Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

13 abr 2020

Miriam y Cari Lapique, dos estilos diferentes de vivir en la ‘jet set’ española

La vida discreta de la hermana menor, viuda de Alfonso Cortina, contrasta con la más mediática de la mayor relaciones públicas y casada con Carlos Goyanes.

Cari Lapique y Miriam Lapique durante un acto del grupo Nuba en Madrid, en 2017.
Cari Lapique y Miriam Lapique durante un acto del grupo Nuba en Madrid, en 2017.GJB / GTRES

 Maite Nieto

En España, como en muchos otros países, la llamada alta sociedad lo es por cuna, por fama o por economía. 

En el caso de la familia Lapique todos esos mundos se han cruzado en dos de sus miembros más conocidos, las hermanas Miriam y Cari Lapique, la primera de ellas de actualidad reciente por haber perdido a causa del coronavirus a su marido, el empresario Alfonso Cortina. 

 La madre de ambas era Caritina Fernández de Liencres y Liniers, presencia frecuente de la alta sociedad madrileña de los años sesenta y setenta, casada con el abogado Manuel Lapique, un pareja que igual se dejaba ver en los tablaos madrileños donde se reunían artistas, empresarios y nobleza, como en las fiestas de esa Marbella que ya empezaba a florecer de la mano de Alfonso de Hohenlohe

Se la conocía como vizcondesa de Villamiranda, y así incluso figuró cuando la revista ¡Hola! informó sobre su fallecimiento, ocurrido el 10 de septiembre de 2015. 

Pero tal título nunca llegó a ser suyo por esas idas y venidas familiares que dejan por el camino algunos honores menores, en este caso el vizcondado de Villa de Miranda, que para todos los efectos dejó de existir en el año 1991, según publicó ABC tras consultar a la Diputación de la Grandeza de España.

Con o sin título, de los hermanos Lapique, Manuel, Pedro, Miriam y Cari, han sido las féminas las que, de distintas maneras y con diferentes estilos de vida, más se han asomado a los medios de comunicación. Cari Lapique, 67 años, en estos tiempos sería una influencer, aunque ese término ni se había inventado cuando ella brillaba en las fiestas marbellíes. Comenzó trabajando como vendedora en una de las boutiques de El Corte Inglés del Paseo de la Castellana y, después, durante casi 15 años, tuvo su propia tienda de la exclusiva marca Cèline en Madrid. 

Pero su notoriedad pública llegó de la mano del empresario Carlos Goyanes, con quien se casó en Marbella en 1975, después de que él lo estuviera durante tres años con la actriz y cantante Pepa Flores, Marisol, a quién descubrió su padre, el productor Manuel Goyanes.

Cari Lapique y Calos Goyanes con sus hijas Carla y Caritina y sus yernos Jorge Benguría y Antonio Matos, en 2013.
Cari Lapique y Calos Goyanes con sus hijas Carla y Caritina y sus yernos Jorge Benguría y Antonio Matos, en 2013.GDG / GTRES
Cari Lapique y Calos Goyanes con sus hijas Carla y Caritina y sus yernos Jorge Benguría y Antonio Matos, en 2013.
Cari Lapique y Calos Goyanes con sus hijas Carla y Caritina y sus yernos Jorge Benguría y Antonio Matos, en 2013.GDG / GTRES
Una primera boda que paralizó España porque la fama de Marisol estaba en pleno apogeo, y un segundo bodón, con Cari Lapique, en el que firmó como testigo Carmen Franco, la hija del dictador, y al que acudió todo el que pintaba algo en la jet set patria de la época. Después llegaron dos hijas, Caritina y Carla, un escándalo que llevó a Carlos Goyanes a pasar cinco meses en la cárcel como presunto implicado en la Operación Mago contra el narcotráfico, y muchas portadas en las revistas del corazón.
 El oscuro episodio quedó en el pasado después de ser absuelto y la familia se recompuso y reanudó una vida más centrada y tranquila en la que sus hijas tomaron el relevo en las revistas durante los años en los que algunos noviazgos sonados las convirtieron en noticia rosa.
Miriam Lapique, que el próximo 21 de abril cumplirá 63 años, ha llevado una trayectoria mucho más discreta que su hermana pero está aún mejor relacionada.
 Casada con el empresario Alfonso Cortina que falleció el 6 de abril a los 76 años a causa del coronavirus, siempre ha ocupado un discreto segundo plano en ese círculo social exclusivo que reúne a empresarios y socialités en actos y eventos de lo más diverso.
 A muchos de ellos asistía acompañada por su hermana, también con su marido, nieto del que fuera alcalde de Madrid Alberto Alcocer y Ribacoba, hijo de Pedro Cortina, ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de Carlos Arias Navarro y hermano del polémico empresario Alberto Cortina. 

