresión sobre gorras incluida, viene al hilo del asunto: lo de que no hay enemigo pequeño, y que si parva licet componere magna, que dijo otro romano finolis de aquéllos. Pequeños detalles sin importancia aparente pueden llevar a cuestiones de más chicha, y parvos indicios pueden poner de manifiesto realidades más vastas y complejas. Vean si no –a eso iba con lo de las jodías gorras– el anuncio publicitario que hace unos días escuché en la radio. Un anuncio de esos que definen no sólo al fabricante, sino al consumidor. Y sobre todo, el país donde vive el consumidor. Usted mismo, o sea. Yo.
Buenos días, don Nicolás –cito de memoria, claro–, dice la secretaria a su jefe. ¿Le apetece un cortadito? Claro que sí, responde el mentado. Es usted muy amable, Mari Pili. Ahora mismo se lo preparo, dice ella, pizpireta y dispuesta. Pero ojo, la previene el jefe. Recuerde que yo el café lo tomo siempre de la marca Cofiflux Barriguitas. Por supuesto, don Nicolás, responde la secre. Conozco sus dificultades para ir al baño, como las conoce toda la empresa. Ahora yo también bebo el café de esa marca, igual que lo hacen ya todos mis compañeros. Tomamos Cofiflux Barriguitas, y nos va de maravilla. Etcétera.
Juro por Hazañas Bélicas que el anuncio es real. Quien escuche la radio, lo conocerá como yo. Lo estremecedor del asunto es la naturalidad con que se plantea la situación; el argumento de normalidad a la hora de controlar si el jefe va apretado o flojo de esfínter. Interpretarlo como nota de humor publicitario deliberado –lo que tampoco es evidente– no cambia las cosas.
Con humor o en serio, el compadreo intestinal es de pésimo gusto. Delata, una vez más, las maneras bajunas de una España tan chabacana y directa como nuestra vida misma –«Yo es que soy muy espontáneo y directo», te dicen algunos capullos–; convertida, cada vez más, en caricatura de sí misma.
En pasmo de Europa. Y ahora pónganse la mano en el corazón, mírense a los ojos y consideren si, en un país donde, tras emitir en la radio un anuncio con semejante finura conceptual, se espera que la gente normal compre entusiasmada el producto –y no me cabe duda de que lo compran–, sus ciudadanos pueden ir por el mundo con la cabeza alta.
En cualquier caso, díganme si una sociedad capaz de dar por supuesto, como lo más corriente, que todo el personal de una empresa, desde la secretaria hasta el conserje, conoce, airea y comparte las dificultades intestinales de su director, presidente, monarca o puta que los parió –nos parió– a todos, no merece, además de café Cofiflux Barriguitas, o como diablos se llame, un intenso tratamiento con napalm.
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