Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

29 mar 2020

Dialogar contigo. Mirarte. .........................Huequitos de Sol

Dialogar contigo.
Mirarte.

Verte mariposa
como flor no abierta
bajo un cielo estrellado.
Contemplar el tornasol
de tus ojos convertidos
en astros de cristal,
en el sereno nocturno
de aquel claro de luna,
junto al tenue soplo
que viene del mar.
Lo inesperado
no es amarte,
sino dejar de olvidar
el sabor denso que deja,
como el café negro,
tus silencios
y tu ausencia.
Lo inesperado
es dejar de nadar
sobre el mar de la duda
para nunca dejar
de acariciarnos
con armonía.
Contemplar el tornasol
de tus ojos convertidos
en astros de cristal,
en el sereno nocturno
de aquel claro de luna,
junto al tenue soplo
que viene del mar.
Lo inesperado
no es amarte,
sino dejar de olvidar
el sabor denso que deja,
como el café negro,
tus silencios
y tu ausencia.
Lo inesperado
es dejar de nadar
sobre el mar de la duda
para nunca dejar
de acariciarnos
con armonía.

El mundo sin nosotros............................... Elvira Lindo.

Necesitamos imaginar que esta experiencia colectiva, traumática, nos hará, por así decirlo, mejores personas. Más atentos a lo esencial, menos anhelantes de lo prescindible.

La Gran Vía de Barcelona, prácticamente vacía, durante el estado de alarma.
La Gran Vía de Barcelona, prácticamente vacía, durante el estado de alarma.
Trataba de concentrarme en la escritura cuando, de pronto, una sinfonía de gritos chillones me llegó desde la terraza.
 Pasaba lo que nunca había ocurrido: que el canto de los pájaros era perceptible a los oídos. 
Allí estaban, agolpados, glotones, atraídos por las macetas donde comienza a brotar la primavera. 
Eran gorriones. Traté de imaginarme el Retiro, a un paso, disfrutando mi parque del aire limpio y de un silencio solo interrumpido por el vibrar de cientos de especies que hacen latir su tierra y que son invisibles a nuestros ojos.
 Viajé con la imaginación a la ribera del Manzanares, donde la naturaleza ha agradecido el mimo de los últimos años, que ha servido de llamada a gaviotas, abubillas, patos, jilgueros, galápagos, garzas reales. 
¿Habrán llegado nutrias a bañarse entre sus juncos como esa foca que el otro día se burlaba de nuestro confinamiento a orillas del Urumea? 
La vida natural está al acecho para volver al mismo lugar de donde fue expulsada. 
El científico Alan Weisman imaginó en el libro Un mundo sin nosotros qué ocurriría si desapareciéramos de nuestras ciudades. ¿Cuánto tiempo tardaría el mundo vegetal en quebrar el asfalto? No mucho: en mi acera ya parece que quiere brotar el musguillo, libre de nuestras pisadas.

Queremos pensar que esto provocará un cambio en nosotros. Necesitamos imaginar que esta experiencia colectiva, traumática, nos hará, por así decirlo, mejores personas.
 Más atentos a lo esencial, menos anhelantes de lo prescindible. Pero eso no ocurrirá si no aceptamos que el cambio afecte a la manera en que hasta ahora hemos vivido.
 ¿Cuánto tiempo han tardado los políticos en volver a enzarzarse a esa manera suya, tramposa, que finge estar impulsada por el bien común? 
¿Cuánto han tardado en avergonzarnos? Los cantos de unidad son un regalo envenenado, envuelto siempre en la mezquindad grosera: los medios derechistas hablan de “las infectadas” cuando se refieren a las mujeres del 8 de marzo.
 Como si no hubiéramos estado apiñados en los estadios, en mítines o en bares hasta que se nos prohibió. 
Todos los Gobiernos han llegado tarde.
 Expulsados de su hábitat, azotados por la sequía, huyen, igual que hacemos nosotros cuando nos vemos amenazados. 
Sus virus saltan hasta nuestras bocas no solo porque se vendan en los mercados, también porque los sometemos a un amontonamiento brutal.
La prensa nos regala estos días artículos que pueden arrancarnos de nuestro estado de perplejidad y señalarnos un camino de salvación. La periodista experta en epidemias, Sonia Shah, publicaba una pieza, ‘Contra las pandemias, la ecología’, en Le Monde Diplomatique, y en la misma línea lo hacía en este periódico Marcos Cueto, historiador de la medicina.
 Abrumados como estamos por los muertos y los enfermos, liderado el mundo por presidentes reaccionarios, Trump, Bolsonaro o Johnson, se nos puede escapar lo que ya se venía advirtiendo desde hace tiempo, que las pandemias son una consecuencia de la deforestación, de la industrialización masiva de la carne, de una sanidad esquilmada, de la violencia con la que hemos intervenido en el espacio natural. 
No escuchábamos el clamor de estas razones porque las epidemias nos parecían males que se cebaban en el mundo pobre, como plagas bíblicas. 
 Pero han derribado las puertas de nuestra frontera vital. Los animales salvajes, llámense pangolines o murciélagos, no son los culpables.

¿Cómo saldremos de esta? ¿Admitiremos que hay que controlar el consumo? ¿Asumiremos la necesidad de la producción cercana de los alimentos? ¿Viajaremos menos? ¿Seguiremos defendiendo nuestra sagrada libertad por encima de todo? 