Miriam Lapique con su esposo, Alfonso Cortina, en Madrid en octubre de 2019.
Miriam Lapique con su esposo, Alfonso Cortina, en Madrid en octubre de 2019. / Europa Press
El matrimonio siempre ha dado la imagen de una pareja unida desde que se casaron en octubre de 1979 en la parroquia marbellí de Nuestra Señora de la Encarnación, y su presencia en la vida social ha sido más moderada que la de su hermana, aunque por la profesión de Alfonso Cortina y las amistades de ambos sí se les ha podido fotografiar en alguna reunión feliz o luctuosa de ese grupo exclusivo en el que las relaciones fluctúan al mismo ritmo que los negocios y la diversión. 
El éxito de su unión ha sido, a juicio de observadores cercanos, que Miriam Lapique primó siempre ser el apoyo y la compañía de su esposo en los numerosos viajes y compromisos a los que le obligó su profesión a lo largo de los años.
Alfonso Cortina llegó a ser presidente de Repsol y Portland Valderribas pero desde que se jubiló se volcó en la finca que tenía en Ciudad Real, en Retuerta del Bullaque, que pasó de ser un lugar de recreo al lugar donde comenzó a plantar viñas como entretenimiento, a crear un vino como diversión, Pago de Vallegarcía, y a convertirlo en un negocio que producía 200.000 botellas anuales que llegaban a distintos países de Europa, China y Japón. 
Un negocio en el que le sirvieron de mucho los consejos de su gran amigo Carlos Falcó, marqués de Griñón, que también falleció el 20 de marzo a causa de la Covid-19. 
En esta finca se encontraba con su esposa cuando se empezó a encontrar mal y tuvo que ser ingresado en un hospital de Toledo y la vida descargó su golpe más duro sobre Miriam Lapique.

 

12 abr 2020

Observó las miserias de Elizabeth Taylor y nunca habló con ella

Observó las miserias de Elizabeth Taylor y nunca habló con ella: Catherine Opie, la fotógrafa de la intimidad de la actriz.

La artista visual tuvo un acceso inusual y exclusivo todos los recuerdos y objetos valiosos de la mansión de la actriz, quien hace nueve años falleció, en ‘700 Nimes Road’.

Observó las miserias de Elizabeth Taylor y nunca habló con ella: Catherine Opie, la fotógrafa de la intimidad de la actriz
La mesilla de noche de la actriz. Foto: © Catherine Opie, Courtesy Regen Projects, Los Angeles and Lehmann Maupin, New York, Hong Kong, and Seoul 
 
La fotógrafa Catherine Opie nunca habló ni vio en persona a Elizabeth Taylor, pero a pesar de ello es una de las personas que en mayor profundidad conoce todos los secretos de la estrella de Hollywood.
 En el otoño de 2010 un contable que casualmente gestionaba las cuentas de ambas, Derek Lee, le preguntó a Opie si podría estar interesada en hacer algo con la actriz. 
En un principio ella, cuyo trabajo es mundialmente reconocido por sus retratos queer y los paisajes estadounidenses con una fuerte carga simbólica, se extrañó cuando oyó la propuesta.
No obstante, después de meditarlo y de que le viniera a la cabeza el proyecto que en 1984 William Eggleston realizó en Graceland, donde retrató la mansión del mismo nombre propiedad de Elvis Presley siete años después de su fallecimiento, accedió a hacer algo parecido. 
 Es decir, a documentar con su cámara y con una precisión casi quirúrgica todos y cada uno de los objetos y recuerdos que habitaban en 700 Nimes Road, el caserón en el que la protagonista de Cleopatra vivió desde 1981 hasta sus últimos días en el exclusivo barrio de Bel-Air, en Los Ángeles.
Su colección de zapatos de Chanel y su gato, Fang. Foto: © Catherine Opie, Courtesy Regen Projects, Los Angeles and Lehmann Maupin, New York, Hong Kong, and Seoul 

¿Nunca se le pasó por la cabeza pedirle que, aunque solo fuera por un día, posara para ella? “No, esa nunca fue realmente mi intención. 
Pensé que eso probablemente sería mucho pedir. 
Sabía que no estaba en su mejor momento de salud y, realmente, quise lidiar con la idea de cómo representar a alguien a través de sus pertenencias en lugar de fotografiar a una figura tan icónica. De ese modo pude hacer un trabajo más humanista y un retrato más veraz observando y tomando solamente imágenes del hogar”, dijo la propia Opie en 2016 en una entrevista radiofónica que concedió a la emisora californiana KPCC.
Contra todo pronóstico, al séquito de Taylor no le desagradó la idea. 
Tim Mendelson, quien fuera su asistente personal y confidente, charló con la fotógrafa sobre sus verdaderas intenciones y, tal como explicó a la revista LAmag, le convenció fácilmente porque no iba a ser el típico reportaje de casas de celebridades propio de Architectural Digest
 “Iba a darle un toque diferente.
 Ella (refiriéndose a Opie) no es una chica femenina, mientras que Elizabeth sí lo es.
 Pensé que podría ser interesante”, agregó al respecto.
 Así fue como desde noviembre de 2010 y durante seis meses, entre dos y tres veces por semana, tuvo total acceso a esta vivienda con seis habitaciones y seis baños que pretéritamente perteneció a Nancy Sinatra, la hija del irrepetible Frank Sinatra

El célebre collage que Andy Warhol hizo con su rostro.
A pesar de que tomó nada más y nada menos que 3.000 instantáneas, en el libro 700 Nimes Road la artista hizo una criba de 129
. En él aparecen armarios llenos de ropa de Chanel (sobre todo zapatos de la maison francesa); el vestido amarillo de gasa diseñado por Irene Sharaff con el que se casó en 1964 con Richard Burton (en su primera boda con el actor, ya que volvieron a darse el sí quiero en 1975 por segunda vez); muchas fotografías perfectamente enmarcadas en las que pueden verse al propio Burton o a su amigo Michael Jackson; sus tres Óscar o su curiosa colección de perfumes, ya que únicamente usaba los diseños de su propia marca.
En los primeros meses Opie iba y venía de la casa con total normalidad, pero el 23 de marzo de 2011 ocurrió algo inesperado. En aquella fecha Elizabeth Taylor, a la edad de 79 años, murió tras sufrir una insuficiencia cardíaca.
 La fotógrafa todavía no había acabado de retratar todas las pertenencias acumuladas durante décadas en aquel santuario, así que temió que los más próximos a la actriz le prohibiesen el acceso. Aquello no ocurrió, todo lo contrario. 
“Me enteré de su muerte el día que falleció. 
Fue un momento difícil a pesar de que no mantuve una relación personal con ella, aunque sí que me involucré muy emocionalmente con las personas que estaban a diario en su vida. 
Los administradores y su familia me dieron su permiso para continuar con el trabajo, lo cual fue un gran regalo para mí”, afirmó en 2016 a Business Insider.

Su tocador, lleno de labios de Dior, entre otros cosméticos.  
Foto: © Catherine Opie, Courtesy Regen Projects, Los Angeles and Lehmann Maupin, New York, Hong Kong, and Seoul 

Teniendo en cuenta las circunstancias, tuvo que darse prisa porque era consciente de que la vivienda iba a tener un nuevo propietario millonario más pronto que tarde y, además, se hizo público que Christie’s iba a vender en varios lotes todos aquellos valiosos objetos.
 Obviamente, las estrellas de aquella subasta que finalmente aconteció en diciembre de 2011, en la que se recaudaron 156,7 millones de dólares, fueron su colección de 300 joyas.
 Entre ellas se encontraba el diamante Krupp de 33,19 quilates que Richard Burton le compró en 1968 y que sus más allegados dicen que se ponía cada noche para
 dormir, vendido por 8.8 millones de dólares, o un anillo de diamantes amarillos de Bvlgari que alcanzó los 962.500.
 Sea como fuere, lo que aquí importa es que Opie pudo terminar su misión a tiempo y que, gracias a ella, los recuerdos de Taylor sobrevivirán eternamente a través de unas imágenes que nos ayudan a comprender cómo era la actriz en la más estricta intimidad.