La traductora Marta Rebón nombraba estos días, con mucho acierto, al médico escritor Antón Chéjov. El tío Vania es, entre otras cosas, una denuncia de la brutalidad humana: 

“Hay cada vez menos bosques, se secan los ríos, la fauna está casi exterminada, el clima se ha deteriorado, y con cada día que pasa la tierra es más pobre y más fea”.

 Él lo sabía ya, en 1899.

Apuntes sobre María Kodama............................ Leila Guerriero....

La viuda y albacea de Borges nunca quiso publicar sus propios cuentos en vida de su marido.

 Ahora reúne cuatro en un volumen. Durante varias tardes, en un bar de Buenos Aires, muestra su cara menos conocida.


María Kodama, el 18 de marzo en Buenos Aires. 
María Kodama, el 18 de marzo en Buenos Aires.
Pocos minutos después de las tres de la tarde de un jueves de febrero, durante la primera entrevista con María Kodama (que, como las siguientes, se lleva a cabo en el bar que está frente a su departamento, en el barrio norte de la ciudad de Buenos Aires), se produce este diálogo:
—Su padre había nacido en Japón.
—Sí, sí. Nacido y criado.—Llegó acá siendo adulto.
—Sí.
—Era químico.
—Sí.
—¿Y aquí trabajaba como químico? ¿Se ganaba la vida en…?
—No sé. Químico es universal. Ser químico es algo que no importa el idioma. Es universal.
—¿Pero no sabe dónde trabajaba?
—No. En Japón hay una base que es esta: nunca podés preguntar sobre la vida personal a un amigo porque vos estás haciendo una intromisión en algo que no te corresponde.
 Si ese amigo te miente, no tenés derecho a decirle nada, porque defiende lo que es su intimidad.
 Sos vos la que ha despertado eso, tratando de entrar en una intimidad que vos sabés que no te va a dar.
 Otra cosa es si te lo cuenta.
—Y su padre no hablaba de trabajo.
—No. Pero me hizo libre.
María Kodama, hija de Yosaburo Kodama y de María Antonia Schweizer, viuda desde 1986 del escritor argentino Jorge Luis Borges, ha dado una gran cantidad de entrevistas. 
En ellas ha respondido preguntas de toda clase, algunas sobre su vida personal. 
Sus respuestas tienen siempre la forma de anécdotas que se reiteran idénticas, incluidos los comentarios y los chistes que intercala. Puesto que esas anécdotas tienen la apariencia de ser un gran-momento-confesional, suelen funcionar como hechizo que obtura la repregunta y operan como una gran maniobra de elusión.



María Kodama, en Buenos Aires. 
María Kodama, en Buenos Aires.

Usa ropa clara y amplia —blusa, falda, casaca, capas de buenas telas superpuestas—, el pelo blanco lino, los zapatos plateados. 
Se come las uñas, pero no se nota porque se hace la manicura. 
En las fotos de juventud se la ve, siempre esbelta y delgada, sobre un camello con un vestido vaporoso de color lila —en una visita a Egipto que hicieron con Borges—, con un chemise de color claro —entrando con Borges a un edificio—, con un abrigo importante de paño —bajando con Borges de un auto—.
 En los últimos años, la indumentaria se ha llenado de gestos contemporáneos: faldas largas con zapatillas plateadas, chalecos de lana de texturas brutales, anteojos de sol excéntricos como los que usa ahora —sin quitárselos nunca—, redondos y grandes, el marco una filigrana de metal.

—Me los regalaron. Son de Japón. No pongas tu cartera en el respaldo. Mejor dejala acá, es más seguro— dice señalando una silla vacía.

No le gusta comer —“Yo de chica decía: '¿Cuándo voy a poder comer pastillas?”—, pero sobre la mesa hay un croissant relleno del que corta trocitos ínfimos. 
Cuando pida café —“Tomo muchísimo, el último a las dos de la mañana, antes de acostarme. Si no, no duermo”—, no lo beberá hasta que no esté frío:
 “En Japón, a la gente como yo se le dice 'lengua de gato', porque el gato no puede tomar cosas calientes.
 Yo tampoco”.
 Usa teléfono móvil, aunque probablemente sólo lo comparta con amigos: para contactarla hay que llamar a su teléfono fijo de siete a siete y media de la mañana. 
Siempre atiende.
—Si me encuentran ahí, bien. Si no, perdidos.
Buena parte del día se ocupa de cuestiones relacionadas con la Fundación Jorge Luis Borges, que existe desde 1988, y de leer tesis —sobre la obra de Borges— que le envían desde diversos países.
—Me las mandan para ver si está bien lo que han pensado, si no.
—Y si no le parece que sea correcto lo que han pensado…
—Algunos continúan, otros no.