 

 

 

Cuarentena con Andy y Jerry González, por Fernando Trueba

El director de cine y productor musical propone escuchar a los hermanos nacidos en el Bronx, abanderados del jazz latino.

 
El músico de jazz latino Jerry González.
El músico de jazz latino Jerry González.
Esta semana murió Andy González, tenía 63 años y tres meses, los mismos que su hermano Jerry González, muerto hace año y medio en su madrileño barrio de Lavapiés.
 

El músico de jazz latino Jerry González.
El músico de jazz latino Jerry González.
Esta semana murió Andy González, tenía 63 años y tres meses, los mismos que su hermano Jerry González, muerto hace año y medio en su madrileño barrio de Lavapiés.
Andy fue el bajista del jazz latino.
 Debió de tocar en varios centenares de discos. Jerry era un maestro en la trompeta y las cogas y un líder carismático.
 Eran dos niños del Bronx, que vivieron en primera línea el renacer cultural puertorriqueño en Nueva York y los conflictos sociales que lo acompañaron.
La selección se cierra con el único tema que conozco escrito por Andy, y lo toca en trío con Arturo O’Farrill en piano y el gran Dafnis Prieto en batería.

Lideraron el Grupo Folklórico y Experimental Nuevayorkino en los setenta, donde ya se veía lo más profundo de su personalidad, su respeto a la tradición y su vanguardismo experimentador, lo que en ellos no era en absoluto contradictorio. 
Como tampoco su latinidad y su americanidad. 
Esto último quedaría patente en su trabajo al frente de la Fort Apache Band, que si bien nunca conoció el éxito, fue un grupo de culto, los músicos “sabían”, eran jazzistas puros.
 Su Rumba para Monk explica como tal vez ningún otro disco lo que es el jazz latino.

 

El beso de la mujer-diablo.................................... Javier Montes

Bailaba con serpientes, se paseaba desnuda en su descapotable por Río, coleccionaba amantes y fundó una sociedad naturista y utópica en una pequeña isla carioca.
 La historia de Luz del Fuego, la explosiva artista de performance del Brasil de los cincuenta, radical y adelantada a su tiempo.
Luz del Fuego con una de sus boas, una imagen de su autobiografía A Verdade Núa.
Luz del Fuego con una de sus boas, una imagen de su autobiografía A Verdade Núa.
Soy como un cuerpo líquido: tomo cualquier forma. Muera la realidad. 
 Quiero la fantasía y puedo conseguirla. ¿Acaso alguien se compadece de mí? ¿Acaso no soy humillada y rebajada en todo momento? Seré mala y egoísta.
 La humanidad me forjó así y la vida registra día a día en mi corazón notas de odio y de ambición… Sí, persígnate, porque estás delante de la mujer-diablo”. 
Como una cobra ante un ratoncillo: así hablaba a uno de sus incautos pretendientes la formidable y libertaria Luz del Fuego (1917-1967), una de las mujeres más explosivas y fascinantes del mítico Brasil de los cincuenta.

Escandalizó e hipnotizó a un país entero con su cuerpo desnudo y sus grandes serpientes: durante esa década no hubo un rincón al que no llegara su fama a medias legendaria y diabólica. 
Todavía hoy nos faltan por inventar palabras justas para describirla: artista sin obra, guerrillera urbana, pionera de la emancipación femenina, de una nueva moral del cuerpo y la sexualidad y una conciencia ambiental hoy más urgente que nunca. 
Yo escuché su nombre por primera vez en un barco de línea que surcaba la bahía de Guanabara y nos llevaba de Río a la isla de Paquetá, un paraíso diminuto muy cerca del paraíso perdido que hoy es ya la megalópolis. 

Y resultó que incluso ese edén en miniatura tenía su serpiente: “¡Ah, esa era la isla de Luz del Fuego!”.
 Lo dijo en voz alta una señora mayor que se acodaba junto a mí en la barandilla al pasar junto a una de las muchas islitas idílicas y desiertas que salpican la bahía.
 Con la espontaneidad con la que se pega la hebra en Brasil, me contó que en los años cincuenta había vivido allí una mujer misteriosa,
 Luz del Fuego, siempre desnuda, con el pelo larguísimo y el cuerpo tostado por el sol. 
 Compartía la isla con sus serpientes y no dejaba a nadie desembarcar vestido. 
La visitaban de incógnito, según la leyenda, los personajes más célebres del Río de entonces y hasta estrellas extranjeras de Hollywood, de Lana Turner a Steve McQueen.
En su isla del Sol, me contó, se celebraron carnavales legendarios a los que la alta sociedad carioca acudía desnuda y durante los que se bailaba hasta la madrugada sin más disfraz que un antifaz y algo de purpurina y confeti sobre la piel.
 Luego, a mediados de los sesenta, llegó el golpe militar y la larga dictadura, la isla dejó de visitarse y Luz del Fuego fue asesinada, justo al cumplir los 50 años, de la forma más truculenta. Isla, proezas y personaje mismo cayeron poco a poco en el olvido. “Recuerdo”, contó mi vecina de barandilla, 
“que mi madre nos tapaba los ojos para que no la viéramos remar desnuda en su barca cuando se acercaba a comprar a Paquetá”.
El islote vacío quedó atrás, mi vecina de barca se preparó para desembarcar en su muelle, y yo me quedé mirando aquel montón de rocas, cactus y grandes árboles entre los que costaba distinguir una casa arruinada, intrigado por aquella historia y convencido de que una mujer que había decidido vivir así y rebautizarse con el nombre luciferino de Luz del Fuego bien merecería que me pusiera yo el disfraz de detective para investigar cuánto de verdad y cuánto de leyenda hubo en todo aquello.
Luz del Fuego al inicio de su carrera, fotografiada por la Revista de 'Copacabana'.
Luz del Fuego al inicio de su carrera, fotografiada por la Revista de 'Copacabana'.
Luz del Fuego nació en febrero de 1917 como Dora Vivacqua en una familia burguesa y acomodada de Belo Horizonte, la capital del conservador e influyente Estado de Minas Gerais. 
Fue la penúltima de 14 hermanos, y desde niña entendió que debería armar verdaderos escándalos para destacar en medio de tanta patulea y frente a un ramillete de hermanas mayores y guapas que eran las señoritas casaderas más codiciadas de la ciudad.
 Fue una niña muy suya y muy rebelde.
 Se empeñaba en posar con ropas chillonas y disfraces imposibles en los retratos de familia, y solo se amansaba en las visitas al serpentario de la ciudad:
 las boas y cobras cautivas la dejaban hipnotizada durante horas. También buscaba el sol, el mar, la vida al aire libre.