—Es un trabajo…
—Horrible. Pasa que uno encuentra una buena, y compensa.
 En general las leo en bares, porque en mi casa empieza el teléfono a sonar.
 En la Fundación tampoco. Nunca estoy ahí. Primero, porque si la gente me ve, me agarra y no puedo trabajar. 
Y aparte yo sé lo que me exijo, y no lo puedo exigir.
 Porque no es humano. 
Para evitar los roces, prefiero que cada uno esté haciendo lo que quiere, y yo también. 
Libre.
—¿Ese ritmo siempre fue así?
—Siempre. Uno va acentuando aquello con lo que nació.
 Uno no cambia. Por eso todas las noches salgo.
 Voy al cine, al teatro, a comer con mis amigos. Voy a los speak easy. 
Son divertidísimos —dice aludiendo a los bares que funcionan a puertas cerradas y a los que se ingresa con una clave—. 
Hay uno que te recomiendo. Es como una escalera de subte.
 Bajás, grafitis en las paredes, para abrir las puertas tenés que poner una clave.
 Se abre y ahí hay una música que te tenés que poner tapones en los oídos. Con mis amigos nos divertimos.
—¿Son amigos del mundo de la cultura, del arte?
—De todo un poco. Son amigos de toda mi vida.
La mención a los amigos da pie a la primera de una serie de anécdotas que ilustran momentos de su vida: para hablar de la educación paterna, que la hizo libre, cuenta la anécdota de los barquitos y el estanque de la facultad de Derecho; para referirse a la forma en que ya desde niña pensaba de manera singular cuenta la anécdota de la abuela católica a la que escandalizaba con preguntas impertinentes, y la anécdota de los amigos.
—Tengo amigos a los que conozco desde los 13 años, viven fuera del país.
 Cada tantos años vienen y, claro, una vez encontraron que acá el mundo es otro.
 Que los chicos no se casan, que tienen hijos aunque no se casen, o que no tienen hijos aunque se casen.
 Me invitaron a comer y me dijeron: “María, queremos pedirte perdón. En realidad vos eras una adelantada, porque cuando estudiábamos decías la forma en la que ibas a vivir y nosotros pensábamos que estabas loca.
 Y ahora todo el mundo vive como vos, así que nos has dejado asombrados”.
—¿Cuáles eran esas cosas que usted decía?
—Ellos me decían: “Pero María, tener un hogar, una familia”. Y yo: “No les digo que ustedes no lo hagan, pero en mi caso, no.
 Yo hago el amor con un dios griego y a la mañana siguiente me encuentro con un tipo semibarbudo, malhumorado, y para mí se acabó.
 En cambio así, yo hago el amor con el dios griego y chau, mi amor, hasta mañana, él se va a su casa, yo a la mía”.

 Y es esa cosa fascinante que queda en el ambiente, viste.
 No toda la otra cosa que es la cotidianeidad, el aburrimiento.

La alusión al dios griego es extraña —la única pareja que se le conoce fue el escritor argentino—, y cuando se le pregunta si antes de Borges tuvo alguna experiencia afectiva —en un intento por rastrear de dónde proviene una educación sentimental de esa clase— dirá “No”. 
En su narración varias cosas parecen venir con ella desde el nacimiento, como el deseo de no tener hijos: cada vez que su madre le decía: 
“Cuando crezcas te vas a casar, vas a tener hijitos”, ella contestaba: “No, alumnos”. 
La memoria se presenta imprecisa para ciertos períodos, pero escrupulosa en la reconstrucción de situaciones ocurridas a sus seis años, como la que prefigura su resistencia al casamiento:
 “Mi padre me llevaba a un estanque que había frente a la facultad de Derecho para que hiciera navegar unos barquitos. 
Ahí le pregunté si casarse era obligatorio.
 Me dijo: 'Ni yo, que soy su padre, puedo obligarla a hacer algo que usted no quiera. Si usted no quiere casarse, muy bien.
 ¿Qué quiere hacer?'. 'Ir allí', le dije.
 Era la facultad de Derecho. 
Y me dice: 'Bueno, si quiere ir allí, será abogada. Pero de aquí a que usted haga jardín, primario, secundario, va a cambiar cuarenta veces de opinión'.
 No era obligatorio casarse, listo, me quedé tranquila”.
—Sus padres se divorciaron cuando usted era chica.
—Sí, sí.
—¿Tiene recuerdos de ellos juntos?
—No.
—¿Era muy chica cuando se separaron?
Se hace un silencio largo durante el cual mordisquea un trozo de croissant.
—Es interesante, pero ¿cómo te puedo decir?, también es muy divertido —dice, a modo de respuesta.
“Divertido” parece ser la “palabra de seguridad” destinada a advertir que no debe avanzarse por ese camino, o un timón competente para ejercer un viraje y conectar con una historia que casi nunca se relaciona con la anterior. 
De niña, vivía con su madre y su abuela, una mujer que había querido ser monja (“¿Cómo se llamaba su abuelo?”; “No, ni idea”).
—Su madre tocaba el piano, pero ¿vivía de eso, de tocar el piano?
—No, no.
—¿Trabajaba?
—No sé. Sí. Trabajaba. El japonés nunca pregunta.
 Un día fuimos a la plaza con mi madre, y un vecino se acercó para preguntarle qué grabación había estado escuchando. 
Y ella le dijo: “Era yo la que tocaba”. Yo tendría cinco años. 
Entonces él dice: “¿Y por qué no toca, señora?”. Y mi madre le dice: “Bueno, me casé, tengo una hija”. 
Y el hombre dice: “¿Y por eso dejó su carrera?”. 
Un monstruo. “Por eso”, y me miró.
 Me quedó para siempre la mirada y lo que dijo ese hombre.
—¿Su madre qué respondió?
—No sé, no me acuerdo.
Las historias son cuadros sin espesor, trozos escogidos para saciar la intriga de quienes se asoman a una intimidad por la que no debe preguntarse.