A los 15 años armó un revuelo al “inventar” el biquini con más de 20 años de adelanto y pasearse por la playa de provincias donde veraneaba su familia con una extraña prenda a base de tiras de sábana recosidas por ella misma: era muy fresca y cómoda, pero solo cubría sus caderas y su busto generosos.
Acababan los años treinta y Río y Brasil entero se reinventaban en Copacabana, a ritmo de samba, como capital mundial del sol y la música, playa de placeres y paraíso de todos los pecados.
 A Dora pronto se le quedó pequeña su capital de provincias. Y ya a partir de 1940 se hizo notar en la noche carioca como muchacha aventurera, indomable y ambiciosa. 
Estaba decidida a labrarse una vida de gloria y aplausos muy lejos de los planes de buenos matrimonios y virtudes de buena esposa reservados a las hijas de la burguesía de entonces.
 Fue la primera brasileña en sacarse el carné de piloto de avionetas y ensayar el paracaidismo, coleccionó amantes y esbozó orgullosa una teoría y práctica de lo que mucho más tarde se llamó poliamor: “Puedo amar a varios hombres a la vez, del mismo modo que me gustan igualmente todos los vestidos que guardo en mis armarios”.
 Rechazó ofertas de matrimonio millonarias, coleccionó amantes (“si fueran sellos, valdrían una fortuna”, solía bromear) y escribió una novela escandalosa y muy adelantada a su tiempo sobre los esplendores y las miserias del rutilante Río de los años de guerra. Era un catálogo sin tapujos ni prejuicios de todas las infinitas variantes de la sexualidad, y una corte de los milagros de buscavidas, donjuanes, pícaros, homosexuales y transexuales, prostitutas y alcahuetas desfilaban por las páginas de un libro maldito y hoy casi inencontrable.
Luz de Fuego en la isla del Sol, poco después de fundar su comunidad utópica y nudista en 1952 (en esta fotografía se han respetado el retoque original a lápiz y las dobleces).
Luz de Fuego en la isla del Sol, poco después de fundar su comunidad utópica y nudista en 1952 (en esta fotografía se han respetado el retoque original a lápiz y las dobleces).
Acabó decidiéndose por la danza como medio de expresión artística y pasaporte para la gloria a la que se sentía destinada desde antes mismo de nacer. 
En esos años, la reina indiscutible del Olimpo carioca era Carmen Miranda, que ya triunfaba en Brasil y estaba a punto de convertirse en Hollywood en una estrella mundial y encarnación de los sueños y deseos de todo el planeta: con sus turbantes delirantes de frutas y flores, con sus zuecos de plataforma y sus abalorios y su expresividad electrizante.
 La futura Luz del Fuego la seguía muy de cerca en todas sus apariciones en Río y, según la leyenda, su mismo nombre artístico lo robó a la marca de lápiz de labios argentina que usaba la gran estrella.
Pero Luz del Fuego no quiso ser una más de la legión de imitadoras de Carmen Miranda que pululaban por aquellos años.
 Tomó buena nota de su capacidad para transformarse en icono, para hacer de su cuerpo una forma líquida y cambiante, y apostó muy fuerte por encarnar un mito opuesto, un reflejo oscuro de su luminosidad: recuperó y amaestró las gigantescas boas que la fascinaban de niña para que la acompañaran sobre el escenario, dejó crecer su pelo como una Medusa moderna hasta que fuera una melena-serpiente que se enroscase en torno a ella.
 Y en lugar de cubrirse con ropas extravagantes, mostró su cuerpo desnudo para asociarse en el inconsciente colectivo con un mito primigenio y prohibido: 
no sería Eva, la que sucumbe a las tentaciones, sino Lilith, la verdadera primera dama según las interpretaciones prohibidas del Génesis: 
la primera divorciada, la que rechazó someterse a Adán y no cede al pecado, sino que lo inventa y lo ofrece a la segunda mujer y los hijos de su ex. 

Durante la primera mitad de los cincuenta, Luz del Fuego juega con fuego y baila con serpientes, literalmente: agota la taquilla allá donde se presenta, y los escándalos de sus espectácu­los y apariciones muchas veces acaban en algaradas de las que la policía tiene que rescatarla, porque sus admiradores la desean tanto que en cualquier momento pueden convertirse en una turba que la devore.
Luz del Fuego hacia 1950, retratada por Aimoré, el fotógrafo de las estrellas del Río de esos años.
Luz del Fuego hacia 1950, retratada por Aimoré, el fotógrafo de las estrellas del Río de esos años.
En 1952 se cuela en el Gran Baile de Carnaval del Teatro Municipal de Río, donde se divierten disfrazadas la alta sociedad carioca y las celebridades de todo el mundo de paso por la ciudad. Va camuflada de novia angelical, pero en el apogeo del baile saca dos pistolones camuflados en el velo y, al grito de
 “¡No soy la novia del Brasil! ¡Yo soy la Novia Pistolera!”,
dispara al techo balas de verdad y arma una verdadera barahúnda que acrecienta su fama de mujer maldita y pone en jaque las convenciones y privilegios de una sociedad elitista y desigual.
Como una Vengadora Enmascarada o una Pimpinela Escarlata, su sombra y su rumorología y la posibilidad de su aparición en cualquier lugar, a cualquier hora, planean sobre Río en esos años y galvaniza a la ciudad y a sus vecinos. 
Luz del Fuego puede surgir de la nada en cualquier momento, atacar y esfumarse antes de que nadie se reponga.
 En Río, a veces, su descapotable recorre como un bólido alguna de las avenidas principales, con ella en pie, completamente desnuda, lanzando besos desde el asiento trasero y dejando a su paso un rastro de estupefacción.
Planea y perfecciona sus acciones-escándalo como una verdadera guerrillera urbana.
 Lo que hace es tan novedoso que aún no tiene nombre, porque faltan 20 años para que nazcan las palabras más aproximadas y pueda pensarse en sus ataques-comando como verdaderas performances públicas, acciones de acoso y derribo momentáneo de lo establecido. 
Nunca se deja ver vestida en fiestas, en clubes de moda, en casinos ni bailes. 
Ha entendido que su poder se sustenta en el misterio, en la imprevisibilidad y en la fuerza devastadora de un arma sencillísima: su cuerpo desnudo.
 Luz del Fuego es una especie de carnaval andante, unipersonal, permanente y a destiempo. 
Las escuelas de samba de los morros le dedican himnos durante los desfiles de Carnaval, y la gente llana se agolpa a las puertas de los teatros donde se presenta y forma los tumultos que de pura adoración y admiración más de una vez están a punto de matarla.

A sus acciones unió sus ideas: en 1949 anunció la creación del Partido Naturalista Brasileño, con ella como candidata a la presidencia de Brasil y un lema irresistible: 
“¡Menos ropa y más pan!”. Su programa defendía la emancipación de la mujer, la legalización del divorcio y la modernización de las costumbres, la vuelta a la naturaleza y el nudismo como modo de vida liberador. 
Y cuando las dificultades para reformar la sociedad y aproximarla a su ideal se hicieron insuperables, Luz del Fuego decidió cortar por lo sano y fundó directamente una sociedad ideal entera.
Fue la mítica isla del Sol de la que me habló mi vecina de barca: reinventándose de nuevo, con su gran olfato para adelantarse a modas superficiales y cambios profundos de mentalidad, Luz del Fuego sirvió de guía a los jóvenes bohemios que migraban hacia Ipanema en busca de una vida en contacto con el sol y el mar; que pasaban de la samba a la bossa nova en sus guitarras; importaban el surf, la moral y el amor libre de los hippies, y adoptaban por fin como prenda universal esos mismos biquinis que 20 años antes ella había ya prefigurado.

En el camerino antes de uno de sus últimos espectáculos en São Paulo, el 28 de septiembre de 1964.
En el camerino antes de uno de sus últimos espectáculos en São Paulo, el 28 de septiembre de 1964.
Durante los primeros sesenta, la isla del Sol no solo fue el primer club naturista oficialmente reconocido en América:
 fue todo un ensayo de comunidad utópica, en contacto con una naturaleza y un clima que los cariocas redescubrían como envidiado por todo el planeta.
 Contó entre sus miembros a mucha gente importante de la bohemia dorada de entonces y sirvió de ensayo de nuevas formas de vivir en comunidad, contemporáneo de lo que se experimentaba en todo el planeta, de California a Copenhague.

Duró muy poco: el golpe militar de 1964 acabó abruptamente con esos experimentos en Brasil, y la nueva moral puritana y la censura forzaron la desbandada y el cierre de la isla del Sol. 
A sus 50 años, unos bandidos de poca monta asesinaron a Luz del Fuego en su isla. 
Esperaban encontrarse riquezas y escenas sicalípticas, y se toparon con una mujer sola y envejecida pero aún indómita, viviendo de la forma más sencilla en comunión con la naturaleza, llena de planes y dispuesta a luchar hasta el fin.

Veinte años antes, el cortejo fúnebre de Carmen Miranda había convocado en Río a cientos de miles de personas que acompañaron su ataúd cantando sus sambas más populares.
 Pero muy pocos acudieron al entierro de los restos de Luz del Fuego cuando por fin emergieron del fondo de la bahía de Guanabara. 
Su muerte fue un feminicidio y, a la vez, la culminación de un lento asesinato cultural: la forma en que actuaron los anticuerpos difusamente generados por una sociedad incapaz de asimilar un organismo tan libre y disolvente en su interior.
Desde los ochenta, con la vuelta a la democracia, Brasil ha ido recuperando su figura y releyéndola como la pionera que fue en ideas y obras.
 En 2017 se celebró su centenario, y toda una nueva generación de artistas, de seguidores y de jóvenes activistas la reivindican como una figura de referencia en las luchas contra el nuevo intento de instaurar una cultura represiva en lo político y lo moral por parte de Bolsonaro, que tanta saudade dice sentir por la dictadura militar.
Yo creo que es mejor reservarla para celebrar la memoria de Luz del Fuego: esa “mujer-diablo”, ese “cuerpo líquido” que se adelantó a su tiempo y fue mucho más que una simple nota al pie de la crónica turbulenta y deslumbrante del Brasil moderno.