Jorge Luis Borges y María Kodama, en los años setenta.
Jorge Luis Borges y María Kodama, en los años setenta. Mondadori / Getty Images

Antes de iniciar la entrevista, apenas después del saludo de presentación, en una breve charla fuera de grabador acerca de sus estudios en la facultad de Filosofía y Letras (de la Universidad de Buenos Aires: toda su educación se llevó a cabo en instituciones públicas), ha citado en griego antiguo un pasaje de la Ilíada
Una semana más tarde, durante la segunda entrevista, cuando se le pida que recuerde ese pasaje, dirá:
—Los periodistas, cuando Borges partió, me preguntaban qué sentía yo. Un japonés nunca puede decir lo que siente, porque es mala educación. 
Y fue genial porque recordé lo que Andrómaca le dice a Héctor, cuando Héctor va a luchar con Aquiles. 
Para detenerlo le dice: “Héctor, tú eres para mí mi padre, mi señora madre y mis hermanos, pero sobre todas las cosas eres el amor que florece”.
 Es maravilloso. En realidad es lo que te dice la iglesia: “Este hombres es tu apoyo, tu familia”. 
A mí me encanta. Cuando yo estaba con todos los locos, me daba baños de inmersión, me ponía a leer las tragedias griegas y me decía a mí misma: 
“Todo tranquilo, no pasa nada, estos la pasaron mucho peor que vos, serenidad”.

Casi nunca dice “cuando Borges murió”, sino “cuando Borges partió”, o “cuando Borges entró al gran mar, como decían los florentinos”. 
Con “los locos” —o “los monstruos”— se refiere a quienes, cuando Borges murió en Ginebra después de haberse casado con ella, la señalaron como alguien que lo había inducido a tomar esa decisión y nombrarla su heredera universal. 
Al recitar el pasaje de la Ilíada su voz es cadenciosa, ensoñada, pero cuando menciona los baños de inmersión se llena de una comicidad burlona y jocosa de gran eficacia.
***
La infancia.
 Un padre con el que hablaba en inglés y en español, que en su recuerdo destila grandeza, bonhomía, severidad y un respeto que, a veces, hacía que ella se sintiera compelida a hablarle de pie (“Él me decía: '¿Pero qué hace? Siéntese, estamos hablando”). 
Un hombre que la educó en la idea de que la libertad es el bien supremo, siempre que se asuman sus consecuencias.
—Yo me negaba a comer. Mi padre decía: “Bien. Si no quiere comer, va a morir”.
 Le pregunto: “¿Qué es morir?”. Me explica: “Ya no va a poder ver la luna, que le gusta tanto”.
Era, además, un hombre de una discreción que llegaba a extremos fuertes.
—De chica, me llevaba al zoológico y me enseñaba los nombres de los animales en japonés. 
Pero un día dejó de enseñarme. Cuando crezco, le digo: “Kodama, ¿por qué dejó de enseñarme? Ahora sería mi segunda lengua”. Me dice: “Bueno, usted quería estudiar literatura, su lengua es el español.
 Si algún día tiene ganas, lo va a aprender, no se preocupe”. Mi padre muere, y yo le digo a mi madre: “Caramba, qué raro que era Kodama.
 Me enseña el nombre de los animales, después deja de enseñarme japonés, y ese podría haber sido mi segundo idioma”. 
Y mi madre, que hubiera podido callarse para siempre, tuvo la honestidad de decirme: 
“No fue él el que no quiso. Yo le prohibí”.
 Porque mi abuela le decía que yo me llevaba tan bien con él que, si me enseñaba japonés, me iba a llevar con él a Japón y no me iba a ver nunca más.
 Eso me hizo sentir el respeto que se tenían. 
Porque él me podría haber dicho: “¡Cómo que yo no quise! Es su madre la bruja que me prohibió”. Yo por eso los adoré a los dos.
—¿Su padre cuándo falleció?
—No me acuerdo el año. Yo tendría unos 20.
Si de su padre aprendió la libertad, de su madre —“Era muy cariñosa. 
A mí no me gusta que me abracen, y ella era de abrazarte, de besarte. 
Toda la cosa tierna ella me la daba”— aprendió a no tener miedo, no porque le insuflara coraje sino porque la mujer vivía aterrada.
—Mi madre era muy miedosa.
 Estábamos en el living y me decía: “Queridita, andá a prender la luz que mami tiene miedo”.
 Yo pensaba: “¿Habrá un monstruo?”. Después me decía a mí misma:
 “No, mami no puede mandarme a que yo enfrente a un monstruo”. Apoyaba la silla y me subía y prendía las luces.

 Mi abuela materna llevaba una vida de monja.

 Un día me empieza a decir que Dios era Todopoderoso. Entonces le digo: “No entiendo por qué entonces puso el mal en el pobre Luzbel, el más hermoso de sus ángeles, y lo arrojó del Paraíso”. 

Y mi abuela: “¡Ay, ese es el padre, que le metió esas ideas”. Y mi padre, al contrario, siempre me decía: 

“No la moleste a su abuela, no le pregunte cosas, pregúnteme a mí”. Ahí yo me di cuenta de que cuando una persona no quiere a otra, le achaca cosas que el otro no ha hecho.

 Yo aprendí muchísimo.

—¿Cómo se llamaba su abuela?
—Dorila, precioso nombre. Y ahí fue muy divertido…



Paseo en globo de María Kodama y Jorge Luis Borges en el Valle de Napa (California), en una imagen incluida en el libro 'Atlas'.
Paseo en globo de María Kodama y Jorge Luis Borges en el Valle de Napa (California), en una imagen incluida en el libro 'Atlas'.

La predestinación. 
Cuenta que a los siete años una profesora de inglés le leyó los Two English poems, de Borges: I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart.
 Ella preguntó qué era “el hambre del corazón” y la profesora respondió que, cuando creciera, se iba a dar cuenta de que eso era el amor.
La predestinación.
 Cuenta que a los ocho años leyó en una revista —probablemente Sur— la frase “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”, el comienzo del cuento 'Las ruinas circulares', y no pudo parar de leer. Cuando Borges ya había muerto, supo que él le había dicho a Victoria Ocampo
“Nunca, ni antes ni después, pude escribir algo con la intensidad con que yo escribí ese cuento”. 
Desde entonces, la asombra que una niña de ocho años haya podido percibir esa intensidad.

La predestinación. Cuenta que a los 12 años un amigo de su padre la llevó a una conferencia que daba Borges.
 En ese sitio repleto de gente lo vio hablar en un susurro y se dijo: “Si este señor, que es más tímido que yo, puede dar clases, yo voy a poder”.
El destino.
 Cuando tenía 16 años, caminando por la calle Florida, atropelló a Borges, que salía de una librería.
 Él tenía 54.

Aunque no parecen haber existido dudas acerca de que su vocación era la literatura, tenía condiciones para el ballet, pero cuando la profesora propuso que entrara en la escuela de danzas del teatro Colón, su padre le hizo un planteo:
—Me dijo: “Yo le voy a explicar y usted decide. El baile tiene una edad limitada”.
 No me dijo: “Después puede ser coreógrafa, enseñar”. Me dijo: “Usted después de una edad no puede bailar más. 
En cambio, usted ya sabe leer y escribir, tiene facilidad”. No me dijo: “Podés quedar tururú, tarada…”. Y si quedaba tururú no iba a poder leer ni escribir ni hacer nada.
 Y yo, entre pensar que a los 30 años no iba a poder bailar más y lo otro, que era infinito, elegí lo otro.
—¿Hasta qué edad siguió tomando clases de ballet?
—No sé. Hasta los 15. Después mi vida ya era demasiado complicada. Iba al colegio, estudiaba con Borges.
El anecdotario frondoso de la infancia se esfuma en la adolescencia, donde deja paso a la única historia que importa —su encuentro con Borges—, y reaparece, ya de joven adulta, para ilustrar la vida que compartió con él.
 Ha contado aquel encuentro así: ella tenía 16 años, caminaba por la calle Florida —“siempre camino como una bala; ahora menos porque me distendí los ligamentos, me operaron dos veces y no quedé bien”—, chocó con Borges y él la invitó a estudiar inglés antiguo.
—¿Cómo es que así, de la nada…?
—Porque yo le dije: “Yo escuché una conferencia suya cuando era chica”. 
Me dijo: “Claro, ahora usted es grande. ¿De qué trabaja?”. Y le digo: “No, estoy en el bachillerato, en cuarto año”. “¿Y qué va a estudiar?”. Literatura. 
“¿Le interesan los idiomas antiguos?”. Sí, mucho. “¿Y no le interesaría estudiar inglés antiguo?”.
 Yo, para hacerme la sabia, le digo: “¿Shakespeare?”. 
Y dice: “No, mucho más antiguo”. Y le digo: “Ah, no, eso va a ser muy difícil, no creo que pueda”. 
Y dice: “No, si yo tampoco lo sé, lo estudiamos juntos”. Empezamos a encontrarnos en bares, hasta que me dijo: “Madre dice que usted es una niña y que yo no puedo tenerla de bar en bar, que es mejor que nos veamos en casa”.
 Ahí me llevó a la casa y la madre era genial. 
No, te digo, yo he pasado una vida divertidísima.
 Después, los locos me la hicieron pagar, pero mi vida fue fascinante.
—¿Se acuerda del primer encuentro con él?
—En confiterías.
—¿Pero no estaba tensa? Iba a encontrarse con Borges, tenía 16 años.
—No, no.
—¿Usted se iba de su casa y decía “Mami, me voy a ver a Borges”?
—Claro, pero él me pidió el teléfono, y llamaba, llamaba.
 Y mi madre: “¡Qué quiere ese hombre, podría ser tu abuelo!”.
 Mirá, las peleas con mi madre. No te lo puedo decir. Yo le decía: “Pero mami, estudiamos”. 
Y me decía: “¡Vos estudiarás!”. Y resulta que cuando mi madre ya había muerto, Borges me dice: “¿Sabe cuando yo me enamoré de usted?
 Cuando tenía 16 años y me dijo que Europa tiene lo que se merece, porque Europa traiciona”.
Según cuenta, ella le dijo: “Europa tenía el Panteón Griego, los dioses se amaban, se odiaban, y todo eso lo abandonaron para abrazar una fe de parábolas que dice que no tendrás otro Dios más que a mí. 
Unen Iglesia y Estado, y tenemos las tiranías que hay’”.
—Entonces él me preguntó si yo había leído a Nietzsche.
 Yo no sabía quién era. Y me dijo: “Es un filósofo, y usted acaba de decirme en pocas palabras lo que Nietzsche explicó en un libro”. Y parece que él se enamoró de mí cuando le dije eso. Así que yo decía: 
“Mami, donde sea que estés, perdoname, tenías razón, pero yo también tenía razón.
 Al principio, estudiábamos”. 
Mi madre con Borges estaba enloquecida, y le decía a mi padre que me hablara de eso. 
Entonces él me dijo: “No me interesa absolutamente nada que usted me diga, ni qué relación tiene o no con ese señor. 
No me importa. Yo le voy a decir una cosa: usted tiene 16 años, toda la vida por delante.
 No haga nada que pueda arruinar toda esa vida”. Y nunca más volvimos a hablar del tema.
—Borges. “Es él el que lo impide. No con palabras, pero con actos, con cosas sutiles. Él tiene miedo de que, si vos te recibís, puedas cambiar. Tiene miedo de perderte”. 
Y le digo: “No, no es así”. Y dice: “Bueno, llamalo”. Lo llamo y me dice: 
“Esa es tal que le ha llenado la cabeza, venga inmediatamente para acá”. 
Y la profesora me dice: “No cedas, María. Es tu vida, hiciste el esfuerzo de dar 29 materias trabajando como loca y estando con él”. 
Entonces voy y le digo: “Bueno, aquí estoy”. Y me dice lo peor que me pudo decir: “¿Qué vamos a hacer con mi viaje a Colombia”.
 Un egoísmo monstruoso.
 Era la confirmación de que él no quería que yo me recibiera. Y le digo: “Hágalo. Tiene 200 mujeres que lo pueden acompañar”. 
Y me dice: “Está loca, yo estoy enamorado de usted, no de 200 mujeres”:
 Y le dije: “Haga lo que quiera, yo no soy celosa, usted lo sabe”. Y dice: “Esto es inaudito. Yo no tengo título. ¿Para qué quiere usted un título?”. 
Y le dije: “Usted es Jorge Luis Borges y tiene su obra.
 Yo soy María Kodama, he dado 29 materias y voy a dar la 30, pase lo que pase. Adiós”. 
Y me fui. Llorando. Al día siguiente yo almorzaba con la profesora. Teléfono. Era Borges.
 Y me dice: “He estado pensando, vamos a preparar la materia juntos. ¿Qué está leyendo?”. “El Arcipreste de Hita”. “Qué plomo”. “Así no, Borges”. “Bueno, está bien, venga y la preparamos juntos”. Y la estudió conmigo.
—Cuando usted se recibió ¿ya se habían mencionado el sentimiento que tenían el uno por el otro?
—Sí, sí. No te voy a contar, esas son cosas íntimas —dice sonriendo, recatada—. Eso fue muy complicado.
 Yo no pregunto, entonces no sabía cuál había sido su historia de juventud, antes de que nos conociéramos.
En 1967, cuando Borges se casó con una mujer llamada Elsa Astete, hacía al menos 14 años que conocía a María Kodama.
—Un día él tenía que ir a Israel, a Nueva York, y de ahí a Islandia. Yo tenía una sorpresa, que era conseguirme un pasaje a Islandia. Me dice: 
“Bueno, entonces vamos a Israel”. Le digo: “No”. “¿Pero por qué?”. 
Y le digo: “Ah, una sorpresa”. Pero había sucedido algo que yo no sabía. A principios de siglo XX, un amigo de Borges quería salir con una chica y le había preguntado a Borges si lo podía acompañar, porque esta chica tenía una hermana.
 Borges le dice que sí. Y la hermana era Elsa Astete. Salieron, Borges se enamora de Elsa Astete.
 La llama un día por teléfono y la madre atiende y dice: “Ah, ¿no le dijo? Elsa se casó”. 
 Cuando yo le dije que no iba a Israel y que tenía una sorpresa, pensó que me iba a casar con un abogado. Y entonces…
Hace un silencio, como si todo lo demás fuera evidente.
—¿Él se casó con Elsa Astete porque pensó que usted se iba a casar con otro?
—Estábamos sentados a la mesa, con su madre, y él tenía el anillo de compromiso. 
Va al cuarto y la madre me dice: “Decíselo vos, porque él no te lo va a decir”.
 Subimos al ascensor y le digo: “Lo felicito. Su madre me dijo que usted va a casarse”.
 Me dice: “Pero cómo, ¿usted no se iba a casar?”. Le digo: “Por supuesto que no”. Y me dice: “Usted tiene la culpa”. “¿La culpa de qué?”. 
“De que yo me case con Elsa”. Le dije: “Pero cómo se le ocurre”. Siempre la defendí a Elsa. Era una buena persona.
 No para él, porque era maestra, quería sentarse a ver la televisión con él.
—¿Usted los visitaba mientras estaban casados?
—Si. Otra cosa de locos. Yo llegaba a la tarde y ella, sin preguntarme si yo tenía un compromiso, desaparecía hasta las tres de la mañana.
Después que Borges murió yo estaba crazy. Pero no crazy por la muerte de él, porque eso fue una cosa tan única como su vida, sino por todos los líos que me armaban acá los locos de la guerra. Goytisolo me dice: “Vas a ir con los parientes de mi secretario”. Llegamos al desierto, armaron mi carpa. La de ellos no. Yo pensé: “No voy a dormir con estos 25 tipos en la carpa”. Entonces salgo con una sonrisa y les digo: “¿Ustedes no arman su tienda?”. “No, madame, nosotros vamos a dormir alrededor de su carpa, y por favor, si quiere ir al toilette, que queda bajo las estrellas, avísenos, porque perderse aquí es morir y el señor Juan nos mata”. Pasé ahí diez días. Me había comprado esas toallas que hay para lavar enfermos, diez para la mañana, diez para la noche. Y lo pasé bárbaro. Leía, escribía.
—¿Le hizo bien?
—Fue maravilloso.
 Un día, mirando un atardecer espléndido, de pronto sentí que algo giraba en mi cabeza, en mi corazón.
 Olvidé. El año pasado… o no sé, no tengo memoria, me llama una amiga y me dice: “Te voy a decir algo que te va a alegrar. Murió María Esther Vázquez”.
 Que es la que empezó con todo el problema. 
Y yo, como si me dijeran: “Murió el señor que pasaba por afuera”. No sentí nada.
 Le dije: “La noticia que me das me alegra, pero ¿sabés por qué? Porque me hace dar cuenta de que lo que yo sentí en el desierto hace 17 años me hace libre para siempre. 
Si yo hubiera sentido alegría por la noticia que me das, quedaba enganchada de lo negativo para siempre”. 
Yo no tengo la naturaleza de odiar. No me iba a rebajar a pelearme con ellos. Hacía juicios. Decían que yo amaba los juicios. ¿Qué querían que hiciera? ¿Qué les mandara chocolate?
Entonces se pone de pie y dice:
—Llamame entre siete y siete y media y quedamos para la próxima.
A diez años de la muerte de Borges, en 1996, María Esther Vázquez —fallecida en 2017— publicó Borges, esplendor y derrota, un libro en el que Kodama aparece, entre otras cosas, como alguien que reaccionó desaprensivamente ante la muerte de su propia madre y que separó a Borges de sus amigos y familiares. En una entrevista otorgada al diario La Nación en ese año, Kodama dijo que era “el libro de una persona que se lanza a provocar un escándalo para hacer plata con la vida de los demás. 
Son dichos de dichos. 
Esa señora no existía para mí. 
Nunca existió tampoco en la vida de Borges”. Cuando se publicó en 2006 el Borges, de Adolfo Bioy Casares, un diario en el que se reconstruye esa amistad de décadas, Kodama dijo que Bioy era un traidor, que Borges aseguraba que era un cobarde y, finalmente, que era “el Salieri de Borges”.
 La Sociedad Argentina de Escritores (SADE), organizó entonces un acto de desagravio a Bioy.
 La institución estaba presidida por Alejandro Vaccaro. Dueño de una colección de objetos del escritor, Vaccaro ha tenido enfrentamientos judiciales con Kodama, que denuncia reiteradamente el “tráfico ilegal de documentos y manuscritos” de Jorge Luis Borges. 
En el acto también estaba Roberto Alifano, amanuense de Borges a quien Kodama querelló por violación de derechos de propiedad intelectual.
 Alifano dijo: “Estas palabras hay que tomarlas de quien vienen, de una señorita que acompañó a Borges, que fue un poco su enfermera y que tiene intereses económicos”.
El matrimonio con Elsa Astete duró un año y medio.





La vista desde mi ventana............................... RICHARD FORD

El escritor Richard Ford, autor de 'El día de la independencia' y ‘Canadá’, relata la llegada de la pandemia a Maine, donde reside, un lugar acostumbrado al aislamiento social, igual que el resto de Estados Unidos.

Paisaje costero en la localidad de Boothbay Harbor (Maine).
Paisaje costero en la localidad de Boothbay Harbor (Maine). GETTY IMAGES
Vivo al lado del mar.
 Quiero decir que vivo justo al borde del mar. 
Desde la ventana del estudio donde escribo puedo tirar una piedra al agua, y lo hago a menudo.
 Puedo nadar desnudo delante de mi playa sin que nadie me vea. Podría nadar en dirección al lejano horizonte en pleno invierno —en un último aferrarme a la soledad— y nadie se daría cuenta. Vivo en un lugar dichoso para todas mis necesidades terrenales, incluida, supongo, mi transición a la próxima vida.

En estos tiempos de plaga… No, suena demasiado dramático. En estos tiempos de aislamiento forzoso, la verdad es que la costa de Maine, donde vivo (tres horas al norte de Boston [en el noreste de EE UU]), parece no haberse inmutado, relativamente hablando.

 Las tiendas están cerradas, y también los restaurantes, los colegios y la YMCA [Asociación Cristiana de Jóvenes]. 

Pero la “cuarentena”, en sentido figurado, es la manera que tiene Maine de salir adelante.

 Esto queda muy al norte, de camino a ninguna parte excepto Canadá.

 El resto de la gente está allí abajo.

 La distancia social es nuestra idea de una comunidad estrechamente unida.

 Robert Frost, nuestro poeta favorito, escribió un poema al respecto. Decía:

 “Las buenas vallas hacen buenos vecinos”. 

Marx afirmaba que el dinero es el gran agente de separación.

 Y puesto que, para los estadounidenses, el dinero significa más que Dios, se podría decir que hemos moldeado todo un país a base de distanciamientos.

 Cincuenta pequeños ducados rivales a los que llamamos “Estados”, cada uno de ellos celoso de sus prerrogativas y sus rarezas.

 Una economía fortalecida históricamente mediante la separación de una raza de gente con el fin de esclavizarla para obtener beneficios de ello. 

Un género entero —no el mío—apartado de sus idénticos derechos.

 Y un largo etcétera hasta nuestra actual xenofobia al comercio y… sí… a la enfermedad infecciosa. 

 Los estadounidenses entendemos de separación. La tomamos a la hora de comer. Solo que la llamamos nuestro excepcionalismo. 

“Yo cuidaré de mí; tú cuida de ti”.

 Esto es lo que algunos piensan que hará a Estados Unidos grande otra vez. 

Tampoco este es mi caso.

Aquí, en Maine, mi esposa y yo caemos de lleno en el grupo de edad más afectado, 74 y 76 años (aunque no tenemos ninguna patología previa, que sepamos). 

 Kristina ha comprado unas cuantas “toallitas” desinfectantes, y yo he repasado a fondo el interior de mi Tahoe todoterreno (el pasado fin de semana sin ir más lejos utilicé el servicio de aparcacoches de un bonito restaurante de pescado, lo cual me ha hecho pensar que el volante podría ser sospechoso). 

Pasé un paño por mis pesas del gimnasio antes de que este cerrase.

 Hemos prestado oídos al sentido común que recomienda utilizar jabón auténtico mejor que las pocas botellitas de desinfectante de manos que me quedan (un amigo me mandó una receta para hacerlo yo mismo poniendo algo así como aloe y alcohol en pequeños aerosoles de esos que ya no se pueden comprar en los supermercados).

 Estamos siguiendo el plan. 

Aunque, dado que la mayor parte del tiempo estamos en casa, junto al mar (excepto para ir a comprar comida y a la tienda de vinos), nada parece muy diferente. 

Y, sin embargo, lo es.

 Cuando este fin de semana me aventuré a desplazarme al mercado del pueblo (llevaba guantes blancos de plástico para abrirme paso por lo inesperado, las superficies y las asas de las cestas posiblemente contaminadas), casualmente me encontré con mi amigo el corpulento ayudante del sheriff que practica bicicleta estática a mi lado en el gimnasio de la YMCA (la bici que no lleva a ninguna parte, como la llamo yo).

 “Me imagino que estás bastante acostumbrado a llevar guantes de plástico en tu trabajo como policía”, le dije. “¡Qué va!”, me respondió, alargando una gran zarpa desnuda hacia el envoltorio del queso de plástico y obsequiándome con una contrita sonrisa de poli.

 “A menos que tenga que recoger partes de algún cuerpo, ya sabes. 

Que le den. La vida es demasiado corta”. 

“Sí, supongo”, repuse, sintiéndome un tanto ridículo con mis blanquecinas manos enfundadas en guantes, que parecían las de un cadáver.

 Después me di cuenta de que mi amigo también podría haber dicho “la vida es demasiado larga” sin que el sentido cambiase demasiado. En fin. 

Llevo bastante tiempo pensando que nuestro país se ha vuelto prácticamente ingobernable. 
Y no solo desde la llegada de Trump, quien, entre sus múltiples felonías, nos hace pensar a mí y a la mayoría de los que no somos unos lunáticos que el país, como mínimo, está gobernado por las personas equivocadas, y tal vez se esté acercando cada vez más a la anarquía, que es, supongo, la separación por antonomasia.
 La verdad es que hace tiempo que lo pienso; décadas. 
Y estoy seguro de que otros también lo han pensado. 
Es cierto que nuestros antepasados fundadores querían que nuestra democracia fuese sólida y precaria al mismo tiempo. 
E pluribus unum ["De muchos, uno", el lema nacional], etcétera.
 A lo mejor, a los estadounidenses no se les puede decir nunca lo que tienen que hacer y esperar que lo hagan.
Aun así, no parece que quede mucho sentido común que sea común en ningún sentido.
 Pensamos que la Constitución nos da el derecho a echarlo todo a perder si queremos y que eso esté bien, como si todos fuésemos pequeños Estados separados.
 No nos gusta el Gobierno (a mí, personalmente, no me molesta). Y, sin embargo, todos queremos que el Gobierno arregle las cosas cuando las estropeamos.
 O cuando lo hace la naturaleza, como esta enfermedad que nos está barriendo, matando a nuestros ciudadanos, personas que habrían tenido la posibilidad de sobrevivir si no hubiese sido por unos cuantos jóvenes malhechores que monopolizaron las existencias del desinfectante de manos Purell, lo cual les debió de haber parecido una estupenda idea empresarial, típica estadounidense, hasta que alguien puso sus nombres y sus fotografías en The New York Times y el tren cargado de mierda paró en su estación. 
La luz del sol suele ser un potente desinfectante, pero ¿hay suficiente luz solar para todos? ¿Podemos saberlo? ¿Cuántos de nosotros, ante la oportunidad de hacernos con la última botella de desinfectante de manos cuando ya tenemos una docena, pensaría antes en el ciudadano que vendrá detrás? ¿Lo haría yo? 
Me gustaría pensar que sí.
Por supuesto, escribir sobre esto no es lo mismo que tomarse en serio esta emergencia que no tardará en convertirse en una calamidad. Por lo menos, no es lo mismo que tomársela suficientemente en serio. 
Necesitamos que algo (alguna esencia como el qi, una energía vital que venga de las esferas) circule entre nosotros y todos nuestros exhaustos propósitos. 
Tal vez en forma de buena ciudadanía pura y dura; la idea de que realmente estamos todos juntos en este desastre, desde Billings hasta Boca Ratón —ya sea subiendo o bajando—, de manera que no nos llevemos la última botella de desinfectante de manos o pongamos en peligro la salud de los demás en un restaurante de lujo solo porque nos ha dado claustrofobia.
 No creo que sea un estúpido por pensarlo. Creo que es tan solo sentido común.
Traducción de News Clips.